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21 de junio del 2005 |
De caricias y manipulaciones (V)
La Insignia. España, junio del 2005.
V. Sobre la ceguera
Sacristán pensaba que la política de la ciencia era, fundamentalmente, política de la investigación y, como tal, a él siempre le había resultado conveniente, para cualquier reflexión, situarla en relación con la política educativa -con la que formaba parte de la política cultural general- y con la política económica -con la que formaba parte de la política sin adjetivos (28). Los problemas clásicos con los que tradicionalmente se había encontrado quien hiciera conscientemente política de la ciencia se podían describir del modo siguiente: el problema de la relación entre ciencia y libertad individual, la relación entre ciencia e igualdad o entre política de la ciencia e igualdad en sentido social. La novedad importante era, para él, que si bien el poliédrico asunto de la ideología había sido una instancia política que había puesto en crisis la hegemonía de la filosofía analítica de la ciencia, eran ya perfectamente visibles una multitud alarmante de situaciones que ponían en crisis cualquier política de la ciencia confiada y optimista: lo que estaba en entredicho no era la ideología cientificista, no era, siguiendo el modo de hablar de Ortega, el fisicalismo como ideología, como instancia filosófica, sino la física misma, el núcleo no ideológico de la ciencia. Sacristán señaló reiteradamente en sus últimos años que ya en Marx, incluso en el Marx de El Capital, podía hallarse la tesis de que las fuerzas productivas desarrolladas bajo el capitalismo (29) eran, al mismo tiempo e inseparablemente, fuerzas destructivas (30). No había novedad absoluta en la situación a la que nos enfrentábamos pero sí, en cambio, un matiz que convenía recordar: estaba mucho más fundada que en 1867, año de publicación del primer libro de El Capital, la hipótesis que sostenía que antes de que se produjera una auténtica revolución social podía producirse un desastre físico aniquilador. No había garantía alguna de que el proceso de cambio social se pudiera adelantar al socio-físico en la destrucción de nuestro marco vital por las fuerzas productivo-destructivas en curso. No sólo el futuro estaba abierto y el panorama era sombrío sino que, si la Historia transcurría por algún sendero racional, su astuta racionalidad seguía alocadas estrategias que merecían un urgente, atento y tenaz seguimiento. Usual y mayoritariamente, las principales corrientes del marxismo, y afines tradiciones emancipatorias (31), habían pensado la ciencia moderna como neto factor de emancipación. El esquema clásico de la idea de revolución podía ser presentado en los términos siguientes: se partía de la hipótesis histórico-inductiva de que las situaciones de oposición entre el crecimiento de las fuerzas productivas y las relaciones de producción que obstaculizaban su desarrollo, junto con factores singulares de compleja delimitación y de importancia no despreciable, constituían las condiciones de posibilidad de cualquier transformación social, de lo que se infería, por lo que concernía a la política de la ciencia, un progresismo sin nubes amenazadoras: la ciencia era una fuerza productiva decisiva y toda política sensata de la ciencia, desde una perspectiva de izquierda real y transformadora, tenía que consistir única y exclusivamente en su promoción irrestricta: cuanto más, mejor; cuanto menos, peor. De ello se colegía una receta simple pero fundamentada: había que asignar -o había que combatir políticamente para conseguirlo- a la tecnociencia de cada comunidad la mayor cantidad posible de recursos humanos e instrumentales. No había, no podía haber más limitación, desde una perspectiva de izquierda transformadora, que la de los medios disponibles y la sabida jerarquía de prioridades. Sin embargo, para Sacristán, el esquema anterior era por de pronto inactual. Difícilmente un autor de la segunda mitad del XIX, como fueron Marx y Engels, podía imaginarse la productividad del trabajo alcanzada a finales del siglo XX (o principios del XXI). De lo que, infería, la situación no permitía otorgar una fe sin condiciones a la manera tradicional de presentar este esquema de transformación social, mas teniendo en cuenta que, como se comentó, el mismo Marx, que sin duda también tuvo momentos de progresismo entusiasta, ya había considerado que en la época de la gran industria las fuerzas de producción tenían un carácter ambivalente (32). El mismo Sacristán sostuvo en 1979 (33) que la principal rectificación que los múltiples condicionamientos ecológicos suponían para el pensamiento revolucionario, en sus diversas tendencias marxistas o libertarias, consistía en el abandono de todo milenarismo, de toda consideración de la revolución social como plenitud de los tiempos, ansiado momento a partir del cual obrarían, finalmente, las buenas y objetivas leyes del ser, deformadas hasta ese instante por las injustas y explotadoras sociedades clasistas: no hay ni habrá paraíso terrenal, no hay sociedad humana concebible en la que se disuelvan o superen todas las contraposiciones sociales y naturales. Se imponía, pues, el definitivo abandono de toda idea amiga de la perspectiva del Juicio Final. El principio orientador de su política de la ciencia de inspiración socialista para la federación de comunidades, como gustaba decir el Sacristán tardío, exigía pues una rectificación de los modos de pensar hegelianos clásicos de las varias tradiciones marxistas. Lo razonable era defender una dialecticidad que tuviera como primera virtud práctica el principio aristotélico del mesothés (34), de la mesura, fruto de la convicción de que las contraposiciones sociales eran de tal calibre que ya no podía considerarse su resolución al modo clásico hegeliano, por agudización del conflicto, sino mediante la postulación y creación de un marco en el que pudieran