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La insignia
27 de octubre del 2002


El Diablo Cojuelo (III)


Luis Vélez de Guevara (1579-1644)


Tranco octavo

Ya, para ejecutar su designio, había tomado doña Tomasa (que siempre tomaba, por cumplir con su nombre y condición) una litera para Sevilla y una acémila en que llevar algunos baúles para su ropa blanca y algunas galas, con las del dicho galán soldado, que, metiéndose los dos en la dicha litera, partieron de Madrid como unos hermanos con la requisitoria que hemos referido. Y a nuestro astrólogo no le habían dado sepultura, sobre las barajas de un testamento que había hecho unos días antes y descubrieron en un escritorio unos deudos suyos, y estaba la justicia poniendo en razón esta litispendencia. Y el Cojuelo y don Cleofás, que habían dormido hasta las dos de la tarde por haber andado rondando la noche antes, la mayor parte de ella, por Sevilla, después de haber comido algunos pescados regalados de aquella ciudad y del pan que llaman de Gallegos, que es el mejor del mundo, y habiendo dormido la siesta (bien que el compañero siempre velaba, haciendo diligencias para lisonjear a su dueño en razón de su delito), se subieron al dicho terrado, como la tarde antes, y enseñándole algunos particulares edificios a su compañero, de los que habían quedado sin referir la tarde antes en aquel golfo de pueblos, suspiró dos veces don Cleofás y preguntóle el Cojuelo: -¿De qué te has acordado, amigo? ¿Qué memorias te han dividido esas dos exhalaciones de fuego desde el corazón a la boca?

-Camarada- le respondió el estudiante-, acordéme de la calle Mayor de Madrid y de su insigne paseo a estas horas, hasta dar en el Prado.

-Fácil cosa será verle- dijo el diablillo- tan al vivo como está pasando ahora: pide un espejo a la Huéspeda y tendrás el mejor rato que has tenido en tu vida; que aunque yo, por la posta, en un abrir y cerrar de ojos te pudiera poner en él, porque las que yo conozco comen alas del viento por cebada, no quiero que dejemos a Sevilla hasta ver en qué paran las diligencias de Cienllamas y las de tu dama, que viene caminando acá; y me hallo en este lugar muy bien porque alcanzan a él las conciencias de Indias.

A este mismo tiempo subía a su terrado Rufina María, que así se llamaba la Huéspeda: dama entre nogal y granadino, por no llamarla mulata; gran piloto de los rumbos más secretos de Sevilla, y alfaneque de volar una bolsa de bretón desde su faltriquera a las garras de tanta doncelliponiente como venía a valerse de ella. Iba en jubón de holanda blanca acuchillado, con unas enaguas blancas de cotonía, zapato de ponleví, con escarpín sin media, como es usanza en esta tierra entre la gente tapetada; que a estas horas se subía a su azotea a tocar la tarántula con un peine y un espejo que podía ser de armar. Y el Cojuelo, viendo la ocasión, se le pidió con mucha cortesía para el dicho efecto, diciendo: -Bien puede estar aquí la señora Huéspeda; que yo sé que tiene inclinación a estas cosas.

-¡Ay, señor!- respondió la Rufina María-, si son de nigromancia me pierdo por ellas; que nací en Triana, y sé echar las habas y andar el cedazo mejor que cuantas hay de mi tamaño, y tengo otros primores mejores, que fiaré de vuesas mercedes si me la hacen, aunque todos los que son entendidos me dicen que son disparates.

-No dicen mal- dijo el Cojuelo; -pero, con todo eso, señora Rufina María, de tan gran talento se pueden fiar los que yo quiero enseñar a mi camarada. Esté atenta.

Y tomando el espejo en la mano, dijo: -Aquí quiero yo enseñarles a los dos lo que a estas horas pasa en la Calle Mayor de Madrid, que esto sólo un demonio lo puede hacer, y yo. Y adviértase que en las alabanzas de los señores que pasaren, que es mesa redonda, que cada uno de por sí hace cabecera, y que no es pleito de acreedores, que tienen unos antelaciones a otros.

