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La insignia
19 de marzo del 2002


Publicidad y medios de comunicación,
o la gallina de los huevos de plomo


La abuelita 3.0


Dicen los expertos que los medios de comunicación sufren la «crisis del 11-S». Parece que estas tres palabras, usadas indistintamente para cerrar empresas, destruir empleo y bombardear países, sirven también para explicar el descenso de publicidad en periódicos, radios y televisiones.

No seré yo, vieja y atribulada pensionista, quien se atreva a contradecir a los expertos, pero puestos a hablar de los «daños colaterales» de aquel siniestro septiembre me gustaría añadir uno más a la dilatada lista: haber servido para ocultar las carencias del modelo económico que sostiene a los medios de comunicación.

El equilibrio que debe existir entre publicidad e información -la primera se acerca a la segunda buscando credibilidad, mientras que la segunda recurre a la primera para financiarse- se ha roto definitivamente en favor de los anunciantes, y nada hace pensar que la balanza vaya a volver a su sitio.

La salida a Bolsa de muchos medios les ha obligado a buscar desesperadamente ingresos y a ponerse en manos de las agencias de publicidad. En este proceso, la información se ha resentido hasta un punto de difícil retorno, y los directores, lejos de intentar recuperar la credibilidad perdida, se han puesto, a su vez, en manos de los ejecutivos de márketing, que han envuelto «el producto» en colecccionables, discos compactos y vídeos de promoción. La información, el verdadero motivo por el que una persona se rasca el bolsillo para comprar un periódico, ha sido relegada a un segundo plano.

«Hemos hecho atractivo el producto para nuestro target», dicen orgullosos los ejecutivos pateando también el idioma. «Atravesamos un ciclo adverso», aseguran después los directores, «pero las cosas volverán a su sitio cuando pase esta crisis».

Y yo me pregunto: ¿Cómo se puede abandonar la información y recuperarla después? ¿Cómo se puede dar marcha atrás cuando se habla de credibilidad? A cada paso de uno de estos «ciclos», los medios reciben una severa dentellada económica que repercute, sobre todo, en la información, y de seguir esta tendencia, no pasará mucho tiempo antes de que los periódicos se conviertan en catálogos de Carrefour, las radios en territorio exclusivo de los telepredicadores y las televisiones en alegres teletiendas. Ninguno de estos medios dará información a la sociedad, pero, eso sí, serán muy rentables.

Tal vez crean que mis críticas nacen del corporativismo, del resentimiento o de la simple senectud. Es posible, pero les aseguro que también nacen de la convicción de que la sociedad no es posible sin información.

Y si la situación en los quioscos es mala, en Internet es espantosa. La Red comenzó con mal paso cuando el mundo financiero puso en su regazo a los medios digitales y los convirtió en estafas andantes (llámenlas «burbujas» los eufemistas). Por su parte, los publicistas, animados por un medio que les permitía saber quién pinchaba sobre un anuncio, establecieron el click through como unidad para medir el rendimiento de una campaña publicitaria. Poco importaba la imagen de marca que proporcionaba la Red, la publicidad sólo funcionaría si los internautas pinchaban sobre ella, algo que nunca se había pedido a la publicidad en prensa, en radio o en televisión.

Pasada la especulación (llámenla «ajuste de mercado» los eufemistas), los supervivientes de la Red han comenzado el camino de la madurez marcados por la desconfianza, valorados injustamente e incapaces de vender el valor de su trabajo -la información- a los anunciantes. El resultado: una andanada de publicidad intrusiva, molesta e irrespetuosa con los lectores como nunca se ha visto en la historia de la comunicación.

Aquí no se trata de saber si Internet funciona -ya está funcionando- sino de saber cuándo va a funcionar un modelo que permita subsistir a los medios digitales sin renunciar a su más preciado valor ni arremeter contra sus lectores. Mientras llega ese momento, podemos hacer dos cosas: invertir o hipotecar nuestro futuro.

«Las cosas no son tan sencillas -dice mi nieto-. Tú no lo entiendes, abuela». Y es verdad, no lo entiendo. No sé cómo explicarle que estoy hablando de la información que recibirán sus hijos y sus nietos. Me siento tan vieja.



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