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La insignia
4 de febrero del 2002


Hace agua el arca de Noé


Sergio Ramírez
La Insignia. Nicaragua, febrero del 2003.

Hay mucha agitación y desasosiego en todas partes, mucho ruido y mucha protesta desde abajo, pero mucha respuesta demagógica también en las ágoras del poder, mucha demagogia en los parlamentos, y mucha arrogancia del otro lado ahora que los oidores del Fondo Monetario Internacional bajan de sus carrozas reales para abrir juicios de residencia cuando las cuentas no ajustan, mucha falta de esperanza cuando se abren las discusiones sobre los tratados de libre comercio, manifestaciones en el Zócalo en la ciudad de México protagonizadas por campesinos defraudados por las barreras arancelarias que se levantan en la frontera con Estados Unidos para arruinarlos de por vida, manifestaciones en San José porque de nuevo se agita el fantasma de la privatización de la energía y las comunicaciones, una batalla hace tiempo ganada, y las manifestaciones de los campesinos cocaleros en La Paz, y otras manifestaciones en Guatemala donde sigue reinando la corrupción, y las de Buenos Aires al son de los bombos que ya conocemos hace tiempo, y los ruidosos mares de gente que todos los días se toman las calles en Caracas para defender, ahora, la libertad de expresión, algo que entra también en la lista de las necesidades básicas amenazadas.

Estamos a merced de los vientos, o en espera de un viento que infle las velas y nos lleve a puerto seguro, y en la duda está la incertidumbre. Desde abajo, el ciudadano de la calle siente que no se le dice toda la verdad sobre lo que más le duele, que es la economía, o su propia economía, o que la verdad se le explica de manera confusa para que no la entienda. En Nicaragua me parece que bastaría con un pizarrón de los de antes, y una barra de tiza de las de antes, más que un despliegue gráfico en clave de Power Point para que todo el mundo entendiera que si antes hablábamos del abismo con cierto temor lejano, ahora podemos ver como se abre frente a nosotros: Apenas 500 millones de dólares en exportaciones contra 1.500 millones de importaciones, con lo que hay que mendigar cada año mil millones con "países amigos" que para abrir la mano esperan los certificados de buena conducta del FMI; 1.800 millones de deuda interna, una cuenta acumulada por causa de las alegres piñatas y de las quiebras bancarias fraudulentas, piñatas y quiebras bancarias que no se le cobran a los responsables, sino a los ciudadanos desvalidos. Más la deuda externa de 5.500 millones, siete veces las exportaciones del país que, además, se mantienen congeladas.

Estas son unas cuentas que no asombrarán a nadie, porque en menor o mayor escala reflejan el mismo panorama dramático que vive América Latina, aunque si alguien no se cuida de recordar las proporciones, podría reírse al oír hablar de una deuda que no alcanza los 6 mil millones de dólares, cuando Brasil debe más de 300.000 mil millones, cifra que, a su vez, un nicaragüense, o un hondureño, no alcanzarían a entender en su pavorosa magnitud. También alguien podría reírse, o llorar, según el caso, ante las nuevas de que todos los animales del pequeño parque zoológico de Managua recibieron la amenaza de ser desbandados porque la exigua cantidad de dinero para alimentarlos fue suprimido del presupuesto nacional, con lo que los tigres, leones, dantos, monos y coyotes serían dejados en libertad para dispersarse por los barrios de Managua, metiéndose por los patios.

Algún sabio consecuente podría alegar que qué importan unos animales, ociosos y dañinos, que como el tigre, se comen al mes en carne lo que toda una familia desempleada no se comerá en varios años, y que el hambre del pueblo no puede compararse al hambre de los animales; pero alguien sin muchas sabidurías en asuntos de las cuentas nacionales de la economía, podría responder que cuando en un país se decreta el desbande de las especie animales que habitan el modesto parque zoológico de su ciudad capital, semejante orden suena a un sálvese quien pueda, ciudadanos y animales, como si se tratara de desalojar el arca de Noé porque hace agua a través de sus costillares rotos. El Museo Nacional en Managua, por su parte, está tan desprovisto de guardas, también porque siempre el ahorro del gasto público comienza por lo más débil y vulnerable, que un día de estos se robaron de una vitrina el manuscrito del Himno Nacional, y antes, se habían robado en el parque cerca de allí la trompeta de mármol de manos de una de las Famas que rodean la estatua de Rubén Darío, proclamando sus glorias.

Como en la novela El Proceso de Frank Kafka, llevada al cine por Orson Welles, los países de América Latina, a la cabeza de la lista de morosos, se parecen al personaje Joseph K, sometido al trámite de un interminable juicio en el que se acumulan montañas de papeles, siempre en su contra. No hay salida, las reglas serán cada vez más duras y menos comprensibles, los burócratas de los tribunales monetarios cada vez más sordos, dispuestos nada más a las respuestas mecánicas, el eterno no sin compasión. Kafka fue sabio en la ciencia de las burocracias ciegas e interminables, en esas historias de quienes hacen fila por años frente a una ventanilla, sólo para darse cuenta, al final, que esa ventanilla no sirve para nada, porque allí se atienden solamente los casos sin solución. Por eso alguien alguna vez decía que Kafka en América Latina no sería sino un escritor costumbrista.


Los Ángeles, febrero del 2003



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