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18 de enero del 2005 |
Entrevista con Félix Ovejero Lucas Izquierda y nacionalismo (I)
Miguel Riera
-En un artículo publicado el El País hace unas semanas señalabas la incompatibilidad entre ser de izquierdas y ser nacionalista. Sin embargo, es un hecho evidente que hay personas que son de izquierdas y que también son nacionalistas.
-También hay gente que se dice de izquierdas y cree que está bien pegarle a su pareja. Que dos tesis sean incompatibles no quiere decir que no existan personas que sostengan las dos tesis incompatibles. También hay quien cree que el Sol da vueltas en torno a la Tierra, pero no por ello su creencia es correcta. Lo que trataba de decir es muy sencillo. Se resume en dos ideas. La primera: la izquierda sólo puede defender ideas nacionalistas instrumentalmente, porque cree que el nacionalismo sirve a otros propósitos emancipadores más básicos. Y sucede que el nacionalismo, por definición, no puede ser instrumental, no busca razones ulteriores, porque entonces deja de ser nacionalismo. Para el nacionalismo los intereses de los míos, simplemente porque son los míos, tienen prioridad sobre cualquier otra consideración, vencen cualquier principio de justicia. Y la segunda es que todas las razones instrumentales a las que se puede apelar, todos los valores que identifican a la izquierda (la igualdad, el control democrático, la libertad para elegir la propia vida), cuando se miran de cerca, tienen implicaciones antinacionalistas. En fin, la cosa es vieja: ¿qué tienen en común el tipo que vive en Pedralbes y el que vive en Cornellá? El azar de que dos personas formen parte de la misma nación no es una razón para que deban establecer vínculos morales o de interés especiales. Razón atendible quiero decir. Razones psicológicas hay muchas, incluso en situaciones de escasa identidad compartida. Al cabo, cuando en un grupo separas a los individuos por el número del DNI, los pares descubren afinidades, identidades, entre sí y diferencias con los impares. Y sienten que sus causas son las suyas. -¿Por qué dices que cuando se miran de cerca valores como el control democrático o la igualdad se ve que contienen implicaciones antinacionalistas? -Los Estados democráticos se conforman como unidades de justicia y de decisión política. Los ciudadanos mantienen derechos y obligaciones que los comprometen mutuamente y participan en las decisiones políticas. Los derechos son universales, los mismos para todos y se tienen en tanto que ciudadanos. No, como sucedía en el feudalismo, por pertenecer a cierto grupo o vivir en cierto territorio. Cuando hoy escuchamos a la izquierda recuperar ese léxico de los pueblos de España, como si fueran entidades naturales, sujetos de valoración moral, uno no puede por menos de pensar que se está volviendo al antiguo régimen, cuando los distintos territorios tenían privilegios, fueros en virtud de sus particulares acuerdos pactados con los reyes. Basta con pensar en el trasfondo de la singular polémica que se desarrolla en Cataluña acerca de las balanzas fiscales. La discusión, por supuesto, tiene detalles técnicos que no es cosa de comentar ahora -aunque hay presentaciones razonablemente accesibles en Revista de libros y, algo más complicada, en Papeles de economía-, pero lo que me interesa destacar es la concepción general, el trasfondo. La propuesta de pagar por ingresos y recibir por necesidades es defendible para los individuos. Es un principio general de justicia que tiene validez general, viva cada uno donde viva. Pero Cataluña como tal no paga o recibe servicios. Es natural que un barrio acomodado tenga un saldo negativo, pero no porque "se explote al barrio", sino porque los que viven por allí son ricos. El barrio no paga impuestos ni es explotado. Cuando se acepta ese léxico interclasista se está escamoteando que los catalanes no son una familia y, como siempre ha sucedido con la retórica nacionalista, por debajo de los intereses de la patria se encubren los conflictos de clase, las desigualdades. Lo que a alguien de izquierda le ha de preocupar no es que el catalán promedio pague más. Porque el catalán en promedio no existe, no paga impuestos. Hay uno que gana 999 y otro que gana 1, pero no hay un catalán promedio que gane 500. Si en un lugar se concentran muchos que ingresan 900, los pobres que vivan por allí no estarán por ello más explotados impositivamente. Al que recibe uno lo que le debe preocupar es que el que gana 900 pague lo que tiene que pagar y que él reciba lo que le corresponda y si es de izquierdas también le debiera preocupar que en Extremadura pase lo mismo. La cosa es más grave respecto a la democracia. Cuando se sustituyen los ciudadanos libres e iguales por los pueblos y se añade la perpetua amenaza de que, si no nos gustan las decisiones, nos vamos, se pervierte el ideal democrático. La democracia presume que las decisiones adoptadas por todos, nos comprometen a todos. Si los ricos pudieran decir "si no nos gusta lo que se decide, nos vamos con lo nuestro y formamos otra comunidad política", habríamos sustituido la democracia y la deliberación por la amenaza y la negociación, ya no se impondrían las mejores razones y los criterios de justicia, sino la fuerza. Los representantes políticos se convierten en embajadores, esto es, deja de funcionar deliberación