dirimirse sin catástrofe. Era absurdo pensar en una solución en blanco y negro por el simple juego de supuestos factores objetivos. Esta clásica vía era simplemente irrealizable o recusable sin más: recusable si se trababa de continuar y apostar por el simple desarrollismo económico-tecnológico, dado que, en su opinión, eso acercaría a la Humanidad rápidamente al desastre; no deseable y, además, irrealizable a tenor de la experiencia histórica, que mostraba que la mayoría se apuntaría entonces, por espíritu de libertad, a lo que ya él mismo había llamado la nostalgia galileana: "En un mundo en el que nos aseguraran cierta garantía contra desmanes de las fuerzas productivas, pero a cambio de una prohibición de la investigación de lo desconocido, probablemente todos nos sublevaríamos, o por lo menos, todos los filósofos, que merecieran el nombre" (35). No es necesario insistir en que de lo anterior no debería inferirse una cansina e interminable loa contra la civilización científico-técnica. Pocas ideas eran tan ridículas para Sacristán como la creencia de que la técnica no era propiamente humana. Defender esta tesis, sin ningún matiz, evitaba a sus partidarios dos reconocimientos sustantivos y cruciales: 1º, que el riesgo del desastre estaba en la acción humana y en la misma naturaleza ("reconocer esto sería para estos especuladores renunciar a su vana ilusión del sentido del ser"), y 2º, que el riesgo denunciado tiene nombre y apellidos sociales y se encarna en la acción de grupos con poder específico creciente que son parte, o bien instrumentos, de las clases dominantes. Su consideración central sobre el papel de la tecnología contemporánea podía resumirse en los términos siguientes: 1. No existe antagonismo entre tecnología, es decir, entre técnicas de base científico-teórica, y las muy razonables preocupaciones ecologistas, sino, más bien, "entre tecnologías destructoras de las condiciones de vida de nuestra especie y tecnologías favorables a largo plazo a ésta. Creo que así hay que plantear las cosas, no con una mala mística de la naturaleza" (36). 2. Nuestra finalidad básica no debería ser adorar una naturaleza supuestamente pura, inmutable y llena de bondad, sino evitar de modo urgente que se vuelva invivible para la especie humana y otros seres vivos (37). 3. Un cambio radical de tecnología era, sin duda, un cambio sustantivo del modo de producción y, por lo tanto, de distribución y consumo. En términos clásicos, era una revolución social. En opinión de Sacristán, por primera vez, en la historia que conocemos, había que promover ese cambio tecnológico revolucionario de forma consciente e intencionada. 4. No podía afirmarse, por tanto, que los seres humanos fuéramos ahora más (o menos) perversos que los humanes de otras épocas históricas. Con independencia de que la humanidad sea mejor o peor moralmente, lo que resulta evidente es que, con la misma voluntad guerrera y dominadora de una persona de siglos anteriores, alguien que dispone de armamento químico, biológico o nuclear, de los sofisticados instrumentos de destrucción y muerte que le suministra la ciencia y la tecnología modernas, aún no siendo más perverso, puede causar más muerte y más barbarie (38). 5. El entusiasta defensor de las centrales nucleares o de otras tecnologías similares tal vez pueda sostener un argumento como el siguiente: efectivamente, la obtención de energía de origen nuclear está cargada de peligros físicos (y también políticos, por la concentración de poder que implica ese modo de obtener energía -39-), pero ocurre que nuestro planeta es un sistema finito, que las posibilidades de procurarse energía en él se van acabando y que aunque pueda haber más cánceres, más deformaciones genéticas, aunque los océanos estén repletos de residuos radiactivos que producirán quizá quien sabe qué mutaciones en la especie, la disyunción excluyente se impone: hay que tomarlo en bloque o dejarlo y, si lo dejamos, el panorama que se nos presenta tiene como eje básico la extinción de la especie por falta de energía en no demasiado tiempo o la arriesgada e insegura aventura cósmica. El argumento esgrimido, aparte de menospreciar ya en aquel entonces otras maneras de suministro energético, era, en opinión de Sacristán, fácilmente refutable porque lo único que no tomaba en consideración era la posibilidad de un cambio auténtico, no meramente publicitario, de nuestra forma de vida, la posibilidad de una verdadera revolución de nuestra vida cotidiana (40). El concepto de ciencia-técnica seguía, pues, rigiendo, tanto desde un punto de vista internalista (operacionalismo) como desde una mirada externalista (marxismo, dialéctica histórica) o desde un punto de vista integral (principio de la práctica), o incluso para su condena sin paliativos (Heidegger). No había, pues, discusión sobre el concepto fundamental u objeto de la política de la ciencia como fenómeno moderno. En cambio, suscitaban cada vez más polémica los juicios de valor poco matizados que acompañaban al sistema industrial y a la tecnociencia adosada. Pero si no resultaba aceptable ni posible un bloqueo de la investigación científica, si no era sensato un rechazo global de la tecnología pero tampoco era defendible ni deseable un mundo en el que el desarrollo tecnológico ilimitado se situara en el puesto de mando ni el clásico principio de política de la ciencia que, sin más consideraciones, defendía la asignación de los máximos recursos a investigación y desarrollo, ¿por dónde era conveniente transitar? ¿Qué política de la ciencia racionalista, amiga del conocimiento positivo, de orientación moral socialista, atenta a nuestro vulnerable hábitat natural, sensible al equilibrio y a la cordura, era razonable defender? ¿Qué principios generales deberían inspirarla?
Notas
(28) Manuel Sacristán,"De la filosofía de la ciencia a la política de la ciencia" (RUB-FMSL). |
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