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9 de noviembre del 2007

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Cultura

Universo de locos, de Fredric Brown

¡Marcianos, largo de aquí! (fragmento)


Fredric Brown
La Insignia. España, noviembre del 2007.

Fredric Brown, Universo de locos y otras novelas de marcianos
Editorial Gigamesh. Col. Gigamesh Ficción, nº 40
Barcelona (España), 2007.
Colección dirigida por Alejo Cuervo
Traducción de Jesús Gómez Gutiérrez

 

 

Prefacio

Universo de locos

Si los pueblos de la Tierra no estaban preparados para la llegada de los marcianos, la culpa era exclusivamente suya. Los acontecimientos del siglo anterior en general, y de los decenios anteriores en particular, deberían haberlos preparado.

Se podría afirmar que la preparación, en un sentido amplio del término, había comenzado mucho antes: desde que la humanidad supo que la Tierra no era el centro del universo, sino sólo uno entre varios planetas que giran alrededor del mismo sol, se hicieron cábalas con la posibilidad de que otros planetas estuvieran habitados, ya que lo estaba la Tierra. Pero por falta de pruebas que las corroboraran o desmintieran, se mantuvieron en un plano puramente filosófico, como las conjeturas sobre cuántos ángeles pueden bailar en la cabeza de un alfiler o si Adán tenía ombligo.

Digamos, pues, que la preparación comenzó en serio con Schiaparelli y Lowell, sobre todo con Lowell.

Schiaparelli fue el astrónomo italiano que descubrió los canali de Marte, aunque nunca afirmó que fueran construcciones artificiales. La palabra canali sólo significa "canales". Fue Lowell, un astrónomo estadounidense, quien quiso entender otra cosa. Fue Lowell quien, después de estudiarlos y dibujarlos, inflamó primero su imaginación y más tarde la de la opinión pública al declarar que, sin lugar a dudas, los canales eran artificiales: una prueba inequívoca de que Marte estaba habitado.

Es cierto que pocos astrónomos apoyaron la tesis de Lowell. Algunos hasta negaron la existencia de los canales o alegaron que sólo eran ilusiones ópticas; otros los explicaron como simples accidentes geográficos, sin ninguna relación con los canales artificiales. Pero el grueso de la opinión pública, que siempre tiende a recalcar lo positivo, eliminó lo negativo y apoyó a Lowell. Aferrándose a lo afirmativo, exigió y obtuvo millones de palabras de conjeturas sobre los marcianos, escritas con el estilo de divulgación científica propio de los suplementos dominicales.

Más adelante, la ciencia ficción conquistó el campo de la conjetura. El sonoro pistoletazo de salida tuvo lugar en 1895, cuando H. G. Wells escribió su inigualable novela La guerra de los mundos, todo un clásico que describía la invasión de la Tierra por parte de los marcianos, que cruzaban el espacio en proyectiles disparados desde Marte mediante cañones.

Aquel libro, que alcanzó una fama tremenda, contribuyó en gran medida a preparar la Tierra para la invasión. Y un homófono de Wells, un tal Orson Welles, aumentó la contribución: en 1938, en la víspera del día de Todos los Santos, emitió una dramatización radiofónica de la novela de Wells y demostró, aunque involuntariamente, que muchos de nosotros ya estábamos dispuestos a aceptar la verosimilitud de una invasión de los marcianos. Miles de personas de todo el país, que habían sintonizado el programa con retraso y que, por tanto, no habían oído el aviso de que se trataba de una obra de ficción, lo tomaron por un reportaje y creyeron que los marcianos habían aterrizado realmente y nos estaban dando una paliza de órdago. Según su personalidad, unos corrieron a esconderse debajo de la cama y otros salieron a la calle, armados con escopetas, en busca de marcianos.

La ciencia ficción empezaba a florecer; pero también la ciencia misma, porque en lo relativo a la primera, cada vez resultaba más difícil dirimir dónde terminaba la ciencia y empezaba la ficción.

Cohetes V-2 que cruzaban el canal de la Mancha y caían en Inglaterra. El radar, el sonar...

Después, la bomba atómica. La gente ya no dudaba que la ciencia pudiera conseguir cualquier cosa que se propusiera. La energía nuclear.

De White Sands (Nuevo México) despegaban cohetes experimentales que salían de la atmósfera. Se planeaba la construcción de una estación espacial en órbita de la Tierra. En poco tiempo, la Luna.

La bomba de hidrógeno.

Los platillos volantes. Evidentemente, ahora sabemos qué eran, pero en aquella época no se sabía aún, y mucha gente estaba firmemente convencida de su origen extraterrestre.

El submarino atómico. El descubrimiento de la metzita, en 1963. La teoría de Barner, que demostraba que Einstein estaba equivocado y sí que era posible sobrepasar la velocidad de la luz.

Podía suceder cualquier cosa, y muchas personas esperaban que sucediera.