-¡Ay, señor!- dijo la tal Rufina-, comience vuesa merced, que será mucho de ver; que yo, cuando niña, estuve en la Corte con una dama que se fué tras de un caballero del hábito de Calatrava que vino a hacer aquí unas pruebas, y después me volvieron mis padres a Sevilla, y quedé con grande inclinación a esa calle, y me holgaría de volverla a ver, aunque sea en este espejo.

Apenas acabó de decir esto la Huéspeda, cuando comenzaron a pasar coches, carrozas, y literas, y sillas, y caballeros a caballo, y tanta diversidad de hermosuras y de galas, que parecía que se habían soltado abril y mayo y desatado las estrellas. Y don Cleofás, con tanto ojo por ver si pasaba doña Tomasa: que todavía la tenía en el corazón, sin haberse templado con tantos desengaños. ¡Oh proclive humanidad nuestra, que con los malos términos se abrasa y con los agasajos se destempla! Pero la tal doña Tomasa, a aquellas horas ya había pasado de Illescas en su litera de dos yemas.

La Rufina María estaba sin juicio mirando tantas figuras como en aquel teatro del mundo iban representando papeles diferentes, y dijo al Cojuelo: -Señor huésped, enséñeme al rey y a la reina, que los deseo ver y no quiero perder esta ocasión.

-Hija- le respondió el Cojuelo-, en estos paseos ordinarios no salen sus majestades; si quiere ver sus retratos al vivo, presto llegaremos adonde cumpla su deseo.

-Sea enhorabuena- dijo la tal Rufina.

Y prosiguió diciendo: -¿Quién es este caballero y gran señor que pasa ahora con tanto lucimiento de lacayos y pajes en ese coche que puede ser carroza del sol?

El Cojuelo le respondió: -Este es el almirante de Castilla don Juan Alfonso Enriquéz de Cabrera, duque de Medina de Ríoseco y conde de Módica, terror de Francia en Fuenterrabía.

-¡Ay, señor!- dijo la Rufina. -¿Aquél nos echó los franceses de España? Dios le guarde muchos años.

-Él y el gran marqués de los Vélez- respondió el Cojuelo- fueron los Pelayos, segundos, sin segundos, de su patria Castilla.

-Quién viene en aquella carroza que parece de la Primavera?- preguntó la Rufina.

-Allí viene- dijo el Cojuelo- el conde de Oropesa y Alcaudete, sangre de Toledo, Pimentel y de la real de Portugal; príncipe de grandes partes; y el que va a su mano derecha es el conde de Luna, su primo, Quiñones y Pimentel, señor de la casa de Benavides en León, hijo primogénito del conde de Benavente, que es Luna que también resplandece de día. El conde de Lemos y Andrade, marqués de Sarria, pertiguero mayor de Santiago, Castro y Enriquéz, del gran duque de Arjona, viene en aquel coche; tan entendido y generoso como gran señor. Y en ese otro, el conde de Monterrey y Fuentes, presidente de Italia, que ha venido de ser virrey de Nápoles, dejando de su gobierno tanto aplauso a las dos Sicilias y sucediéndole en esta dignidad el duque de las Torres, marqués de Eliche y de Toral, señor del castillo de Aviados, «sumiller de corps» de su majestad, príncipe de Astillano y duque de Sabioneta, que este título es el más compatible con su grandeza; a quien acompaña, con no menos sangre y divino ingenio, en Italia, el marqués de Alcañices, Almansa, Enríquez y Borja. Allí viene el condestable prudentísimo Velasco, gentilhombre de cámara de su majestad, con su hermano el marqués del Fresno. El duque de Híjar le sigue, Silva, y Mendoza, y Sarmiento, marqués de Alenquer y Ribadeo, gran cortesano y hombre de a caballo, grande en entrambas sillas, que por el último título que hemos dicho tiene privilegio de comer con los reyes la Pascua de este nombre. Va con él el marqués de los Balbases, Espinola, cuyo apellido puso su gran padre sobre las estrellas. Allí va el conde de Altamira, Moscoso y Sandoval, gran señor y caballero en todo; caballerizo mayor de su majestad la reina. Allí pasa el marqués de Pobar, Aragón, con don Antonio de Aragón, su hermano; del Consejo de Ordenes y del Supremo de la Inquisición. Los que atraviesan en aquel coche ahora son el marqués de Jódar y el conde de Peñaranda, del Consejo Real de Castilla; ambos, Simancas de la jurispericia como de la nobleza.

