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La insignia
14 de febrero del 2003


La CIA y la cultura, un campo
poco explorado de la Guerra Fría


Carlos M. Tur Donatti (*)
La Insignia. México, febrero del 2003.


Durante la reciente Feria Internacional del Libro realizada en Guadalajara, se suscitó una polémica entre escritores cubanos oficialistas y disidentes en torno a la aparición de la revista Encuentro, a la que los primeros denunciaron como financiada por la Agencia Central de Inteligencia estadounidense (CIA por sus siglas en inglés). Este incidente, que tuvo notoria repercusión en la prensa mexicana, parecía envuelto en un ambiente propio de una época superada. Pero tuvo la virtud de evocarnos lo prolijamente demostrado por la investigadora británica Frances Stonor Saunders en su libro de reciente aparición, que lleva el sugerente título de "La CIA y la guerra fría cultural".

Sobre la calidad intelectual del mencionado texto, afirman en su contratapa el reconocido intelectual palestino-estadounidense Edward W. Said: "Una obra maestra de investigación histórica, una magnífica contribución al historial de la posguerra"; y, a su vez, el Spectator, la prestigiosa publicación londinense, escribe: "su trabajo de información es formidable, su tono tenaz, su mirada hacia lo sugerente vívida, su sentido del humor enérgico".

¿Cuál es la tesis central de este libro tan cálidamente acogido? Nuestra historiadora lo expone con plena contundencia: montar un enorme programa secreto de propaganda cultural con el objetivo de apartar a la intelectualidad europea de su prolongada fascinación por el marxismo y el comunismo, a favor de una forma de ver el mundo más de acuerdo con el "concepto americano" (1).

La organización eje de esta campaña encubierta, según nuestra autora, fue el Congreso por la Libertad de la Cultura, montado por el agente de la CIA Michael Josselson, entre 1950 y 1976. En su momento culminante el Congreso "tuvo oficinas en 35 países, contó con docenas de personas contratadas, publicó artículos en más de veinte revistas de prestigio, organizó exposiciones de arte, contaba con su propio servicio de noticias y de artículos de opinión, organizó conferencias del más alto nivel y recompensó a los músicos y otros artistas con premios y actuaciones públicas" (2).

Con respecto a los destinatarios de esta campaña, quizás con cierta exageración polémica, sostiene Frances Stonor Saunders: "Tanto si les gustaba como si no, hubo pocos escritores, poetas, artistas, historiadores, científicos y crítico en la Europa de posguerra cuyos nombres no estuvieran, de una u otra manera, vinculados con esta empresa encubierta" (3).

Los planificadores de esta peculiar guerra por el control de las mentes y la cultura, lograron quizá su mayor éxito en la manipulación de una de las corrientes del arte de vanguardia en la posguerra. En una combinación muy norteamericana de mecenazgo imperial y política anticomunista, promovieron el expresionismo abstracto como un arma muy eficaz en el arsenal de su ambiciosa OTAN artística.

Como consecuencia de la persecución nazi en Europa, buena parte de los creadores de vanguardia se refugiaron en Estados Unidos y, para su sorpresa, descubrieron un rechazo profundo a sus innovaciones. El ejemplo más pintoresco de esta repulsa provinciana lo proveyó un legislador republicano por Misuri, George Dondero, quien sostuvo que el arte moderno formaba parte de una conspiración mundial "comunistoide" para debilitar la moral estasdounidense. Para demostrar este delirante aserto, pasó a detallar: "El cubismo pretende destruir mediante el desorden calculado. El futurismo pretende destruir mediante le mito de la máquina... El expresionismo pretende destruir remedando lo primitivo y lo psicótico. El arte abstracto pretende destruir por medio de la confusión de la mente... el surrealismo pretende destruir por negación de la razón" (4).

Era natural que los planificadores de la élite política y cultural, que estaban armando una estrategia mundial contrarrevolucionaria, no compartieran tales dislates y mostraran una mayor sensibilidad y apertura cosmopolita, que la que se desprendía de la mentalidad predominante en el Medio Oeste agrícola y granjero. Comprendieron rápidamente que para construir el liderazgo mundial que era su meta, a las dimensiones económica y política deberían agregarle otra dimensión artístico-cultural.

Fue entonces que emprendieron la promoción internacional del expresionismo abstracto, corriente pictórica que ofrecía la doble ventaja de ser -según su apologistas-auténticamente estadounidense y oponerse frontalmente al realismo socialista de manufactura estalinista. Si los Estados Unidos y, en particular la ciudad de Nueva York, se estaban convirtiendo en el centro político y económico del mundo "occidental", sólo restaba que tuviese su correlativo liderazgo cultural y una expresión artística adecuada a su inédita función dirigente global.

Se trataba, en suma, de proclamar no sólo la ruptura e independencia con respecto al arte europeo, sino además la creatividad específica de Estados Unidos, libre, abierta, vanguardista, totalmente opuesta y superadora del academicismo rígido y amanerado del realismo soviético. En la relectura final, que apoyó el presidente Dwight Eisenhower en los años cincuenta, el expresionismo abstracto resultó ser manifestación del espíritu de la "libre empresa", que habría hecho grande a Estados Unidos.

