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La insignia
19 de enero del 2005


Entrevista con Félix Ovejero Lucas

Izquierda y nacionalismo (II)


Miguel Riera
Reforma en Serio*. España, octubre del 2004.



-Me temo que decir que la izquierda y el nacionalismo son incompatibles conduce directamente a cuestionar la naturaleza democrática del nacionalismo. Sin embargo, en este país se han acuñado expresiones como "nacionalismo democrático" o "nacionalismo moderado" frente al "nacionalismo radical", o "violento". ¿Qué opinas al respecto?

-Desde el punto de vista de los procedimientos democráticos hay una diferencia sustancial. Y eso es muy importante, fundamental: no hay democracia si a quien piensa diferente le niegas la dignidad como persona, que es lo que sucede cuando lo amenazas de muerte. Lo pones en el dilema de que pierda la vida o pierda su dignidad callándose para poder preservar la vida. El problema con el llamado "nacionalismo moderado" es que colapsa en un montón de paradojas que sólo puede salvar si recala en un nacionalismo étnico, identitario, que, de facto, vincula la ciudadanía a la pertenencia a una comunidad cultural. Quienes no participan de ciertos rasgos, de la identidad nacional que estipulan unos cuantos, no son genuinos miembros de la comunidad política, son menos "catalanes", "españoles" o lo que sea. Por supuesto, la identidad nacional la deciden los nacionalistas sin que importe si se corresponde con lo que en realidad son los ciudadanos... Pero el problema no es de número, sino de principio democrático: el que la mayor parte de catalanes sea del Barça o católica, no quiere decir que las instituciones políticas tengan que apoyar al Barça o la religión católica.

A veces, para evitar recalar en esas tesis, que tanto nos suenan a los "genuinos españoles", "unidades de destino" o "españoles de bien", se habla de un nacionalismo cívico, como un conjunto de ciudadanos que comparten derechos y libertades. El problema es que entonces no se ve qué hay que objetar a ideas como el habermasiano "patriotismo constitucional", al reconocimiento de una comunidad de ciudadanos libres e iguales que comparten principios de justicia. Un nacionalismo de esa naturaleza, genuinamente constitucional, en un contexto en donde no existe discriminación por "razones de identidad", estaría llamado a ser paralítico políticamente. Por eso el nacionalismo no puede prescindir de una idea de nación que conduce directamente a la identidad nacional, que es, por supuesto, la que los nacionalistas estipulan.

No es casual que quienes han querido explorar la "hipótesis de la independencia" en serio se hayan encontrado con que, si jugaban a la idea de nación de ciudadanos y no querían excluir a la mitad de la población que quedaba fuera de juego, la "preservación de la identidad" se ponía en peligro. Dicho de otro modo: el único modo de preservar la identidad era saltándose a la torera los derechos democráticos. Y, por supuesto, los nacionalistas están dispuestos a hacerlo. Las preocupaciones por el mestizaje, por la pérdida de la pureza, no son excrecencias, rarezas, sino consecuencias lógicas del nacionalismo. Hay un camino inexorable que conduce directamente a la defensa de "concepciones del mundo" asociadas esencialmente a los pueblos, concepciones que deben estar presente hasta en las ONG, que, se llega a decir desde las instituciones, deben de tener "un componente nacional catalán".

Por cierto que epistemológicamente no deja de resultar llamativo que aceptemos como buenas, como verdaderas, la terminología y las creencias de los propios nacionalistas, que únicamente tienen una función política. Piensa en algunos ejemplos. Uno "positivo": hay un conjunto de individuos, los nacionalistas, que dicen que otro conjunto -más numeroso- de personas es una nación. De ahí se concluye alegremente que ese segundo conjunto es una nación, alehop!. Otro, normativo, y que, como ha mostrado Rodríguez Abascal en uno de los mejores libros que conozco sobre estas cosas, apunta al núcleo del nacionalismo: "la nación X tiene derecho a la soberanía por qué es una nación". Una falacia, claro. También hay gente que cree que los humanos hemos sido traídos de otro planeta, pero que lo crean no hace a su creencia verdadera. El hecho de que los parlamentarios de Castilla-León, por poner un ejemplo, decidan autodenominarse marcianos, no los hará marcianos. Pero es que, incluso si aceptamos que su creencia es correcta, o que basta que la tengan para que sea verdad, de ahí, de una cuestión empírica, no se sigue ningún principio normativo, como el de soberanía. Y un último ejemplo entre positivo y normativo: el uso de "discriminación" o de "injusticia". El que alguien diga de si mismo que está discriminado no prueba que esté discriminado, sino que él cree que está discriminado. Las nociones de justicia o de discriminación son precisables, objetivas. El que los ricos se sientan "discriminados" al pagar impuestos no quiere decir que lo estén. Las mujeres de la India están contentas con su situación, pero no por ello no dejan de estar discriminadas o sometidas a injusticias. Con independencia de lo que digan las victimas podemos reconocer la injusticia a la que estaban sometidos los negros que carecían de derechos en Sudáfrica o las mujeres de la India, o, aquí mismo, en virtud de otras circunstancias, cuando se les niega el acceso a determinadas posiciones en iguales condiciones de talento, o se las retribuye desigualmente.