-¿Quiénes son aquellos dos mozos que van juntos- preguntó Rufina-, de una misma edad, al parecer, y que llevan llaves doradas?

-El marqués de la Hinojosa- respondió el Cojuelo-, conde de Aguilar y señor de los Cameros, Ramírez y Arellano, es el uno, y el otro es el marqués de Aytona, favorecedor de la Música y de la Poesía, que heredó, hasta la posteridad, de sus padres; entrambos camaristas.

-¿Qué coche es aquel tan lleno que va espumando sangre generosísima en tantos bizarros mozos?- preguntó la tal Huéspeda.

-Es del duque del Infantado- dijo el Cojuelo-, cabeza de los Mendozas y Sandoval de varón, marqués de Santillana y del Cenete, conde Saldaña y del Real de Manzanares, hijo y retrato de tan gran padre. Los que van con él son el marqués de Almenara, el más bizarro, galán y bien visto de la Corte, hijo del gran marqués de Orani, el almirante de Aragón, perfecto caballero, el marqués de San Román, caballero de veras, heredero del gran marqués de Velada, rayo de Orán, de Holanda y Gelanda, y su hermano el marqués de Salinas, que iguala el alma con el cuerpo, copias vivas de tan gran padre, y don Iñigo Hurtado de Mendoza, primo del duque del Infantado; grandes caballeros todos y señores, que ellos solos pueden alabarse a ellos mismos con decir quiénes son; que todas las lenguas de la Fama no bastan. Va con ellos don Francisco de Mendoza, gentilhombre cortesano, favorecido de todos y diestro in entrambas sillas de la espada blanca y negra.

-¿Qué tropa es ésta que viene ahora a caballo?- preguntó la Rufina.

