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La insignia
21 de enero del 2002


Una pasión mortal


Sergio Ramírez
La Insignia. Nicaragua, enero del 2003.

En medio de los tormentos de la vida diaria, y de todas sus frustraciones, los nicaragüenses tienen tiempo de acordarse una vez al año del panida inmarcesible Rubén Darío, "el paisano inevitable", para las fechas colindantes de su nacimiento y de su muerte, entre enero y febrero. Panida inmarcesible, según la matrícula de su propio lenguaje, una invención singular que sigue deshaciendo desde lo alto de los cielos sus racimos de luces pirotécnicas. A los diez años, y no es una excepción, yo sabía recitar de memoria ¡Panida! Pan tu mismo, que coros condujiste hacia el propíleo sacro que ama tu alma triste, ¡al son del sistro y del tambor!... sin saber de qué se trataban las palabras panida, propíleo, sistro, pero enamorado con pasión mortal de la música que como una miel dorada y empalagosa hasta el dolor de estómago destilaban aquellos versos que nunca olvidé.

Panida, una invención del propio Darío según lo reconoce la Real Academia de la Lengua, es el poeta seguidor del dios pan, equivalente a liróforo celeste, aeda, vate, portalira, el que menea el plectro sonoro. Propíleo y sistro sigo aún sin saber su significado, a menos que recurra al diccionario, de lo que no me sonrojo, porque el gusto sigue estando en la música y, además, el sonrojo sería en ese caso nacional. Jorge Luis Borges, que solía bromear con cara seria y los ojos muertos puestos en lontananza, las manos sobre el puño del bastón, decía, o dijo una vez, que Darío se sabía bien su pequeño Larrousse ilustrado, con tantos faunos, centauros, ninfas, ondinas, tritones, como habitan sus versos. No hay que tomarlo en serio. También dijo otra vez que García Lorca era un buen poeta de tablado flamenco.

La adoración que profesamos a Darío bien puede ser congénita o adquirida, y da igual. Antes de haberme aprendido de memoria el Responso a Verlaine, siguiendo las voces de mi madre, ella misma me había preparado, siendo más niño aún, para representar al bufón escarlata del poema La Sonatina en una velada de beneficencia del Club de Leones de Masatepe, del que mi padre era presidente: mientras una declamadora de ademanes lánguidos iba recitando el poema, sentada en medio del escenario en su silla de oro aparecía la única muchacha rubia y de ojos azules que había en todo el pueblo, en el papel de la princesa melancólica que ha perdido la risa, que ha perdido el color, ignorante de que el feliz caballero que la adora sin verla se acerca ya, vencedor de la Muerte, a encenderle los labios con un beso de amor; según el guión de mi madre, que actuaba como directora de escena, apenas la declamadora dijera: ...y vestido de rojo piruetea el bufón..., yo debería entrar por la banda izquierda, disfrazado de bufón, dando volantines hasta quedar a los pies del trono de la pálida princesa. A última hora me negué, y huí del lugar de los hechos.

Nunca nadie me hizo un regalo mejor que cuando las autoridades del Ministerio de Educación Pública me entregaron en el Salón Azul del Palacio Nacional en Managua, un tomo de las poesías completas de Darío en papel biblia y empastado en cuero, del tamaño de un misal, como premio de consolación al cabo de un concurso nacional de declamadores escolares, alturas hasta las que llegué gracias a mi tesón por aprenderme de memoria sus poesías, por largas que fueran, aún sin entenderlas del todo. Ese libro me ha acompañado toda la vida, y en horas de pesadumbre y de tristeza suelo refugiarme en sus páginas, abriéndolo al azar, porque como él mismo dice de Cervantes, Darío es buen amigo, endulza mis instantes ásperos y reposa mi cabeza.

Éste es un culto que nos alcanza a todos, que tiene sus esencias patrióticas y tiene su retórica y sus decorados tantas veces provincianos, pero tan sentimentales, sensibles, sensitivos. Todos los nicaragüenses llevamos dentro un poeta en ruinas, como dice Flaubert de los boticarios en Madame Bovary. Hay un orgullo descubierto al ampararnos bajo la sombra prócer de Darío, y los orgullos descubiertos son siempre impúdicos, igual que las tradiciones nacionales se erigen tantas veces sobre entrañables cursilerías.

La suya es una figura para la vanagloria nacional, y al mismo tiempo para sentirnos aterrados al asomarnos al abismo en cuya honduras logramos divisar el resplandor de lava viva del genio, un genio del traspatio; aterrados porque a lo mejor nunca dejamos de suponer en Darío un accidente, un fruto del azar que se encarnó en la Nicaragua triste y desolada del siglo XIX, desbastada por las ambiciones, las guerras civiles y la peste del cólera, un país analfabeto y ganadero en el que había cinco veces más reses que habitantes, que eran apenas doscientos mil en 1867, y que enviaba a las exposiciones mundiales de París jícaras y huacales labrados, y media docena de botellas de vinos de nancite y marañón como símbolos del progreso industrial. Una madre de vientre pequeño, como lo dice el mismo Darío. Un parto en la oscuridad.

Pero ningún otro país de América Latina puede preciarse de provenir en su identidad de un héroe civil, en lugar de un héroe de a caballo, nos decimos también. Provenir de la palabra, y no de la espada, viene a resultar, de verdad, un don singular que no debería ser desperdiciado, y debería también ser suficiente para meditar, en medio de la zozobra, sobre el destino que a pesar de la herencia lustral de Darío nos ha tocado en la historia, tantas veces moviéndonos en círculos ciegos, y no hacia delante, jinetes de Clavileño, el caballo de palo, y no de Pegaso, el caballo con alas .


Managua, enero 2003.



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