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La insignia
16 de junio del 2006


__Especial__
España, 1936-1939
Madrid durante la batalla


General Vicente Rojo
De Así fue la defensa de Madrid



Ciertamente no era Madrid durante la batalla una ciudad dominada por la pesadumbre, la angustia o el dolor. Nada de eso faltaba, y escandalosamente lo han pregonado las gentes de las derechas políticas que se quedaron en Madrid, sobre todo quienes integraban la 5ª Columna, que no eran pocas. Pero también bullía la capital con el afán de trabajo, con la entereza y el sereno valor con que se afronta una desgracia ineludible e irreparable, y con el orgullo de saber que estaba escribiendo dignamente una página de su historia. No dudo en estampar reiteradamente ese adjetivo, porque puede hacerse en justicia y en verdad.

(...) No se interrumpieron los espectáculos públicos, ni siquiera en los locales que se hallaban próximos al frente de combate o bajo el fuego de los cañones, en los ejes preferidos de éstos; a las tiendas de las calles más frecuentemente visitadas por los proyectiles, las gentes acudían por igual en busca del sedante para sus nervios y para sus estómagos; y los escolares no dejaron de acudir a las áulas, ni los niños dejaron de jugar al sol, en las plazas y paseos alejados del frente, por fortuna, sin comprender la trágica armonía y el significado de aquella terrible música que llegaba a sus oídos.

(...) La prensa se publicaba con normalidad, perturbada solamente algún tiempo por la escasez de papel. No faltaban en sus páginas discusiones o polémicas y críticas políticas, incluso al gobierno que dirigía la guerra; pero preponderaban los temas que tendían a mantener en tensión la moral de la guerra, sin prejuicio de incurrir en gravísimos errores punibles, como aquél de un periódico de la tarde que anunció para el amanecer del día siguiente el ataque que el Mando había planeado llevar a cabo en el sector de la Ciudad Universitaria, y que, naturalmente, se tuvo que suspender. Era, éste, uno de los innumerables "detalles" por donde asomaba su rostro la 5ª Columna.

Pero donde más activa se mostraba ésta era en actos de sabotaje y a través de algunos corresponsales extranjeros, cuya ira antigubernamental les inducía a transmitir al exterior los reveses de las tropas leales antes de que se produjesen, simplemente porque su lógica (la de los corresponsales) les decía, a través de sus agentes de información de los cafés madrileños, o de los cenáculos literario-derrotistas, que eran irremediables.

De tales "errores" (quiero eludir adejtivos más gruesos), uno de los más significativos fue el anuncio de la caída de Madrid, lanzada al mundo el día 8 de noviembre como un hecho consumado. Recordemos que ésa era la fecha en que según sus planes los atacantes debían penetrar en la ciudad.

Pudo suceder esto aquellos primeros días de la defensa porque había quedado semiabandonado el control censor de corresponsales de guerra extranjeros del Ministerio de Estado, al desplazarse éste a Valencia, y porque hubo quienes, en sus alucinaciones, habían visto a los soldados del Tercio de Extranjeros en la Puerta del Sol y a la caballería mora cabalgando por la plaza de España.

Tal torpeza tuvo por efecto cómico algunas felicitaciones al Gobierno de Burgos, y por efecto trágico, el descuidado paso de las líneas del frente de combate de un automóvil repleto de periodistas facciosos que venían a tomar su primer café en el Madrid conquistado. Lo tomaron, pero no en los castizos cafés de la Puerta del Sol.

Tampoco faltó ese espécimen agregado de embajada que, en la confusión de los primeros días se permitió, con actitud un tanto insolente y otro tanto estúpida, introducirse en uno de los despachos del Comando diciendo:

-¿Pero por qué no se rinden ya?
-¡Porque no nos da la gana! -fue la réplica.