-Si pasan a espacio te lo diré- dijo el Cojuelo. -Estos dos primeros son el conde de Melgar y el marqués de Peñafiel, que llevan en sus títulos sus aplausos; don Baltasar de Zúñiga, el conde de Brandevilla, su hermano, hijos del marqués de Mirabel, y que lo parecen en todo; el conde de Medellín, Portocarrero de varón, y el príncipe de Arambergue, primogénito del duque de Ariscot; el marqués de la Guardia, que tiene título de ángel; el marqués de la Liseda, Silva y Manrique de Lara, y don Diego Gómez de Sandoval, comendador mayor de Calatrava, marqués de Villazores, Añover y Humanes; don Baltasar de Guzmán y Mendoza, heredero de la gran casa de Orgaz; Arias Gonzalo, primogénito del conde de Puñonrostro, imitando las bizarrías de su padre y afianzando las imitaciones de su muy invencible abuelo. Allí vienen el conde de Molina y don Antonio Mesía de Tobar, su hermano, siendo crédito recíprocamente el uno del otro. Y entre ellos, don Francisco Luzón, blasón de este apellido en Madrid, cuyo magnánimo corazón hallara estrecha posada en un gigante. Va con él don José de Castrejón, deudo suyo, gran caballero, y ambos sobrinos del ilustrísimo presidente de Castilla. En este coche que les sigue viene el duque de Pastrana, cabeza de los Silvas, estudioso príncipe y gran señor, con el marqués de Palacios, mayordomo del rey y descendiente único de Men Rodríguez de Sanabria, señor de la Puebla de Sanabria, mayordomo mayor del rey don Pedro; el conde de Grajal, gran señor, y el conde de Galve, hermano del duque, molde de buenos caballeros y en quien se hallara, si se perdiera, la cortesía. Los demás que van acompañándole son hombres insignes de diferentes profesiones: que éste es siempre su séquito. Viene hablando en otro coche con el príncipe de Esquilache, su tío, y con el duque de Villahermosa don Carlos, su hermano; éste, del Consejo de Estado de su majestad, y el otro, príncipe de los ingenios. Va con ellos el duque mozo de Villahermosa, don Fernando, en quien lo entendido y lo bizarro corren parejas, y don Fernando de Borja, comendador mayor de Montesa, de la cámara de su majestad, con veintidós cursos de virrey, que se puede graduar de Catón Uticense y Censorino. Allí viene el marqués de Santa Cruz, Neptuno español y mayordomo mayor de la reina nuestra señora. Aquél es el conde de Alba de Liste, con el marqués de Tabara y el conde de Puñonrostro. Y tras ellos, el duque de Nochera, Héctor napolitano y gobernador hoy de Aragón. En ese coche que sigue viene el conde de Coruña, Mendoza y Hurtado de las Nueve Musas, honra de los consonantes castellanos, en compañía del conde de la Puebla de Montalbán, Pacheco y Girón. Allí, el marqués de Malagón, Ulloa y Saavedra; y el marqués de Malpica, Barroso y Ribera; y el de Frómista, padre del marqués de Caracena, celebrado por Marte castellano en Italia; y el conde de Orgaz, Guzmán y Mendoza, de Santo Domingo y San Ildefonso; todos mayordomos del rey. Aquel que va en aquel coche es el marqués de Floresdávila, Zúñiga y Cueva, tío del gran duque de Alburquerque, que hoy está sirviendo con una pica en Flandes; capitán general de Orán, donde fué asombro del Africa levantando las banderas de su rey veinticinco leguas dentro de la Berbería. Allí va el conde de Castrollano, napolitano Adonis. Allí va el conde de Garcíes, Quesada y andaluz gallardo; el marqués de Bedmar, el marqués de Tarazona, conde de Ayala, Toledo y Fonseca; el conde de Santisteban y Cocentaina, y el conde de Cifuentes, divinos ingenios; el conde de la Calzada, y tras él el duque de Peñaranda, Sandoval y Zúñiga. Y en ese otro coche, don Antonio de Luna y don Claudio Pimentel, del Consejo de Ordenes, Cástor y Pólux de la amistad y de la generosidad.

-¡Ay, señor! Aquel que pasa en aquel coche- dijo la Rufina-, si no me engaño, es de Sevilla, y se llama Luis Ponce de Sandoval, marqués de Valdencinas y como que me crié en su casa.

El Cojuelo respondió: -Es un muy gran caballero y el más bienquisto que hay en esta tierra ni en la Corte; que no es pequeño encarecimiento. Y aquel con quien va es el marqués de Ayamonte, estirado título de Castilla y Zúñiga de varón; y no menos que él es ése que viene en ese coche, el conde de la Puebla del Maestre, que tiene más maestres en su sangre que condes: mozo de grandes esperanzas, y lo fuera de mayores posesiones si tuviera de su parte la atención de la Fortuna. Allí pasa el conde de Castrillo, Haro, hermano del gran marqués de Carpio, presidente de Indias; y tras él el marqués de la Adrada, y el conde de Baños, padre e hijo, Cerdas, de la gran casa de Medinaceli. Ese otro es el marqués de los Trujillos, bizarro caballero. Y tras ellos, el conde de Fuensalida, con don Jaime Manuel, de la cámara de su majestad y hermano del duque de Maqueda y Nájera, que hoy gobierna el tridente de ambos mares.