En esta ambiciosa contraofensiva cultural no faltó el entusiasta apoyo del Congreso por la Libertad de la Cultura; de las publicaciones masivas del emporio Time-Life; de los grandes museos neoyorquinos encabezados por el de Arte Moderno, el famoso MoMA, regenteado entre otros magnates por Nelson Rockefeller y, finalmente, el financiamiento de dicha campañia por la larga e interesada generosidad de las fundaciones de la élite, y otras que servían de pantalla a los aportes clandestinos de la CIA (5).

Pero este audaz operativo político-cultural no dejó de enfrentar críticas y resistencias. En primer lugar del propio público norteamericano, que si hubiese podido votar sobre esta política, simplemente la habría rechazado. El congresista Dondero no era un solitario francotirador, era altamente representativo del gusto y los prejuicios mayoritarios. "Para favorecer la libertad de expresión -confesará más tarde Tom Braden, alto funcionario de la CIA-teníamos que hacer todo en secreto (6)". O dicho de otra forma, según Frances Stonor Saunders: "De nuevo nos encontramos con esa sublime paradoja de la estrategia americana en la guerra fría cultural: para promover la aceptación del arte producido en [y cacareado como expresión de la] democracia habría que salvar el escollo del propio proceso democrático" (7).

Una segunda fuente de sospechas y críticas surgió en el propio frente cultural interno, y también en Europa. En 1952, la revista comunista norteamericana Masses and Mainstream disparó una andanada sobre el arte abstracto y su catedral, el Museo de Arte Moderno neoyorquino, cuyo título "Dólares, garabatos y muerte", resultó inquietantemente profético (8).

En los años más álgidos de la Guerra Fría se desencadenó sobre Europa un verdadero Plan Marshall en el campo artístico. En estrecha colaboración con la CIA, el MoMA y la Fundación Rockefeller organizaron el desembarco triunfal de expresionismo abstracto en las ciudades principales del viejo continente. "Parte de la prensa francesa se dio cuenta de la maniobra política tras la exposición -afirma nuestra historiadora-y se hizo maliciosa referencia a que el Musèe d' Art Moderne era un nuevo enclave del 'territorio de Estados Unidos', y a los pintores participantes en la muestra se los denominó 'Los doce apóstoles de monsieur Foster Dulles'" (9).

También en los medios artísticos estadounidenses llovieron las impugnaciones sobre los expresionistas, que transitaron de la disidencia de izquierda a ser ungidos y utilizados por la élite imperial. Esta historia tuvo un colofón trágico para ellos: presionados por los dilemas de conciencia y por las acusaciones de haber cedido a la codicia y la ambición, escaparan de la vida y sus contradicciones mediante el alcoholismo, el suicidio o los accidentes de tráfico. Triste final para la primera generación de auténticos creadores que produjo el arte norteamericano.

¿Cómo pudo acceder nuestra investigadora a la muy abundante documentación original que le permitió escribir un libro de más de 600 páginas? Al principio pensó en aprovechar las facilidades que otorga la Ley de Libertad de Información de los Estados Unidos, que ha permitido recientemente realizar estudios valiosos sobre el FBI, "pero conseguir información de la CIA es harina de otro costal", y abundando, prosigue: "Aún espero la respuesta a mi primera solicitud de 1992. De otra petición posterior recibí el acuse de recibo, aunque se me advirtió que el coste total para suministrarme los documentos que solicitaba estaría en torno a los 30,000 dólares" (10).

En compensación nuestra historiadora aprovechó la gran riqueza de los archivos privados y entrevistó a una serie de estratégicos actores de la guerra fría cultural. El Estado de EEUU asociaba por aquellos años a personas y organizaciones del sector privado, que, de hecho, se convertían en cuasioficiales gubernamentales; un resultado paradójico de esta división de competencias ha sido facilitar el acceso a la documentación que permite indagar las mencionadas operaciones, incluso en el caso de las clandestinas o encubiertas. Venturosas contradicciones de los manejos imperiales.

Para los lectores latinoamericanos quizás esta obra por su extensión y minuciosidad pierda por momentos interés, pero cabe preguntarse si no ha llegado el momento de investigar esta dimensión de la dominación imperial en América Latina. Algunas cosas se saben, otras se sospechan y seguramente cuando se encare esta tarea, las sorpresas pueden resultar aún más numerosas e iluminadoras.

Si la intelectualidad democrática de nuestra América, como demuestra la producción en ciencias sociales de los últimos años, da a conocer obras de primer nivel, ¿no es urgente explorar esta dimensión descuidada en las décadas de la guerra fría global?


Notas

Agradezco la colaboración de Carlos Andrés Aguirre Álvarez.
(*) Profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

(1) Frances Stonor Saunders, La CIA y la guerra fría cultural. Debate, Madrid, 2001; p. 13
(2) Ibid.
(3) Ibid., p.14
(4) Ibid., pp. 351-2
(5) Ibid., pp. 366-7
(6) Ibid., p. 358
(7) Ibid.
(8) Ibid., p. 369
(9) Ibid., pp.375-6
Ibid., p.10



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