No se trataba de un fenómeno puramente occidental; en todo el mundo había gente dispuesta a creer cualquier cosa. En Yamanashi hubo un japo que afirmaba ser marciano; lo mató una muchedumbre que aceptó su palabra. En 1962 se produjeron disturbios en Singapur, y es sabido que la rebelión filipina del año siguiente fue instigada por una secta secreta de los moros, cuyos miembros afirmaban estar en comunión mística con los venusianos y actuar bajo su guía y consejo. Además, en 1964 se produjo el trágico caso de dos pilotos de las fuerzas aéreas estadounidenses que se vieron obligados a efectuar un aterrizaje de emergencia con el estratorreactor experimental en el que volaban. Tomaron tierra justo al sur de la frontera, donde fueron liquidados de inmediato y con entusiasmo por los mexicanos que, al verlos salir del avión con los cascos y los trajes espaciales, los tomaron por marcianos.

Sí, deberíamos haber estado preparados.

¿Y para la forma en la que vinieron? Sí y no. La ciencia ficción los había presentado de mil maneras distintas; sombras altas y azules, reptiles microscópicos, insectos gigantescos, bolas de fuego, flores móviles... Lo que se les ocurra. Sin embargo, la ciencia ficción había evitado cuidadosamente el tópico, y el tópico resultó ser exacto. Realmente, eran hombrecillos verdes.

Aunque con una diferencia, y menuda diferencia. Nadie podía haber estado preparado para eso.


Como muchas personas siguen pensando que esto tuvo algo que ver con el asunto, tal vez convenga puntualizar que 1964 no empezó de forma sustancialmente distinta de la docena de años que lo precedieron.

Si acaso, empezó ligeramente mejor. La recesión relativamente leve de principios de la década de 1960 había terminado, y la bolsa alcanzaba nuevos máximos.

La guerra fría seguía ultracongelada, y el congelador no mostraba más signos de explosión inminente que en ningún otro momento posterior a la crisis de China. Europa estaba más unida que en ningún otro momento posterior a la Segunda Guerra Mundial, y una Alemania recuperada retomaba su lugar entre las grandes naciones industrializadas. En los Estados Unidos, los negocios iban viento en popa, y en casi todos los garajes había dos coches. Hasta Asia sufría menos hambrunas que de costumbre.

Sí, 1964 había empezado bien.


La llegada de los marcianos

Uno

Momento: El jueves 26 de marzo de 1964, hacia el anochecer.

Lugar: Una cabaña de dos habitaciones en mitad del campo, en una zona desértica de las cercanías (es un decir; se encontraba a kilómetro y medio del vecino más cercano) de la localidad de Indio, en California, a casi doscientos cincuenta kilómetros al este y un poco al sur de Los Ángeles.

Se levanta el telón y aparece: Luke Deveraux, solo.

¿Por qué empezamos con él? ¿Por qué no? Por algún lado habrá que empezar. Y cabría esperar que Luke, dado que era escritor de ciencia ficción, estuviera mejor preparado que la mayoría de la gente para lo que estaba a punto de ocurrir.

Les presento a Luke Deveraux. Treinta y siete años de edad, metro setenta y ocho de estatura y, en ese momento, sesenta y cinco kilos de peso. Tocado con una mata de pelo rojo y rebelde que nunca se queda en su sitio sin fijador, y nunca usaría fijador. Debajo del pelo, unos ojos azules bastante claros con una mirada que, con bastante frecuencia, resultaba distraída; los típicos ojos ante los que el observado no acaba de saber nunca si lo están mirando de verdad. Debajo de los ojos, una nariz larga y estrecha, razonablemente centrada en una cara moderadamente alargada que no se ha afeitado en las últimas cuarenta y ocho horas, como mínimo.

Vestido en el momento del suceso (20:14, hora de la Costa Este) con una camiseta blanca estampada con las letras YWCA en rojo, unos vaqueros desteñidos y mocasines bastante desgastados.

No se dejen engañar por las siglas de la Young Women Christian Association; Luke nunca ha sido ni será miembro de dicha organización. La camiseta pertenece o pertenecía a Margie, su mujer o su ex mujer (Luke no lo sabía a ciencia cierta; ella había pedido el divorcio siete meses antes, pero todavía faltaban cinco para la sentencia definitiva). Al abandonar el domicilio conyugal, Margie debía de haberse dejado la camiseta entre las de Luke. Normalmente no se ponía camisetas en Los Ángeles, de modo que no la había descubierto hasta esa misma mañana. Le quedaba bien, porque Margie era bastante grande, y había decidido ponérsela y sacarle aunque fuera un día de utilidad, ya que estaba solo y en el desierto, antes de degradarla a la categoría de trapo para limpiar el coche. Aunque se hubieran separado de forma más amistosa, no habría tenido sentido que se la enviara ni que se la devolviera en persona; Margie se había divorciado de la YWCA mucho antes de divorciarse de él, y no la había usado desde entonces. Tal vez la hubiera dejado entre sus cosas para gastarle una broma, aunque teniendo en cuenta de qué humor estaba cuando se marchó, lo dudaba.