-Dígame vuesa merced, señor licenciado- dijo la Rufina: -¿qué casas suntuosas son éstas enfrente de estas joyeras?

-Son del conde de Oñate- dijo el diablillo-, timbre esclarecidísimo de los Ladrones de Guevara, Mercurio Mayor de España y conde de Villamediana; hijo de un padre que hace emperadores, y es hoy presidente de Ordenes.

-Y aquellas gradas que están allí enfrente- prosiguió la tal Rufina María-, tan llenas de gente, ¿de qué templo son, o qué hacen allí tanta variedad de hombres vestidos de diferentes colores?

-Aquéllas son las gradas de San Felipe- respondió el Cojuelo-, convento de San Agustín, que es el mentidero de los soldados, de donde salen las nuevas primero que los sucesos.

-¿Qué entierro es éste tan suntuoso que pasa por la Calle Mayor?- preguntó don Cleofás, que estaba aturdido como la mulata.

-Este es el de nuestro astrólogo- respondió el Cojuelo-, que ayunó toda su vida para que se lo coman todos éstos en su muerte, y siendo su retiro tan grande cuando vivo, ordenó que le paseasen por la Calle Mayor después de muerto, en el testamento que hallaron sus parientes.

-¡Bellaco conde- dijo don Cleofás- es un ataúd para ese paseo!

-Los más ordinarios son esos- dijo el Cojuelo-, y los que ruedan más en el mundo. Y ahora me parece- prosiguió diciendo- que estarán mis amos menos indignados conmigo, pues la prenda que solicitaban por mí la tienen allá, hasta que vaya esta otra mitad, que es el cuerpo, a regalarse en aquellos baños de piedra azufre.

-¡Con sus tizones se lo coma!- dijo don Cleofás.

Y la Rufina estaba absorta mirando su Calle Mayor, que no les entendió la plática; y, volviéndose a ella el Cojuelo, le dijo: -Ya vamos llegando, señora Huéspeda, donde cumpla lo que desea; que ésa es la Puerta del Sol y la plaza de armas de la mejor fruta que hay en Madrid. Aquella bellísima fuente de lapislázuli y alabastro es la del Buen Suceso, adonde, como en pleito de acreedores, están los aguadores gallegos y coritos gozando de sus antelaciones para llenar de agua los cántaros. Aquélla es la Victoria, de frailes mínimos de San Francisco de Paula, retrato de aquel humilde y seráfico portento que en el Palacio de Dios ocupa el asiento de nuestro soberbio príncipe Lucifer; y mire allí enfrente los retratos que yo la prometí enseñar.

Sin estar la dicha mulata en la plática que hacia don Cleofás había dirigido el tal Cojuelo, y diciendo: -¡Qué linda hilera de señores, que parece que están vivos!

-El rey nuestro señor es el primero- dijo el Cojuelo.

-¡Qué hombre está!- dijo la mulata. -¡Qué bizarros bigotes tiene, y cómo parece rey en la cara y en el arte! ¡Qué hermosa que está junto a él la reina nuestra señora, y qué bien vestida y tocada! ¡Dios nos la guarde! Y aquel niño de oro que se sigue luego, ¿quién es?

-El príncipe nuestro señor- dijo don Cleofás-, que pienso que le crió Dios en la turquesa de los ángeles.

-Dios le bendiga- replicó Rufina-, y mi ojo no le haga mal; y viviendo más que el mundo, nunca herede a su padre, y viva su padre más siglos que tiene almenas en su monarquía. ¡Ay, señor!- prosiguió Rufina-, ¿quién es aquel caballero que, al parecer, está vestido a la turquesca, con aquella señora tan linda al lado, vestida a la española?

-No es- dijo el Cojuelo- traje turquesco; que es la usanza húngara, como ha sido rey de Hungría: que es Fernando de Austria, cesáreo emperador de Alemania y rey de romanos, y la emperatriz, su esposa, María, serenísima Infanta de Castilla, que hasta los demonios- volviéndose a don Cleofás- celebramos sus grandezas.

