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12 de agosto del 2007

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Cultura

Un pequeño viaje


Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan
La Insignia. Portugal, agosto de 2007.

 

Mientras José Saramago lanzaba la propuesta de la federación ibérica y despedía al patrón que lo ha acogido en España, al menos literariamente, viajaba yo por la zona de la Beira Alta y de Oporto en un viaje de contemplación, que es lo que me gusta, acompañado por Eça de Queirós, Roberto Bolaño y Leonardo Padura en lo que se refiere a literatura.

Pasear sin prisas y sin la urgencia del movimiento ni de la acumulación de lugares, permite un disfrute inmenso. Es bien fácil; basta con no estar obsesionado con el número de fotos, ni de monumentos, ni por supuesto de postalitas ni recuerdos que hay que adquirir, fotografiar o dejarse hacer. Cuando uno viaje, no tiene más obligación que la de dejar que el tiempo pase, dejarse atravesar por él de manera tan sutil que apenas lo sienta. No hay que haber vivido grandes hazañas ni peligros; el simple disfrute es lo único que importa.

La compañía de Queirós, y la tardía y no planeada de Al Berto con sus escritos dispersos y recogidos en libro, que encontré en una simpática librería de Braga, algo destartalada, moderna pero sin estridencias y con un jardín precioso donde disfrutar de la lectura y de un pequeño almuerzo, han servido de contrapunto a la grandeza imponente de la arquitectura civil y religiosa portuguesa.

La literatura sirve de poco, pero al menos es un buen contrapunto. Me refiero, por si aún no se habían percatado, a la literatura que no pretende que el lector salte de su asiento, se irrite y se sulfure, la literatura que surge del inconformismo que el escritor percibe (y luego el lector) entre la realidad y las aspiraciones. Hay muchas novelas, muchos escritores y muchos lectores. Por las razones que sea, hay escritores y lectores que buscan novelas acomodaticias, que les reafirmen en sus prejuicios. Esta es una de las razones del auge de la novela costumbrista, más cercana a un mal tratado de antropología que a cualquier exploración mínimamente interesante de la literatura. ¿Para qué vamos a esforzarnos o a ponernos en peligro con no sé qué escritos raros cuando tenemos lo que ya sabemos y podemos tenerlo repetido hasta la saciedad? La cuestión literaria no es un simple asunto de técnica ni de argumento más o menos bien llevado. O la apuesta es grande o los resultados serán magros.

La de Queirós en sus novelas, El primo Basilio, Los Maias, El crimen del padre Amaro o La ilustre casa de Ramires es grande, aunque pueda no parecerlo. Para ello, y de manera muy especial en la última, tuvo que hacer uso de la ironía con la inteligencia suficiente como para que tampoco se notara en exceso. El contraste entre la vida monótona, cobarde y hundida en la tradición de un pobre joven portugués de familia renombrada y la novela que va inventando conforme encuentra ciertas decepciones, disgustos o contrariedades, es algo que apenas se nota y no adquiere su verdadero sentido hasta el final, cuando algunos personajes, de una manera que quiere ser compasiva y amistosa, identifican al protagonista, Gonzalo Ramires, con Portugal, pero que por un hábil juego el autor transforma en una crítica además de una carcajada sardónica.

La gran novela de los siglos XIX y XX es el territorio de la desmitificación y de la lente irónica que destroza los más sublimes misterios y las más arraigadas verdades. Como Queirós, Roberto Bolaño, Salman Rushdie, Severo Sarduy y Juan Goytisolo la han entendido del mismo modo. La rotura de la visión tópica, o costumbrista, implica también un cierto trabajo de demolición de estructuras novelísticas ya pasadas o simplemente desgastadas, sin que eso suponga un ejercicio de oscuridad. La ironía carga contra todo, y en primer lugar contra los lugares comunes literarios.

 

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