democrática, sustituida por el trapicheo de votos a para obtener beneficios para los "míos". En democracia, si las condiciones de democracia se respetan, si todos pueden expresar sus puntos de vista, y sus derechos se garantizan, no cabe discutir la propia comunidad democrática. La democracia requiere que nadie pueda amenazar con escapar a las decisiones democráticas si no le complacen. -Presumo entonces que en tu opinión expresiones como "España es una nación de naciones" o la idea de plurinacionalidad deberían carecer de sentido desde una perspectiva de izquierda... -La única nación defendible normativamente, desde una sensibilidad emancipatoria, es la de los ciudadanos libres e iguales, la que arranca de las revoluciones democráticas. Es la que funciona como un ideal, la que nos sirve, por ejemplo, para criticar las democracias "realmente existentes" cuando pervierten la igualdad de poder entre los ciudadanos, por ejemplo, a través de unas formas de propiedad que aseguran amplios poderes discrecionales sobre aspectos importantes de la vida colectiva. Esa nación, francesa, republicana, permite realizar un ideal de justicia, aunque sea limitado territorialmente. Por supuesto que en ella conviven individuos con distintas biografías, con distintas características, algunas de las cuales pueden dar pie a algo parecido a pautas de comportamientos compartidos y relevantes desde el punto de vista de formas de vida comunes. Y no hay que pensar en que las más fundamentales sean las "nacionales". Podemos pensar, por ejemplo, en mujeres, campesinos, jóvenes, grupos religiosos, hasta en quienes conviven en las mismas circunstancias climáticas y ecológicas, que, desde luego, condicionan los modos de vida y las culturas más que cualquier otra cosa. Pero lo que no tiene sentido es volver a la idea de reunión de pueblos, como si fueran unidades homogéneas, impermeables a la historia, a la biografía de las personas. Y esa es la idea de los nacionalistas: una esencia, un momento histórico, que es el que se privilegia, y lo demás es contaminación, invasión, pero no lo genuino, no lo verdaderamente "propio", identidad verdadera. No importa si después, durante un siglo, se producen mil acontecimientos. No importa si el 65% de los catalanes actuales tenemos nuestras raíces fuera de Cataluña. Todo eso será simple injerto, corrupción de la pureza originaria. No hay mejor ejemplo de eso que la absurda idea de "lengua" propia, de una lengua que es la de un territorio, sin que importe lo que hablan las personas de por allí. No hay la lengua propia de "Cataluña", hay la lengua de los catalanes, que, por cierto, tienen como lengua mayoritaria y como lengua común el castellano. El hecho de que desde finales del siglo XV se imprimieran en Cataluña tantos o más libros en castellano que en catalán se podrá atribuir a que el castellano era lengua de cultura, pero el uso de las gentes en su prácticas de cada día, cuando compra, ama o se comunica, nada tiene que ver con imposiciones o reputaciones. -¿Cómo definir entonces la nación? -No conozco una definición satisfactoria de nación. Eso podría ser un problema de principio. Nos sucede con muchos términos. Nos pasa con "belleza" y, también, en teoría política, por ejemplo, al referirnos a tradiciones de pensamiento. Sin embargo, el problema no es ese. En principio, no hay por qué pensar que "nación" cae del lado de "liberalismo" o "belleza" y no del de "clase social" o "átomo", conceptos perfectamente específicables. El problema es de algo más que palabras, apunta a problemas políticos reales. Cuando miramos las definiciones vemos que la mayor parte de ellas al final derivan en identidades esencialistas, en purezas raciales o culturales, en una lista de características que definen al ciudadano fetén, o bien en tautologías más o menos veladas, como sucede con la idea de "nación es un conjunto de individuos que creen que son una nación", en donde se introduce la palabra a definir en la misma definición. En realidad "nación" no es un término analítico, sino de uso político. Tienen razón los estudiosos sobre estos asuntos, la mayor parte de ellos de izquierda, que nos han recordado que el nacionalismo inventa la nación, que se inventa una tradición, por lo general un momento en la historia de la comunidad, un momento que se recrea, que se falsea, y al que se le otorga una singular capacidad para caracterizar lo que es la genuina identidad nacional, con independencia de la evolución de las sociedades. Desde ahí, desde una identidad metafísica, se pretende sostener la existencia de un pueblo que porque tiene identidad se constituye en una unidad de soberanía. Al final, el único asidero firme que queda es la nación como una comunidad cultural homogénea. Para alguien de izquierdas, las instituciones políticas no tienen que mantener otra identidad cultural que los principios cívicos que aseguren la capacidad de cada cual de elegir sus propias vidas, lo que incluye, si existe una comunidad significativa de hablantes, la posibilidad de educarte y de expresarte en la lengua que desees, la del país, es decir, la de sus ciudadanos, pero no, obviamente, que tengas asegurados interlocutores. La paradoja de los nacionalismos hispánicos es que si quieren ser mínimamente democráticos, cívicos, sólo pueden persistir a costa de no realizar sus objetivos políticos