-¿Quién es aquel de tan hermosa cara y tan alentadas guedejas- preguntó la mulata-, que está también en la cuadrilla vestido de soldado, tan galán, tan bizarro y tan airoso, que se lleva los ojos de todos y tiene tanto auditorio mirándole?

-Aquél es el serenísimo Infante don Fernando- respondió el Cojuelo-, que está por su hermano gobernando los estados de Flandes, y es arzobispo de Toledo y cardenal de España, y ha dado al infierno las mayores entradas de franceses y holandeses que ha tenido jamás después que se representa en él la eternidad de Dios, y pienso que ha de hacer dar grada a mujeres de las luteranas, calvinistas y protestantes que siguen la secta de sus maridos; tanto, que los más de los días vuelve el dinero el purgatorio.

-Gana me da, si pudiera- dijo la mulata-, de darle mil besos.

-En país está- dijo don Cleofás- que tendrá el original bastante mercadería de eso; que esta ceremonia dejó Judas sembrada en aquellos países.

-¡Oh, cómo me pesa- dijo la Rufina- que va anocheciendo y encubriéndose el concurso de la Calle mayor!

-Ya todo ha bajado al Prado- dijo el Cojuelo-, y no hay nada que ver en ella; tome vuesa merced su espejo; que otro día le enseñaremos en él el río de Manzanares, que se llama río porque se ríe de los que van a bañarse en él, no teniendo agua; que solamente tiene regada la arena, y pasa el verano de noche, como río navarrisco, siendo el más merendado y cenado de cuantos ríos hay en el mundo.

-El más caudal de él es- dijo don Cleofás-, pues lleva más hombres, mujeres y coches que pescados los dos mares.

-Ya me espantaba yo- dijo el Cojuelo- que no volvías por tu río. Respóndele eso al vizcaíno que dijo: «O vende puente, o compra río».

-No ha menester mayor río Madrid- dijo don Cleofás-, pues hay muchos en él que se ahogan en poca agua, y en menos se ahogara aquel regidor que entró en el Ayuntamiento de las ranas del Molino quemado.

-¡Qué galante eres- dijo el Cojuelo-, don Cleofás, hasta contra tus regidores!

Bajándose con esto de la azotea, y la Rufina protestando al Cojuelo que le había de cumplir la palabra al día siguiente. Todo lo cual, y lo que más sucediere, se deja para el otro tranco.


Tranco nono

Y saliéndose al ejercicio de la noche pasada, aunque las calles de Sevilla, en la mayor parte, son hijas del Laberinto de Creta, como el Cojuelo era el Teseo de todas, sin el ovillo de Ariadna, llegaron al barrio del duque, que es una plaza más ancha que las demás, ilustrada de las ostentosas casas de los duques de Sidonia, como lo muestra sobre su armas y coronel un niño con una daga en la mano, segundo Isaac en el hecho, como el otro en la obediencia, el dicho que murió sacrificado a la lealtad de su padre don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, alcaide de Tarifa; aposento siempre de los asistentes de Sevilla, y hoy del que con tanta aprobación lo es, el conde de Salvatierra, gentilhombre de la cámara del señor Infante Fernando y segundo Licurgo del gobierno. Y al entrar por la calle de Las Armas, que se sigue luego a siniestra mano, en un gran cuarto bajo, cuyas rejas rasgadas descubrían algunas luces, vieron mucha gente de buena capa sentados con grande orden, y uno en una silla con un bufete delante, una campanilla, recado de escribir y papeles, y dos acólitos a los lados, y algunas mujeres con mantos, de medio ojo, sentadas en el suelo, que era un espacio que hacían los asientos, y el Cojuelo le dijo a don Cleofás: -Esta es una academia de los mayores ingenios de Sevilla, que se juntan en esta casa a conferir cosas de la profesión y hacer versos a diferentes asuntos: si quieres (pues eres hombre inclinado a esta habilidad), éntrate a entretener dentro; que por huéspedes y forasteros no podemos dejar de ser muy bien recibidos.

