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La insignia
21 de febrero del 2002


Razas de gente

Carnaval de luces o de sombras


Rosalba Oxandabarat
Brecha. Uruguay, 2003.

Suenan los tambores, se arman los tablados, se arremolina la gente para asomarse al corso. El viejo carnaval reaparece, olvidado de sus repiques míticos pero sumando toques de sucesivas generaciones (y administraciones municipales). Y sí, de uno y otro lado de su vereda, las gentes vuelven a dividirse. Los carnavaleros están en su reino, por algunas semanas -sólo aquí, claro-. Componen sus programas y sus hinchadas, si de tablados se trata; se sacuden, aunque sea una vez por año, detrás de la imponente explosión de las Llamadas. Algo relegados, los bailes. ¿Será que para los uruguayos mirar y escuchar -tablados- o manifestar -llamadas- es más convocante que el complejo ritual del baile? En fin.

Pero del otro lado de la vereda, están aquellos a quiénes el carnaval, en cualquiera de sus manifestaciones, no les mueve ni un pelo. Algunos de ellos, quizás, otrora sintieron el llamado de los tambores, o la calidez de la noche del tablado. Pero ya no. Son los nostálgicos -en toda actividad los hay-, los que aseguran que "carnavales eran los de antes", y ennumeran los tablados que se levantaban esforzadamente en el barrio, la vieja con el mate, los trajes cosidos entre todos, las murgas que sonaban "como murgas, y no como un coro del Saint Catherine...". Testigos inconsolables del Uruguay que fue. Pero también están los que no quieren saber de ningún carnaval, ni de los de antes ni los de ahora. Algunos por espíritu calvinista: en este país lo que sobra son pretextos para no trabajar. Y otros, ni siquiera tienen argumentos para su ajenidad. El carnaval les choca.. Los aburre. Detestan la mitología multiplicada alrededor de la murga, de la voz del pueblo, del teatro más popular, de la creatividad popular -todo lo que viene de populum siempre se usa abundantemente en estos casos-. También en este rechazo hay variaciones; por aristocrático espíritu de calidad, por empacho frente a tanta invocación a lo popular, o a la pobre prosa con que puede ser escrita.

Pero en el fondo-fondo, los ajenos al carnaval casi nunca saben por qué lo son. Buscan explicaciones, pero nunca alcanzan. Quizás en la más tierna infancia una madre carnavalera los arrastró de mala manera a interminables caminatas o espectáculos de tablado. Quizás algún cabezudo les despertó pavores inconfesables, o tuvo que desear -culpablemente- el asesinato de su querida madrina aquel día que ésta lo largó al corso infantil no sólo vestido de pirata, sino con pendientes y las mejillas pintadas. O tal vez fue tocado por uno de esos misteriosos duendes -oscuros o luminosos- que tocan a los niños en ciertas circunstancias y los dejan irremisible y eternamente impregnados de una inexplicable pero ineludible sensación de felicidad o infelicidad -con todos los matices que ambos términos conllevan- que se apoderará de ellos, a lo largo de su vida, en relación a esas circunstancias. El olor de la guayaba o de la magdalena tienen sus contrapartidas; en imágenes, calidad de luz, climas. Carnaval y máscaras durante mucho tiempo anduvieron juntos, y una de las más usadas siempre fue la de la muerte. A Camus le fue tan bien con su Orfeo negro porque se dio cuenta de eso.



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