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22 de octubre del 2007

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Cultura

Comer y dormir, sentenció abue


Marcos Winocur
La Insignia. México, octubre del 2007.

 

Mi abuelita, bueno, mi abuela -no toleraba que se le aplicara un diminutivo-, bueno, mi abuela, tenía su propia filosofía de vida, crudamente materialista. En la vida, decía, hay dos cosas: comer y dormir, lo demás son tonterías de los jóvenes de hoy. Uno de aquellos jóvenes era yo, que ahora voy frisando los 75. Y rodeando a nuestra querida abuela, antes de comer, los nietos, hace más de medio siglo, sentados en el suelo, protestábamos a coro.

Habíamos escuchado el sermón del cura: ¿y la salvación del alma, abuela, y la salvación del alma? ¿Ustedes son brutos o son sordos? Dije: en la vida, en la vida, dije. Y ustedes plantean algo que está fuera, bola de maricones, en aquellos tiempos era un insulto, uno de los más pesados.

Y no faltaba quien tentara con otro argumento. ¿Y el amor, abuela, el amor no es tan necesario como el pan? Sus carcajadas se oían hasta la calle, la gente volvía la cabeza. En aquel entonces, sexo era una palabra grosera, nadie la usaba. Se decía amor. Y de amor se podía morir, insistía el nieto que había provocado la hilaridad de abue. Y ésta pasaba a la ofensiva con la experiencia propia, nada menos. ¿Saben cómo y cuándo conocí el amor? Todos aguzamos el oído. Les digo: cuando me casé. Mejor dicho, dijo abue, cuando mi padre resolvió que era hora de casarme y con quién. El día de la boda conocí a mi esposo… y ustedes me vienen con el amor, me da una risa. Y abue volvía a reírse y se le movía la panza al compás de sus obscenas carcajadotas. Les voy a explicar, dijo finalmente.

Entre las solteras, había dos tipos de mujeres. Las vírgenes y las putas. Nada de categorías intermedias. Y eso se sabía la noche de la boda: si salía sangre que manchaba las sábanas o no. Si sí, el marido se cubría de gloria. Si no, mejor no hablemos. Muchos años después, mi esposo me confesó que, por si las moscas, tenía su coartada escondida: un frasquito lleno de sangre del cochinillo que habían sacrificado para la boda. Pero, lo juro, no tuvo necesidad de usarlo. Por lo demás, vuestro abuelo me cayó bien desde el primer día, ojalá viviera…

En dos palabras, no quedaban en pie más que el comer y el dormir. Y ese vergonzante amor de abue por su esposo. Y cerrando la discusión, abue se metía un platazo de ravioli entre pecho y espalda, para luego quedarse dormida en la silla.

 

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