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21 de diciembre del 2007

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Cultura

Neruda, Carpentier y Cortázar:
Las ceremonias del aniversario (I)


José Ramón García Menéndez (*)
La Insignia. España, diciembre del 2007.

 

La historia no administra
caricias ni latigazos.
La historia no es maestra
de nada que nos ataña.
Comprenderlo, no sirve
para hacerla más verdadera o más justa.
-Eugenio Montale-


Estoy ordenando papeles y archivando diversa documentación correspondiente al curso 2004-05 y rememoro ahora, a finales del 2007, la participación en diversos actos académicos y seminarios sobre el papel que desempeñaron diversos escritores e intelectuales latinoamericanos no sólo en el panorama literario sino, también, como forjadores de opinión y de influencia política tanto en la región como en Europa.

Esta presencia se debió especialmente al azar de una triple coincidencia. En efecto, a lo largo de 2004 se conmemoraron diversos aniversarios de significación para la literatura latinoamericana. El centenario del nacimiento de Pablo Neruda y de Alejo Carpentier y el vigésimo año del fallecimiento de Julio Cortázar motivaron los diversos ceremoniales que integran el ritual de los aniversarios. Aquí y allá, con diferentes expresiones culturales, los círculos académicos otorgaron contenido a reuniones científicas en torno a la vida y obra de estos ilustres moradores del Parnaso Literario de América.

Mi participación en estos actos -debo confesarlo sin rubor- fue "científicamente" disolvente y "políticamente" disidente; y mi papel, economista considerado científico social al que le interesan todas las dimensiones de la sociedad que no sólo es referente analítico sino, además, espacio vital en el que nos desempeñamos como ciudadanos y como observadores cualificados. Por tanto, nuestro interés por todos los aspectos de las manifestaciones en sociedad, incluídas las literarias, chocó contra el academicismo de los críticos literarios oficiales y contra la corrección del club de los exegetas. Pero lo cierto es que la Historia, proceso de grandes fuerzas, también se abona con las pequeñas "historias" sobre zancadillas y mezquindades, humillaciones y comportamientos contradictorios. Relatos y anécdotas que, a veces, se convierten justamente en testimonios y categorías, y que se recogen en la distancia corta, en las tertulias y en las memorias, en un epistolario recién descubierto, en una vivencia casi olvidada. Fuentes orales, documentales, que forman parte de una instancia que también es pretendida monopolizar por los "hermeneutas acreditados" que actúan como letrados de oficio en litigios ajenos. Pero esta batalla, a mi juicio, la tienen perdida de antemano si cualquier científico social, por dispar que sea su origen, contribuye a la mejora del conocimiento de la sociedad sin detenerse en fronteras disciplinares artificiosas y arbitrarias, que generan exclusión interesada y limitan el horizonte científico y la colaboración interdisciplinar. Sería, sin duda, otra batalla ganada contra el oscurantismo de los seudoespecialistas.

En este sentido, en mi opinión, también existe una intrahistoria literaria, política y profesional de no menor interés para entender algunas de las claves que ayudan a desbrozar la maraña de inquietudes y servidumbres que subyacen en la labor creativa y que explican las reacciones -a veces, tan sorprendentes- de quienes reconocemos como genios literarios que nos permiten, cuando leemos su obra, tanto recrear universos desconocidos como aproximarnos a la realidad que constituye el entorno social, político, económico, cultural, que circunda al autor y a su trabajo literario.

Simultáneamente, proliferan actos y cenáculos críticos en los que apologetas oficiales y desolladores críticos diseccionan la proyección intelectual y el anecdotario de poetas, novelistas y ensayistas tan ilustres sin contribuir, de modo significativo, al estímulo colectivo de lectura de una obra tan gigante -por diferentes motivos- como la de Pablo Neruda, Alejo Carpentier y Julio Cortázar. Es más, la aproximación a la biografía y obra de escritores latinoamericanos que han dejado huella indeleble en la literatura contemporánea permiten, también, contrastar algunas de las grandezas y de las mezquindades personales y gremiales que explican la historia no sólo del pensamiento y de la cultura sino, además, las contradicciones, luces y sombras de la trayectoria social, política y económica de América Latina.

Durante algunos años del gobierno militar en Chile, la insigne revista Araucaria se publicó en Madrid y en ella colaboraba el periodista Luis Alberto Mansilla, quien relataba, en un reciente encuentro entre colegas y amigos admiradores de la obra nerudiana, su infructuoso encuentro con Alejo Carpentier en 1980 para solicitarle una entrevista. Carpentier era, entonces, agregado en la embajada de Cuba en Paris y padecía los estragos galopantes de su enfermedad. Sin embargo, el escritor cubano puso una condición inexcusable para la entrevista: solamente aceptaba si se publicaba un párrafo introductorio en el que se destacara que lo referido sobre él en las memorias de Pablo Neruda, Confieso que he vivido, más que injusto e injustificable era, en palabras del propio Carpentier, "una infamia, una canallada contra un escritor de Cuba". Por supuesto, conociendo el predicamento del poeta en su tierra natal y su significación literaria y política, la condición no fue aceptada por la dirección de Araucaria.