-Pero, ¿qué pasa con el derecho de autodeterminación de los pueblos, que siempre ha formado parte de los programas de la izquierda desde sus orígenes?

-En efecto, Marx lo defendió en el borrador que había preparado para la I Internacional en 1865. Pero al año siguiente ya estaba aclarando que los beneficiarios eran las genuinas naciones, Alemania, Polonia, Italia, Hungría, en ningún caso las nacionalidades -y ese léxico es suyo- como la escocesa o la galesa. En el fondo, su pensamiento era puramente táctico, que es lo que no puede ser un derecho, algo sometido al "depende". A Marx lo que le preocupan son los ideales emancipadores y lo que buscaba era espacios políticos amplios lo suficientemente consolidados en donde realizar los ideales de democracia radical y de justicia, de igualdad.

Y es que el derecho a la autodeterminación, en realidad el derecho a la secesión unilateral si queremos ser precisos, concentra todas las inconsistencias analíticas del nacionalismo. En el fondo arranca de una suerte de comparación con las separaciones matrimoniales: si alguien no quiere formar parte de una pareja, quién puede obligarlo. Aquí no habría ningún tipo de apelación a la identidad, ni a la esencia, sólo ejercicio de libertad. Desde el punto de vista liberal, en principio, no habría nada que objetar. El problema aparece en el momento de decidir quién puede decidir que se va, quién ejerce el derecho a la autodeterminación. Si seguimos con el argumento matrimonial-liberal, cualquiera que perdiera un hipotético referéndum podría decir al día siguiente que ese nuevo club, la nueva nación, no le ha pedido permiso para hacerlo socio. La pregunta es inevitable: ¿quién es el sujeto del derecho? La respuesta "la nación" no nos sirve si entendemos nación en el sentido de "es el conjunto de individuos que quiere ser una nación", entendida esta última acepción como "voluntad de autodeterminarse". En tal caso no hace falta derecho ninguno, no hace falta votar nada: sólo ejercen el derecho a separarse quienes se quieren separar. Si quiere evitar ese absurdo, al final, el nacionalismo tiene que recalar en argumentos esencialistas: habría pueblos más "naturales" que otros, que, ellos sí, tendrían fronteras naturales, no susceptibles de ser decididas voluntariamente, dentro de las cuales el derecho de autodeterminación ya no cabría. De modo que el supuesto derecho no parece muy claro: o bien recalamos en una falsedad, en un imposible, la idea de adscripción voluntaria a los estados, o bien en esencias nacionales, en comunidades naturales, comunidades de destino, en argumentos que niegan el principio que invocan.

Esa es una idea incorrecta sobre cómo son las cosas. Los Estados, cualquier Estado, no son asociaciones voluntarias, a nadie le preguntan si quiere ser miembro. La fronteras, todas, son resultado de geografía, guerras, conquistas, enlaces matrimoniales, flujos económicos y demográficos. Los Estados no son un club social en el que uno se apunta y se va cuando quiere. La idea del Estado como una sociedad de construcción voluntaria presume una suerte de "derecho" anterior a las leyes, natural, prepolítica. Las cosas son al contrario. Precisamente porque no son asociaciones voluntarias es por lo que importan la democracia y los derechos, que se dan dentro de un espacio jurídico, dentro de una comunidad política. En un club privado, los socios pueden fijar las reglas. Por ejemplo, pueden decidir que en un gimnasio no entren los hombres o prohibir la venta de alcohol. Es una asociación voluntaria y no hay nada que reprochar. No estás obligado a entrar y si no te gusta, te vas. En una comunidad política las cosas son distintas. Ahí no caben las discriminaciones, ni las identidades obligatorias, porque cualquiera ha de tener asegurada la posibilidad de poder decir lo que le parezca. Y lo mismo se puede ver desde el otro lado: si uno se puede marchar si no le gustan las decisiones adoptadas democráticamente, entonces la democracia no existiría. De otro modo nada tendríamos que objetar a los ricos, concentrados en una región, que deciden que no están de acuerdo en pagar impuestos, que los principios de justicia de la comunidad política no sirven para ellos, y que se van. La no voluntariedad de los estados, la democracia y la justicia, que se dan siempre en un espacio político, están unidas conceptualmente.