En el personal civil que deambulaba yendo de un lado a otro sin saber para qué, pero en todo caso para husmear, recoger la "última noticia" de "fuente autorizada" y convertirla -más o menos hábilmente deformada- en bulo destinado a imprimir o a exaltar la moral, según la índole del sujeto o público al que se dirigiese, había de todo: los timoratos, los cínicos, los patrióticamente dominados por el afán de saber la verdad, los osados estrategas cafeteriles ansiosos de elaborar sagaces iniciativas o maniobras tácticas, para contrarestar las "torpezas" de los mandos, los inventores de máquinas de guerra infernales, los que alardeaban de su alto significado como "conscientes revolucionarios" para recabar alguina prebenda o permiso de incautación... Esos residuos sociales se mezclaban desdichadamente con los hombres de sana moral que iban a buscar un fusil para incorporarse al frente:

-Si vuelvo a casa -nos decía un robusto albañil de más de 40 años, un día del mes de noviembre- sin el fusil y sin la orden de ir al frente, mi mujer me "pela"...

O a ofrecer la colaboración que deseaba prestar su sindicato para constituir una unidad combatiente, como sucedió con los gremios de peluqueros y de vendedores de periódicos.

(...) Los habitantes de Madrid, pese a todas las dificultades, se esforzaban por dar a su ciudad un ritmo fraternal y tolerable que ya no podía ser normal ni pacífico: eran muchas las familias que no dejaban de salir a su paseo los domingos, de ir al cine con relativa frecuencia, y hasta se permitían abandonar sus viviendas para situarse en las bocacalles que desembocan en la Gran Vía, a fin de contemplar como un espectáculo el bombardeo que sobre esa arteria de la ciudad hacía normalmente al atardecer la artillería de Garabitas, lo que motivaría que el buen humor del pueblo madrileño la rebautizara con el sombrenombre de la "Avenida del 10.5".

(...) Se respetaba la propiedad y la vida. Ese pulpo gigantesco que es el Metro madrileño servía de valioso refugio contra los bombardeos, de vivienda supletoria, de parque, de maestranza; los suburbios del frente opuesto al de la batalla, que por ley natural debieron vitalizarse o congestionarse recibiendo a quienes trataran de huir del peligro, apenas vieron acentuado el ritmo de su vida, como si las gentes se considerasen obligadas a defender con su presencia las ruinas de las Vistillas, de Argüelles, de las Delicias, de Cuatro Caminos y de la Puerta del Sol, incesantemente batidos.

(...) Y es que Madrid luchaba, sufría, trabajaba, pensaba. Tenía fiebre en la acción y fiebre en el pensamiento para forjar una historia que escribían todos los hombres, los cobardes como los valientes, los vivos como los muertos y todas las instituciones: militares, políticas, jurídicas, benéficas, sociales; los ateneos, los clubs, los cafés públicos, las sociedades secretas... todo. Madrid vivía atormentadamente, pero vivía (...) No he podido olvidar aquella mirada de mis hijos pequeños, interrogante de espanto, ni aquella presión de sus bracitos, aferrados desesperadamente a mis piernas, la noche que fui a verles y me sorprendió en mi domicilio uno de los más feroces bombardeos de los Junkers alemanes.

Pero es justo decir, para deshacer las calumnias vertidas y las imágenes deformadas por los que quisieron convertirse en mercaderes de la literatura de propaganda de ambos bandos, que a pesar de todos los horrores que se nos han achacado, no hubo en Madrid motines, ni demostraciones de rebeldía o de protesta, como tampoco hubo brotes epidémicos, ni hambres colectivas, y que la capital de España, en la plenitud de su drama, supo curarse de toda clase de desmanes y de vergüenzas.

Ciertamente hubo penuria de algunos alimentos; la padecieron quienes por vivir encubiertamente en razón a sus actividades seudobelicosas, o simplemente por temor, se resistieron a inscribirse en el control que proporcionaba las cartillas para el suministro de los abastecimientos que estuvieron eventualmente racionados; no obstante, a nadie faltó lo necesario para subsistir, porque todos tenían algún punto de apoyo en las familias de los combatientes, que no dudaban en compartir sus raciones con "los de la otra acera".

La calidad madrileña era así de extremista; en el frente se batían como leones y en la retaguardia los propios luchadores o sus familiares albergaban en sus viviendas, unos, y abastecían, otros, a los que con razón o sin ella se consideraban perseguidos, cuando no adversarios.



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