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15 de noviembre del 2007

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Cultura

Hechos y anécdotas


Jesús Gómez Gutiérrez
La Insignia. España, noviembre del 2007.

 

Lo primero que se debe hacer ante la demagogia es rechazar el campo de juego que nos ofrece. Si se admite, no hay forma alguna de escapar de las manipulaciones, omisiones, dilemas falsos y mezcla de cuestiones distintas de relación dudosa o sencillamente nula. Si se admite, rendimos ese instrumento que se supone definitorio de la especie humana y que se llama inteligencia. Hay que devolver los hechos al debate y entonces, cuando se ha eliminado la distorsión, continuar.

La distorsión principal de lo sucedido en la Cumbre Iberoamericana de Chile es ciertamente la verborragia del presidente de Venezuela, o para ser más exactos, los motivos de esa verborragia; el transfondo de su acusación, dirigida a un personaje que no estaba presente y que no representa a ningún gobierno actual, resulta altamente sospechoso. Intento de sabotaje de la Cumbre, táctica de ocultación de problemas caseros, fórmula de presión, gesto a su mercado internacional: todo es posible. Cuatro días después, todavía insiste en tensar la cuerda y sumar amenazas para alegría de la tribu de Aznar y asombro del gobierno de Zapatero, que está dando una lección de paciencia.

En principio, el suceso es tan anecdótico como el error de Juan Carlos I al excederse en sus atribuciones; algo entre España y Venezuela, que no afecta a los intereses latinoamericanos en general. Pero sucede que las maniobras de Chávez empiezan a tener un precio excesivo para la región; no sólo en términos de relaciones políticas y económicas interamericanas, donde su actitud de injerencia emula el «subimperialismo» que tanto critica en Brasil, sino porque influyen negativamente en la evolución de la izquierda.

Lo demás sólo tiene interés desde el punto de vista de la política interior española. Es verdad que determinados sectores latinoamericanos han querido ver una intención o eco «absolutista» de España en la salida de tono del rey, pero más allá del cinismo de esa lectura y de la ignorancia de otros, que desconocen el papel puramente simbólico de la monarquía, mis compatriotas preocupados deberían recordar lo siguiente: lo habrían interpretado del mismo modo de haber sido el jefe de Estado de la III República. Lo suyo es demagogia, como decía, una técnica de destrucción de la convivencia política que inventa sus propios referentes. Lo nuestro, en cambio, lo de los españoles, un problema en dos sentidos: qué hacemos a estas alturas de la historia con un rey y, mientras solventamos esa cuestión, cuál es el margen más conveniente del servicio diplomático que presta al Estado.

Las relaciones entre nuestros países están llenas de malentendidos, hijos del desconocimiento y de las diferencias de códigos culturales. Los interesados en reventarlas lo saben de sobra; cuando Chávez apela a los quinientos años o afirma que la política internacional española la dirige el rey, no miente de cualquier manera; miente en dirección a los latinoamericanos, de quienes necesita una reacción que pueda dirigir o manipular a su favor. Pero espera en vano. En primer lugar, porque nuestras relaciones no se construyen en las Cumbres ni en los acuerdos de gobiernos y empresas. En segundo, porque América se está liberando del victimismo y España, del desapego.

 

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