Por eso mismo, las cosas cambian cuando faltan los derechos, cuando ciertas personas, que comparten ciertos rasgos, los que sean, se ven privadas de derechos o discriminadas. Pero en ese caso el derecho deriva de la injusticia y acaba cuando desaparece ésta. Sólo en ese sentido reparador se puede habar de derecho de autodeterminación. Lo ha contado muy bien el que acaso sea el mejor especialista sobre estas cosas, un marxista analítico por cierto, Allen Buchanan, en Self-determination, un clásico contemporáneo.

Una ultima cosa, no hay que confundir el supuesto derecho a la autoderminación con el autogobierno. La izquierda es, muy básicamente, radicalidad democrática. Todas las conquistas, todas, de lo que hoy llamamos democracia han sido arrancadas por la izquierda. Pero el control democrático de los ciudadanos, la participación, no es una cuestión de metros, de proximidad espacial, sino de transparencia, de posibilidades de revocación, de control institucional. De hecho, la proximidad espacial, que acostumbra a ser de clase, lo que produce es clientelismo, acobardamiento de medios que sobreviven gracias a su buena relación con el poder local, opacas redes de influencia entre los poderosos que se han socializado juntos y resuelven con llamadas, despachos compartidos y cenas familiares lo que se tendría que resolver en el Parlamento. Basta con pensar en la naturalidad con la que transitan los escándalos políticos en los ámbitos locales y autonómicos. Se pasa por ellos como si nada. No hay la exigencia de responsabilidades que se da en el Parlamento o la vigilancia de la prensa de ámbito nacional. El autogobierno es control democrático: explicaciones, participación, vigilancia y renovación de cargos. Lo otro, agrimensura.

-Si la cuestión es tan evidente, ¿por qué entonces hay tanta gente en la izquierda que se dice nacionalista? Y otra cuestión: ¿por qué hay aún más gentes en la izquierda que se dicen no-nacionalistas pero que de hecho no sólo toleran los principios nacionalistas, sino que asumen sus puntos de vista, los comprenden?

-Repito lo que te decía al principio de nuestra conversación, que dos ideas sean contradictorias no quiere decir que no exista gente que mantenga las dos ideas a la vez. De lo que no cabe duda es del carácter reaccionario de los nacionalismos. Hobsbawm, una de las cabezas más claras de la izquierda, nos lo lleva recordando desde hace tiempo. En el caso español, la comunión entre nacionalismo e izquierda es un fenómeno muy reciente, hijo del antifranquismo, de la represión de cualquier manifestación cultural que no fuera en castellano y, acaso, esto ya es más conjetural, de la política del partido comunista de incorporar todas las causas, y del origen social de los cuadros políticos de la izquierda. Supongo que también contribuyó la coincidencia temporal con los movimientos de liberación nacional, que, por cierto, casi siempre pretendían crear Estados ilustrados, que unificaran las diversas culturas locales, muchas de ellas cargadas de elementos feudales, racistas o directamente irracionales, un poco al modo como sucedió en América Latina un siglo antes, cuando, después de la independencia, el castellano se impone a las miles de lenguas de las comunidades indígenas. Y quizá, por intentar decirlo todo, habría que pensar que la propia falta de pensamiento medianamente vertebrado, blando conceptualmente, a la vez que dogmático, ha favorecido en nuestra izquierda una disposición a mirar acríticamente todo lo que parecía "nuevo" y "rebelde", aunque, como es el caso de nacionalismo, fuera antiguo y conservador.

Lo cierto es que, históricamente la izquierda, por sólidas razones ideológicas, ha sido antinacionalista, y el nacionalismo, salvo excepciones, pensamiento conservador, cuando no directamente reaccionario. Esto lo han dejado definitivamente claro los historiadores. En el caso vasco, pero también en el catalán. Pienso en los trabajos de Fradera, Marfany o Ucelay Da Cal, historiadores solventes, oreados en el circuito académico internacional. Y eso sucede en el diecinueve, pero también más tarde. No hay que olvidar que los fascistas italianos llegan a contemplar la posibilidad de hacer de Barcelona el origen del movimiento fascista en España aprovechando la existencia de un pensamiento nacionalista.