Don Cleofás le respondió: -En ninguna parte nos podemos entretener tanto: entremos enhorabuena.

Y trayendo en el aire, para entrar más de rebozo, el diablillo dos pares de anteojos, con sus cuerdas de guitarra para las orejas, que se las quitó a dos descorteses, que con este achaque palían su descortesía, que estaban durmiendo, por ejercerla de noche y de día, entraron muy severos en la dicha academia, que patrocinaba, con el agasajo que suele, el conde de la Torre, Ribera, y Saavedra, y Guzmán, y cabeza y varón de los Riberas. El presidente era Antonio Ortiz Melgarejo, de la insignia de San Juan, ingenio eminente de la Música y de la Poesía, cuya casa fué siempre el museo de la Poesía y de la Música. Era secretario Álvaro de Cubillo, ingenio granadino que había venido a Sevilla a algunos negocios de su importancia, excelente cómico y grande versificador, con aquel fuego andaluz que todos los que nacen en aquel clima tienen, y Blas de las Casas era fiscal, espíritu divino en lo divino y humano. Eran, entre los demás académicos, conocidos don Cristóbal de Rozas y don Diego de Rosas, ingenios peregrinos que han honrado el poema drámatico, y don García de Salcedo y Coronel, fénix de las letras humanas y primer Píndaro andaluz.

Levantáronse todos cuando entraron los forasteros, haciéndolos acomodar en los mejores lugares que se hallaron, y, sosegada la Academia al repique de la campanilla del presidente, habiendo referido

algunos versos de los sujetos, que habían dado en la pasada, y que daban fin en los que entonces había leído con una silva al fénix, que leyó doña Ana Caro, décima musa sevillana, les pidió el presidente a los dos forasteros que por honrar aquella Academia repitiesen algunos versos suyos, que era imposible dejar de hacerlos muy buenos los que habían entrado a oír los pasados; y don Cleofás, sin hacerse más de rogar, por parecer castellano entendido y cortesano de nacimiento, dijo: -Yo obedezco, con este soneto que escribí a la gran máscara del rey nuestro señor, que se celebró en el Prado alto, junto al Buen Retiro, tan grande anfiteatro, que borró la memoria de los antiguos griegos y romanos.

Callaron todos, y dijo en alta voz, con acción bizarra y airoso ademán, de esta suerte:

Soneto

Aquel que, más allá de hombre, vestido
De sus proprios augustos esplandores
Al sol por virrey tiene, y en mayores
Climas su nombre estrecha esclarecido,

Aquel que, sobre un céfiro nacido,
Entre los ciudadanos moradores
Del Betis, a quien más que pació flores
Plumas para ser pájaro ha bebido,

Aquel que a luz y a tornos desafía,
En la mayor palestra que vió el suelo,
Cuanta le ve estrellada monarquía,

Es, a pesar del bárbaro desvelo,
Filipo el Grande, que, árbitro del día,
Está partiendo imperios con el Cielo;

Aplaudiéndolo toda la Academia con vítores y un dilatado estruendo festivo; y apercibiéndose el Cojuelo para otro, destosiéndose como es costumbre en los hombres, siendo él espíritu, dijo de este modo:

«A un sastre tan caballero, que no quería cortar los vestidos de sus amigos, remitiéndolos a su masebarrilete.»

Soneto

Pánfilo, ya que los eternos dioses,
Por el secreto fin de su juicio,
No te han hecho tribuno ni patricio,
Con que a la dignidad del César oses,

Razón será que el ánimo reposes,
Haciendo en ti oblación y sacrificio;
Que dicen que no acudes a tu oficio
Estos que cortan lo que tú no coses.

Los ojos vuelve a tu primer estado;
Las togas cose, y de vestirlas deja;
Que un plebeyo no aspira al consulado.