La anécdota es significativa pues no sólo muestra la pugna entre celebridades del mismo signo que se repelen sino, más bien, informa de un pulso personal cuyo origen se remonta a las vísperas de la Guerra Civil española y continúa con especial acritud en la etapa del gobierno de la Unidad Popular presidido por Salvador Allende cuando nombra embajador de Chile en Francia a Pablo Neruda. En París residía por entonces Carpentier pues se desempeñaba, como dije, en la agregaduría cultural de la embajada de Cuba cuyo titular, Baudilio Castellanos, era considerado despectivamente por el laureado poeta chileno como "un mediocre completamente libre de toda contaminación literaria", según testimonio de Jorge Edwards.

A quienes hemos recorrido el largo itinerario para visitar en un devoto peregrinaje literario las diversas casas que habitó el orfebre de "Canto General" (incluso la mansión en un acantilado escondido de Capri frente a la costa napolitana coronada por un Vesubio taciturno), sabemos que su presencia fue y es "excesiva". Los "excesos" de Neruda (como incansable amante de mujeres y de disfraces, pertinaz coleccionista de toda serie de antigüedades, fetichista adorador de mascarones de proa, vanidoso rapsoda de timbre aflautado, amigo de sus amigos, equidistante con sus camaradas, lector voraz y voraz gastrónomo, así como compulsivo creador de cócteles, entre otras actividades predilectas) eran conocidos por todos los ambientes políticos y literarios de la época y, en buena parte, se debía a la difusión hinchada y, en ocasiones, grandilocuente del propio Neruda sobre algunas de sus más conocidas "hazañas" que escenificaba ante sus incondicionales en su particular bar de Isla Negra.

Allí, ante el Pacífico infinito y entre botellas vacías fechadas y firmadas por amigos que compartieron el vino de la amistad en unas inolvidables veladas, Neruda relataba emocionado cómo los viejos marineros de un puerto mexicano honraban la figura de mujer de un refinado mascarón de proa, barnizado con temple de marfil que hacía destacar un generoso pecho al aire como si la imagen de la Virgen del Carmen se apareciera milagrosamente en los suburbios costeros de Acapulco bajo la advocación de una gallarda república de Renoir.

Como en tantos casos, las características personales de un determinado escritor -no ajeno a las vicisitudes, fobias, filias, debilidades y complejos de todo mortal- no encajan con la exquisita sensibilidad de su obra artística. En este sentido, la desmesura de Neruda, incluso en sus trazos geniales, era similar a la acidez de sus opiniones corrosivas, prepotentes y, con frecuencia, mezquinas. Formaban parte del mismo personaje aunque sus enemistades literarias lo consideraran un ogro narcisista con una voz monótona, entre atiplada y mortecina, que reventaba el delicado verso de sus poemas de amor con el sonsonete nasal de un recitado monocorde y gallináceo.

Sin duda, Neruda fue consciente de la distancia visceral entre apologistas y detractores no sólo del poeta sino, también, del personaje público. No soy ajeno a este tipo de amores literarios y artísticos turbulentos en los que la frontera entre la pasión adolescente y el odio fraticida es una línea imperceptible. Lo comprobé personalmente a la largo de una estancia de investigación en la sede de Santiago de Chile de la Comisión Económica para América Latina, en el año académico 1999-2000, cuando asistí casi diariamente a la tertulia literaria de La Unión Española -un "café" de rancio abolengo de la calle Nueva York en el que se servía de forma preferente vino "borgoña con frutilla"- y varios colegas universitarios y diplomáticos chilenos relataban toda suerte de anécdotas de y sobre Neruda, muchas de ellas apócrifas pero que ya forman parte de la intrahistoria doméstica de la literatura española en buena parte del siglo XX.

Lo mismo me sucedió hace algunos años cuando tuve la oportunidad de conocer en Santiago de Compostela a José Cayuela, agregado cultural de la embajada chilena en Madrid, quien contaba cómo, en plena II República, se enamoró Neruda de la "casa de las flores", en el barrio de Argüelles, de arquitectura vanguardista y feraces balcones de los que colgaban multicolores geranios. Allí, entrando por el número 19 de la calle Gaztambide, Neruda ocupó con su compañera María Antonieta Hagenaar, javanesa originaria de Holanda, un piso decorado con máscaras de la India, confraternizó con sus amigos españoles y escribió una parte de su mejor obra poética. El mismo Neruda recordaba que en la Casa de las Flores, "la luz de junio se desparramaba sobre su terraza iluminando el pan de la poesía".

También es cierto que Neruda anidó en estos meses fobias y enemistades debido, con frecuencia, a motivos tan irrelevantes como pueriles. Incluso por celos de todo tipo (casuales, provocados) en el siempre sorprendente ambiente diplomático de Madrid en la II República. Neruda contribuyó a esta carrera de descalificaciones, por ejemplo, con sus testimonios contradictorios respecto al comportamiento de la representación diplomática chilena con Miguel Hernández. En ocasiones, Neruda acusó directamente a la embajada chilena de insensibilidad ante la petición protección de Miguel Hernández ("nuestro pastor-poeta de Orihuela", como gustaba Neruda en presentarlo en los cenáculos poéticos) y, en otras ocasiones, explicita por escrito su sorpresa ante la negativa de Miguel Hernández en embarcarse hacia América cuando las tropas franquistas cercan Madrid, una actitud personal que le supondrá la cárcel y su prematura muerte entre rejas.


(*) Universidad de Santiago de Compostela (España). Correo electrónico: Iberoam[arroba]usc.es

 

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