Más adelante, ese mismo día, pensó que si la había dejado a modo de broma, le había salido el tiro por la culata: cuando la había encontrado estaba solo, y además le quedaba bien. Y si su intención era que pensara en ella al encontrarla y se sintiera mal por lo sucedido, también había metido la pata. Evidentemente, pensaba en ella de vez en cuando, con camiseta o sin ella, pero no lamentaba su separación en absoluto. Luke se había enamorado de nuevo, y de una chica que era opuesta a Margie en casi todos los aspectos. Se llamaba Rosalind Hall y trabajaba de taquígrafa en la Paramount. Estaba coladito por ella. Chiflado por ella. Loco por ella.

Sin duda, aquello era un factor que había contribuido al hecho de que en aquel momento estuviera solo, en aquella cabaña y a kilómetros de la carretera asfaltada más cercana. La cabaña pertenecía a un amigo suyo, Carter Benson, que también era escritor. Carter la usaba ocasionalmente en épocas como aquella, es decir, durante los meses más frescos del año, con la misma finalidad que le estaba dando Luke: buscar la soledad en busca de un argumento que le sirviera para ganarse la vida.

Aquella era la tercera noche que pasaba Luke en la cabaña, pero todavía estaba buscando y no había encontrado nada, salvo la soledad. De eso andaba sobrado. No había teléfono, no llegaba el correo y no había visto a otro ser humano ni siquiera de lejos.

Sin embargo, tenía la impresión de que aquella misma tarde se había empezado a formar el germen de una idea. Algo que todavía era poco sólido, demasiado vago para plasmarlo en el papel, ni siquiera como esquema. Algo tan impalpable, quizá, como el rumbo de los pensamientos, pero algo. Esperaba que fuera un principio y, en cualquier caso, suponía todo un avance en relación con la forma en que le habían ido las cosas en Los Ángeles.

Estaba sufriendo el peor bajón de su carrera de escritor. Se estaba volviendo loco, casi literalmente, porque no había escrito una sola palabra durante varios meses, situación que empeoraba la presión de su editor, que le enviaba carta tras carta desde Nueva York, por correo aéreo, para que le diera al menos un título que incluir en el catálogo. Quería saber cuándo terminaría el libro y para cuándo podrían programar la edición, y teniendo en cuenta que le había adelantado quinientos dólares, tenía derecho a preguntar.

Al final, la pura desesperación, y hay pocas desesperaciones más puras que la de un escritor que quiere escribir y no puede, lo empujó a pedirle a Carter Benson que le diera las llaves de la cabaña y le permitiera usarla durante el tiempo que le hiciera falta. Por suerte, Benson acababa de firmar un contrato de seis meses con un estudio de Hollywood y no la necesitaría, por lo menos, hasta entonces.

Así que allí estaba Luke Deveraux y allí iba a estar hasta que encontrara un argumento y empezara el libro. No haría falta que se quedase a terminarlo; cuando lo tuviera en marcha, podría continuar en su hábitat natural y sin necesidad de renunciar a las veladas con Rosalind Hall.

En aquel momento llevaba tres días caminando de un lado a otro, intentando concentrarse, desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde, sobrio y, en ocasiones, a punto de perder la cordura. Como sabía que era contraproducente forzar el cerebro, de noche se permitía descansar, leer y tomar unas copas. Concretamente, cinco copas: la cantidad justa para relajarse sin emborracharse y sin tener resaca a la mañana siguiente. Las tomaba cuidadosamente espaciadas hasta las once en punto de la noche, la hora que había elegido para irse a la cama durante su estancia en el páramo. Siempre había pensado que no había nada como la regularidad, aunque hasta entonces no le había servido de gran cosa.

A las ocho y catorce se había servido la tercera copa, que debía durar hasta las nueve, y acababa de echar el segundo trago. Intentaba leer, pero no lo conseguía, porque su mente se negaba a concentrarse en la lectura e insistía en pensar en la escritura. Las mentes suelen tener esas manías.

Y probablemente porque en ese momento no la estaba buscando, se encontró más cerca que en mucho tiempo de tener una idea para una novela. Sin darle mucha importancia, se preguntó qué pasaría si los marcianos...

Llamaron a la puerta.

Luke la miró con sorpresa durante un momento, antes de dejar la copa a un lado y de levantarse. La noche era tan silenciosa que no se podría haber aproximado ningún coche sin que lo oyera, y no le parecía posible que alguien hubiera ido caminando hasta esa casa.

Llamaron otra vez, con más fuerza.

Luke se acercó a la puerta, abrió y echó un vistazo al exterior bajo la intensa luz de la luna. Al principio no vio a nadie, pero luego bajó la mirada.

-Oh, no -dijo.

(...)


Publicado en La Insignia por cortesía de Gigamesh

 

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