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La insignia
2 de mayo del 2002


Al desierto se viaja con corbata


Marcos Winocur


El cuento trata de un viajero que atraviesa el desierto. El agua se le ha acabado, a lo lejos divisa una persona, corre, la interpela por agua, pagará lo que sea y ella -por toda respuesta- le ofrece corbatas en venta. ¿Corbatas en el desierto? ¿Para qué las querría? -se dice el viajero perplejo y el otro, sin comprador, se aleja.

La escena se repite dos veces más con nuevos vendedores de corbatas. El viajero, ya desesperado, ve a lo lejos un hotel. No, no es un espejismo del desierto; con sus últimas fuerzas llega y ruega al portero por agua. Déjeme pasar, pagaré lo que sea. Y el aludido contesta:
-No trae corbata puesta, no puede pasar.

El viajero muere.

Ninguno de los vendedores había informado al viajero sobre el carácter decisivo de la corbata en el desierto; sólo ella podía haberle salvado la vida. Por lo demás, la creencia del viajero viene programada según esta ecuación: el agua en el desierto es un objeto de (primordial) valor, luego se convierte en mercancia, se compra y se vende. Sin dinero, pues, no hay agua, se entiende bien. Pero ¿sin corbata...?

Efectivamente, la ecuación en el desierto había cambiado, quedando así: agua = corbata + hotel. De modo que, en lugar de dinero, corbata + hotel. Ahora bien, el viajero dio con el hotel, le faltó la corbata. Suena absurdo, pero ¡es así! La ahora percibida como nueva realidad dicta esa curiosa ley del desierto.¿Que desmiente la fe y la lógica, inamovibles hasta entonces? ¡Peor para la fe y la lógica! El desierto manda, decide cómo se accede al agua.

El viajero, en un primer acto, se da con los vendedores de corbatas, quienes le plantean el enigma y le ofrecen la solución. Pero el viajero difícilmente podría haberlo advertido y el segundo acto se precipita: su encuentro con el hotel y el portero, quien le explicita la nueva conexión para resolver el enigma. Ya es tarde, el viajero muere.

Y bien, cambiamos ahora el decorado, pero -ya verán- sin abandonar desierto, hotel y corbatas. Mudamos a otro escenario, el más vasto posible, llevando nuestro cuento al ámbito de la naturaleza física, y con motivo de la luz, componente universal. La pregunta es la siguiente: ¿cómo viaja la luz, que sin cesar nos llega de las estrellas, por el espacio? La respuesta, hasta fines del siglo XIX, fue: gracias al soporte que le presta un éter universal. Y no se concebía que sin esa suerte de malla que se encontraba por doquier, la luz pudiera viajar desde tan remotas distancias.

Los vendedores de corbatas toman el rol de los experimentos en la ciencia física. Ponen en evidencia una sorprendente nueva circunstancia: así como en el desierto se ofrecen corbatas en venta, la luz se propaga en el vacío a velocidad constante. Ambos son datos que la realidad impone a quienes la transitan, sea un viajero, sean los hombres de ciencia. Y a continuación, se cede la palabra a la teoría, que organiza los datos recibidos, a saber: las corbatas -devela el portero del hotel- son absolutamente necesarias para obtener agua en el desierto; la luz -devela la teoría de la relatividad- se propaga de por sí, el éter resulta absolutamente... innecesario. La realidad ha sido subvertida, puesta de cabeza, una nueva lectura del entorno se ha impuesto. En ese sentido -dirá el epistemólogo Popper- las teorías padecen de intrínseca falsedad: existen para ser desmentidas.

Ningún experimento dio cuenta del éter; en su búsqueda se obtuvo incluso el efecto contrario: quedó en entredicho su existencia misma como ocurrió al verificarse la constancia de la velocidad de la luz en el vacío. ¿Cómo? ¿El éter no venía a frenarla? No, puesto que, siendo de presencia universal y uniforme -se argumentaba en su defensa- no se está midiendo la velocidad de la luz en el vacío, sino en el éter, que le sirve de soporte. A estas alturas del debate, surge una llamarada: ¡el éter es indistinguible del vacío! Es decir, el éter conserva su carácter de hipótesis plausible pero del todo inútil, superpuesta, a la cual la ciencia y la epistemología le aplican la navaja que el filósofo empirista Occam pidió prestada a mamacita Naturaleza.

El éter, pues, queda dado de baja, relegado al museo de los sueños donde tal vez algún día irán a buscarlo los poetas. El portero del hotel ha surgido en el desierto para ejecutar el último acto donde el protagonista de la obra es el infeliz viajero. Como la ciencia y su aliada filosófica, la epistemología, el portero del hotel es inmisericorde. Tal cual aquéllas liquidan el asunto éter, el portero del hotel deja morir al viajero ante las vedadas puertas del agua. Y la luz, festejada por el ojo que la ve, navega indiferente por el negro que la retiene y por el blanco que la devuelve. Como cualquier otro objeto físico dotado de masa, esto es, capacidad de interacción gravitatoria, viaja en el vacío por sus pistolas.

Las ideas son cárceles de larga duración, decía el historiador Fernand Braudel. Pero un día se rompen las rejas, las viejas ideas dejan de aprisionar el cerebro, y de las nuevas se apropia la generación joven. Toca una relectura del entorno. Mamacita Naturaleza se complace, a condición de no plantearle indiscretamente por qué son las cosas así.

Al desierto se viaja con corbata.



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