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La insignia
7 de enero del 2002


De bobos no tienen nada


Sergio Ramírez
La Insignia. Nicaragua, enero del 2003.

Estos bobos no tienen nada que ver con el bobo de la yuca aquel de la vieja canción de Daniel Santos, que pasaría su luna de miel comiendo trapo y tragando papel. Los bobos a que me refiero, formidables y potentes, son egresados de las universidades más exclusivas, y sus posiciones de poder dependen, antes que nada, de sus inteligencias amaestradas en la creatividad. Son la nueva elite dominante de los Estados Unidos, gozan en su madurez de los beneficios del bienestar y la riqueza que como rebeldes de sandalias y pelo largo combatieron en la década de los sesenta, cuando hacían una vida de hippies, es decir una vida bohemia.

¿De dónde viene entonces el término bobos, bajo el cual se les conoce? De dos palabras antagónicas: bourgeois y bohemians. Son los bohemios burgueses, capaces de haber creado ahora una nueva cultura, un credo y un estilo exclusivo de vida como síntesis de lo que un día fueron, y de lo que un día rechazaron. Nada que ver con lo yuppies que nunca tuvieron nada de bohemios. Para los bobos, traer a los ámbitos de la prosperidad burguesa el estilo de sus años juveniles, cuando eran enemigos del sistema dominado por los WASP (blancos anglosajones protestantes), es su mejor sello de distinción.

Ni yuppies, ni nuevos ricos. Se trata de una numerosa secta de hombres y mujeres de muy elevados ingresos, agresivos e inventivos, que se cotizan en las esferas más altas del mercado de las oportunidades por lo que saben, y no por su origen de cuna. Como bohemios que fueron desprecian la cultura patricia de los antiguos ricos, la de los advenedizos que quieren enseñar de una vez todo lo que tienen, y la aburrida cultura homogénea de la gris clase media uniformada en sus creencias, aficiones y temores. Desprecian, por tanto, la mediocridad, pero desprecian también la pobreza verdadera, que es la carencia. Si llegaron donde están, no gracias a su sangre sino a su talento, pueden crearse un mundo exclusivo para ellos, de disimulado pero firme bienestar. Su mundo es caro, porque toda exclusividad social cuesta dinero, y ellos lo tienen a montones.

Todo esto, y mucho más, está explicado con amenidad, y mucho de cinismo, en el libro Bobos en el paraíso (la nueva clase superior y cómo llegaron allá) de David Brooks, un periodista muy bien pagado, un bobo él mismo, según propia confesión, que nos explica ampliamente las características de la hermandad a la que pertenece, sustituta de la vieja clase masculina de los WASP, que terminó su dominio económico y cultural al fin de la era industrial en los años cincuenta. En la década siguiente, los bobos, que para entonces eran sólo bohemios envueltos por el humo de la marihuana, se encargaron de demoler los pilares culturales en que la vieja clase se asentaba, para luego retomar ellos mismos el relevo en las novedosas circunstancias de la era tecnológica al acercarse el final del siglo.

Son ahora dueños de empresas de software, especialistas en el mercado, publicistas, editores, periodistas, creadores de nuevas empresas capaces de vender productos insospechados que alimentan los nuevos gustos inventados por ellos mismos, como es el caso de la cadena de cafeterías Starbucks, una genuina creación de la cultura de los bobos. En lugar del infame café americano, servido en tazas generosas para paladares comunes, los bobos han creado el gusto por el refinamiento con el café capuchino, del que se ofrecen decenas de variedades. Y, dicho sea de paso, el eje de la vida hogareña de los bobos no es una sala de muebles pretenciosos, sino la cocina, inmensa y dotada de refrigeradores de superficie cromada, capaces de contener un elefante descuartizado

Para un bobo resulta una afrenta a su pasado sedicioso, y a su gusto desafiante del viejo establecimiento, ponerse al volante de un Mercedes, sumum del mal gusto patricio de los WASP, y prefiere un Land Rover todo terreno superequipado, capaz de llevarlo al fin del mundo a través de caminos escabrosos, aunque el fin del mundo sea el ámbito de su propio reparto residencial, exclusivo sólo para bobos. Ambos, el Mercedes y el todo terreno valen lo mismo de caros, pero la diferencia está en el gusto, o en el rechazo del gusto arcaico. Nadie verá nunca a un bobo metido dentro de un traje de Armani, y la bastarán unos jeans desteñidos y una camisa casual, ambos caros también, para trabajar en su despacho, donde se juegan millones de dólares; y podrá lucir, a lo mejor, una coleta, o una barba mal cuidada como en los viejos tiempos de rebeldía contra la guerra de Viet Nam, y unos zapatos para escalar montañas que nunca va a escalar, otra vez caros y exclusivos, por supuesto.

Según el recuento de Brooks, la revolución de los bobos sólo fue posible cuando a comienzos de los años sesenta, para el tiempo en que todos ellos se entregaban a la protesta, se produjo una reforma radical en el sistema de admisión a las universidades, que dejó de un lado la pertenencia a las familias WASP como requisito necesario para asegurarse un puesto de estudiante en Harvard o en Princeton, y abrió las puertas a todos aquellos que demostraran tener un talento superior, cualquiera que fuera su origen. Hoy, la educación es la base de su status, dime de que universidad vienes y te diré quién eres; pero saben que es un status precario que no pueden heredar a sus hijos, pues no se trata ahora del apellido, sino del cociente intelectual.

Cualquiera diría que a aquellos muchachos de antaño los absorbió el sistema implacable, pero Brook alega lo contrario, que ellos absorbieron al sistema, moldeándolo a su propio gusto, y que al romper con las viejas barreras, colocaron la inteligencia creativa por encima de cualquier otra cosa. Y para mayor abundamiento en la ruptura de los cánones, los bobos tienen en Bill Gates su propio santo a quien rezarle. Se salió de la universidad alegando que no tenía nada que pudieran enseñarle, y empezó a inventar de nuevo el mundo desde un garaje.


Managua, enero 2002



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