Pero desde el punto de vista ideológico, que es el que importa, no creo que quepan dudas. Entiéndase, hay que luchar para que los nacionalistas puedan defender sus ideas, pero eso no quiere decir que debamos defender sus ideas. Al revés, una vez asegurado lo primero, debemos examinarlas, discutirlas y criticarlas, empezando por recordarles que ellos son los portavoces de una ideología, no de una nación. Y sucede que cuando las examinamos encontramos pensamiento conservador, cuando no directamente imperial, expansionista, hasta recuperar la frontera máxima del momento del máximo esplendor.

Por lo general, y tratando de reconstruir de un modo inteligible la argumentación de la izquierda cuando se pone en modo nacionalista, se suele apelar a razones no nacionalistas, a preservar la identidad de los individuos, a la posibilidad de aumentar el compromiso cívico entre los ciudadanos o a un marco de referencia en el que cobran significado las elecciones. Eso es lo mismo que decir que lo que importa son otros valores, como la autonomía de los individuos, la igualdad o la libertad. Pero eso ya no es nacionalismo. Piensa, por ejemplo, en el caso de la identidad. Un nacionalista apela a ella por que es "lo nuestro", lo que nos constituye, lo de siempre, el origen que se quiere destino. La identidad es una y por siempre. Un pensamiento de vuelo muy corto. Al cabo, si se trata de defender la identidad, habría que defender el franquismo. O es que cuarenta años de dictadura pasan sin dejar huella, por no hablar de los trescientos años de supuesta dominación españolista. Para el nacionalismo nada de eso afecta a la genuina identidad, que, claro, si no está contaminada por la historia, sólo puede resultar inteligible bajo alguna versión laica del alma como el Rh o una Eva mitocondrial de la propia nación. Alguien de izquierda, o simplemente sensato, empezará por recordar que siempre tenemos identidad, que si a todos nos da por consumir hamburguesas y jugar al béisbol seguiremos teniendo identidad. Después reparará en que lo que importa no es la identidad como tal, que también somos machistas por biografía, pero que lo mejor que podemos hacer en tal caso, desde los valores que importan para la izquierda, es escapar a esa identidad. De hecho, lo que interesa es una comunidad política que nos asegure la posibilidad permanente de revisar y escapar a cualquier cárcel identitaria, a la tiranía de los orígenes. Pues bien, si las cosas se miran de cerca, se ve que la nación y el nacionalismo no son el mejor modo -por no decir que son el peor- de asegurar la igualdad, el compromiso cívico o los marcos de elección de las personas y, mucho más obviamente, la sensibilidad de especie, que es el problema más importante y más olvidado.

Realmente lo que más me asombra en todos estos casos es el desarme ideológico de la izquierda, la incapacidad para mirar limpiamente las ideas y discutirlas, ese trato "comprensivo" con el nacionalismo cuando es lo que es. ¿Qué quiere decir respetar o comprender una ideología? ¿Hay que respetar el machismo o el fascismo? Se respetan las personas, se puede hasta comprender que tengan una ideología. Pero eso no corrige un milímetro que las ideas se discutan, que por cierto es el único modo de respetarlas, de tomarlas en serio. En esto la actitud del nacionalismo es particularmente tramposa con su reclamación de respeto. Cualquier crítica hiere su sensibilidad. La trampa es que pretenden hacer pasar la crítica a su ideología como la crítica al pueblo en nombre del cual pretenden hablar en exclusiva. Como si ese pueblo no fuese el resultado de flujos de gentes. Y es que, al cabo, como decía uno de los protagonistas del jorobado de Notre Dame: "unos llegamos ayer y otros anteayer". Pero, ¡por Dios, cómo no vamos a poder criticar radicalmente a alguien que sostiene ideas tan profundamente reaccionarias! Lo verdaderamente inaudito es que la izquierda radical haya suscrito sin discusión alguna los puntos de vista del nacionalismo. Por lo menos discutirlos!

-Con frecuencia se dice que en el fondo lo crítica a los nacionalismos periféricos no es más que una defensa de otro tipo de nacionalismo, el español. No crees que es así?

-Esa tesis se ampara en una falacia que consiste en sostener que la negación de un nacionalismo equivale a la afirmación de otro nacionalismo, el español. Eso es lo mismo que decir que no cabe la crítica al nacionalismo porque no hay punto de vista fuera del nacionalismo, que criticar a un nacionalismo implica necesariamente estar a favor de otro nacionalismo: si uno se opone a una propuesta nacionalista, es que lo hace para defender propuestas españolistas... Con la cobardía del ejemplo, que diría Pessoa: estar en contra de que sólo se impartan dos horas de clase en castellano, ya sería nacionalismo español. Si, por ejemplo, alguien propone cuatro horas, ya sería nacionalista español.