soberanistas. Porque al día siguiente de la hipotética independencia del País Vasco o de Cataluña alguien se podría preguntar cuál debe ser la lengua oficial. El único modo de seguir con el proyecto de preservar la identidad sería imponérsela por la fuerza a los propios ciudadanos, lo cual, además de paradójico (identidad, por definición, tengo siempre), es cualquier cosa menos liberal, en el sentido más elemental de la palabra liberal. De modo que la conclusión se impone: si siguen apostando por el proyecto soberanista es que abandonan cualquier horizonte cívico, cualquier idea no étnica de ciudadanía, lo cual, claro, implica la condena del mestizaje y la inmigración. Eso, claro es, siempre bajo el supuesto de la honradez, de que ese estar instalados en la contradicción, buscando una meta que se sabe imposible conceptualmente, no sea un modo de seguir obteniendo rentas políticas o mercados políticos protegidos. -Sin embargo, las élites políticas y mediáticas del ámbito de la izquierda no parecen albergar la menor duda de que Cataluña, Euskadi y Galicia son naciones, y se remiten constantemente a los pueblos catalán, vasco, gallego. Durante todo el verano Maragall ha estado insistiendo para que la Constitución reconozca formalmente la existencia de esas naciones... -Eso forma parte de esa mitología recreada, que no resiste el trato con la realidad. El único modo de hacerla inteligible es apelando a la clásica tesis romántica que relaciona lengua con concepción del mundo, de ahí salta a la identidad, y de ahí a la soberanía. Ninguno de los pasos se aguanta. A eso se añade el mito no menos romántico de un momento glorioso roto por un invasor que debe ser expulsado, la España centralista. Como si cierto día, hace tres siglos, alguien hubiese decidido imponer su identidad. ¿Qué imposición cultural se puede hacer sin medios de comunicación y sin sistema de enseñanza, cuando hasta entrado el siglo XX la mayor parte de la población es analfabeta? Las cosas son más sencillas, pura demografía y flujos económicos que llevan a utilizar las lenguas de mayor uso. En el siglo XV, Castilla, que incluía por cierto Galicia, Vizcaya, Álava y Guipúzcoa, tenía 4,5 millones de habitantes y la Corona de Aragón 850.000. En esas condiciones no resulta extraño que el castellano se extendiera y se mantuviera como lengua común y que prácticamente desde el siglo XVI el 80% de los peninsulares la utilizaran. Algo absolutamente excepcional en Europa, por cierto. En Francia, en tiempos de la revolución sólo uno de cada tres franceses hablaba francés; en Italia, en 1830, el italiano sólo lo hablaban el 3 %. En dos generaciones, en esos países la situación se había modificado radicalmente. Pasó lo mismo, y por las mismas razones, con las monedas nacionales y los sistemas de pesos y medidas. En todos esos casos fueron movimientos revolucionarios los responsables de los cambios. Y en España, hasta el franquismo, sucedía lo mismo. El Carlismo encarnaba los restos del feudalismo, del servilismo, nada de libertades ni de ciudadanía, al revés, atadura al terruño y barreras que impidan el oreo, entre ellas, muy conscientemente, las lingüísticas. Sobre esa herencia se encabalgan los nacionalismos. Lo que sucede es que los liberales y la izquierda tuvieron poco éxito. Todo esto resulta tedioso recordarlo porque al fin y al cabo la historia no justifica nada. A lo sumo nos ayuda a entender por qué las cosas son como son, pero nada nos dice acerca de cómo deben ser. Pero es que es ese el terreno del "nacionalismo de izquierdas". Se arranca de unos supuestos datos, la existencia de una identidad, y de ahí se pretende inferir un proyecto político, la necesidad de recuperar o de preservar la identidad. Hasta la guerra civil se ha dejado de ver como una guerra de clases para convertirse en una guerra del "pueblo español" agrediendo a las naciones. Así que lo primero es recordar que los datos no son así, pero es que además, de los datos, sean los que sean, no se sigue nada acerca de cómo deben ser las cosas. El truco para saltar de los hechos a los objetivos políticos pasa, como te decía, por relacionar la lengua con la identidad y ésta con la constitución de una unidad de soberanía. Lo primero, todavía en el terreno de los hechos, es falso: ningún lingüista informado sostiene hoy que una lengua conlleva una concepción del mundo en algún sentido relevante de la idea. Y lo segundo no se aguanta: quienes comparten una identidad no son sujetos de soberanía. No creo que a nadie se le ocurra pensar que las mujeres o los ancianos constituyan unidades de soberanía, por más que compartan identidad y una conciencia de identidad compartida seguramente superior a la de las "naciones". Pero al final las cosas son más sencillas. En nombre de qué una identidad -inventada o no- justifica tratos especiales o desiguales, es decir, privilegios. Quien defienda que existen unos privilegios asentados en "la historia" debería estar dispuesto a defender el antiguo régimen, la aristocracia. La idea de que hay unos pueblos que han de tener un trato especial no puedo dejar de asociarla a lo que antes te decía del trato con los reyes, a desandar lo recorrido desde la revolución francesa. Pensamiento reaccionario en estado puro. (*) Publicado originalmente en la revista española El Viejo Topo. |
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