Si queremos ser respetuosos con las palabras y la lógica, la operación correcta es otra. Lo que sería españolismo, no es la negación de la propuesta nacionalista, sino la misma propuesta, pero cambiando los protagonistas. Para seguir con el ejemplo: dos horas de catalán y el resto en castellano. Eso sería nacionalismo españolista. Más en general, creo que ese es un saludable ejercicio intelectual, darle la vuelta a las propuestas y a las tesis. Clarifica mucho. Unos cuantos ejemplos: ¿qué pensaríamos de un partido que defendiera el GAL, que homenajeara a sus miembros, y defendiera la vuelta a la dictadura, y de otro, con responsabilidades de gobierno, que saliera en defensa de ese primer partido, que le abriera sus medios de comunicación y se apoyará en él para gobernar, mientras decía que hay que suprimir los estatutos de autonomía para resolver el conflicto que plantea la existencia del GAL? ¿y de alguien que le diese por defender la recuperación de la unidad de las comunidades hispánicas, de Latinoamérica y de buena parte de Estados Unidos, porque comparten una lengua y porque en otro tiempo, hace menos de doscientos años, formaban parte de España? Todo eso nos espeluznaría. Pues eso, mutatis mutandis, incluso con menos soporte empírico, forma parte de los supuestos centrales de la estrategia política nacionalista. Que uno se oponga a esas locuras en boca de los nacionalistas, obviamente, no lo lleva a defender estas otras locuras españolistas. Y sin embargo, buena parte de nuestra izquierda ni levanta el dedo: al revés pide respeto para las locuras. La verdad es que cuando preguntas a los amigos, "bueno, pero ¿a qué te refieres en concreto cuando hablas de españolismo?", la respuesta más recurrente apela a cosas como el tamaño de la bandera de la plaza de Colón. No seré yo quien la defienda. Pero desde luego quien no la puede criticar es quien organiza actos políticos, de su propio partido, en donde se cantan más veces himnos nacionales que la internacional y se exhiben más banderas nacionales que rojas. En realidad, tengo la impresión de que si llega la república, se sentirían muy incómodos con la bandera tricolor.

A veces en realidad lo que esconde la crítica al españolismo es una simple crítica a la idea del Estado, a cualquier presencia del Estado, sea la que sea, tenga que ver con la cultura o no, como simple institución política. Algo también difícil de comprender para la izquierda. Su historia es la de una lucha por marcos, sometidos a control democrático, que permitieran realizar la justicia, la redistribución, asegurar que los poderosos no puedan someter a los débiles, la existencia de una ley que impida las dominaciones arbitrarias o despóticas, en la empresa, en la casa, derivadas de la fuerza o del dinero.

Hay otra confusión, de más calado, que también está en la trastienda de esa tesis: la confusión entre españolismo, centralismo, y control democrático. Los problemas de descentralización son en buena medida técnicos. Seguramente, para ciertos asuntos, por problemas de coordinación, y de economías de escala, lo mejor es un sistema centralizado y para otras cosas, un sistema reticular. Eso depende de los problemas a resolver. Pero es que, además, la descentralización nada tiene que ver con el autogobierno, con el control democrático de las instituciones ni, desde luego, con mayor o menor nacionalismo español. Resulta perfectamente imaginable un españolismo irrespirable y un sistema institucional máximamente descentralizado.

En realidad, un sistema máximamente descentralizado, de coordinación espontánea, como lo es el mercado, acaba en dos días con las culturas "nacionales", porque la coordinación espontánea converge hacia equilibrios que se corresponden con las convenciones compartidas o, en su defecto, las mayoritarias. Si tú tienes que vender un producto o contar las noticias en un periódico o, simplemente, contar tu vida a cuatro tipos en un bar, lo harás en la lengua común. El proceso, además, es acumulativo, por necesidad de comunicarse, de acceder a información, de trabajo, de viajes. No es resultado del ejercicio de ningún poder, sino de millones de decisiones espontáneas... La expansión del castellano en EEUU es cualquier cosa menos acción teledirigida desde un poder central. Es lo que ha pasado históricamente con monedas y sistema de pesas y medidas y también con las lenguas. Nosotros mismos hemos sido testigos de cómo ha sucedido con las tarjetas de crédito, el sistema de teléfono, los formatos de vídeo y mil cosas más. Por información, comunicación o transporte los individuos tienen razones para utilizar los más utilizados por otros individuos. Y eso, que los economistas llaman economías de red, es descentralización en estado puro.


(*) Publicado originalmente en la revista española El Viejo Topo.



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