Esto, Pánfilo, Roma te aconseja;
No digan que de plumas que has hurtado
Te has querido vestir, como corneja.

El soneto fué muy aplaudido de toda la Academia, diciendo los más noticiosos de ella que parecía epigrama de Marcial, o en su tiempo compuesto de algún poeta que le quiso imitar, y otros dijeron que adolecía del doctor de Villahermosa, divino Juvenal aragonés, pidiendo el conde de la Torre a don Cleofás y al Cojuelo que honrasen aquella junta lo que estuviesen en Sevilla, y que dijesen los nombres supuestos con que habían de asistirla, como se usó en la Corusca y en la academia de Capua, de Nápoles, de Roma y de Florencia, en Italia, y como se acostumbraba en aquélla. Don Cleofás dijo que se llamaba el Engañado, y el Cojuelo, el Engañador, sin entenderse el fundamento que tenían los dos nombres; y repartiendo los asuntos para la academia venidera, nombraron por presidente de ella al Engañado y por fiscal al Engañador, porque el oficio de secretario no se mudaba, haciéndoles esta lisonja por forasteros, y porque les pareció a todos que eran ingenios singulares. Y sacando una guitarra una dama de las tapadas, templada sin sentirlo, con otras dos cantaron a tres voces un romance excelentísimo de don Antonio de Mendoza, soberano ingenio montañés, y dueño eminentísimo del estilo lírico, a cuya divina música vendrán estrechos todos los agasajos de su fortuna. Con que se acabó la academia aquella noche, dividiéndose los unos de los otros para sus posadas, aunque todavía era temprano, porque no habían dado las nueve, y don Cleofás y el Cojuelo se bajaron hacia el Almeda, con pretexto de tomar el fresco en la Almenilla, baluarte bellísimo que resiste a Guadalquivir, para que no anegue aquel gran pueblo en las continuas y soberbias avenidas suyas. Y llegando a vista de San Clemente el Real, que estaba en el camino, a mano izquierda, convento ilustrísimo de monjas, que son señoras de todo aquel barrio, y de vasallos fuera de él, patronazgo magnífico de los reyes, fundado por el santo rey don Fernando porque el día de su advocación ganó aquella ciudad de los moros, le dijo el Cojuelo a don Cleofás: -Este real edificio es jaula sagrada de un serafín, o serafina, que fué primero dulcísimo ruiseñor del Tajo, cuya divina y extranjera voz no cabe en los oídos humanos, y sube en simétrica armonía a solicitar la capilla empírea, prodigio nunca visto en el diapasón ni en la Naturaleza; pero no por eso privilegiada de la envidia.

A estas hipérboles iba dando carrete (verdades pocas veces ejecutadas de su lengua), cuando, al revolver otra calle, pocas veces paseada a tales horas de nadie, oyeron grandes carcajadas de risa y aplausos de regocijo en una casa baja, edificio humilde que se indiciaba de jardín por unas pequeñas verjas de una reja algo alta del suelo, que malparía algunos relámpagos de luces, escasamente conocidos de los que pasaban. Y preguntóle al Cojuelo don Cleofás qué casa era aquella donde había tanto regocijo a aquellas horas. El diablillo le respondió: -Este se llama el garito de los pobres; que aquí se juntan ellos y ellas, después de haber pedido todo el día, a entretenerse y a jugar, y a nombrar los puestos donde han de mendigar al otro día, porque no se encuentren unas limosnas con otras. Entremos dentro y nos entretendremos un rato; que, sin ser vistos ni oídos, haciéndonos invisibles con mi buena maña, hemos de registrar este conclave de San Lázaro.

Y con estas palabras, tomando a don Cleofás por la mano, se entraron por un balconcillo que a la mano derecha tenía la mendiga habitación, porque en la puerta tenían puesto portero porque no entrasen más de los que ellos quisiesen y los que fuesen señalados de la mano de Dios; y bajando por un caracolillo a una sala baja, algo espaciosa, cuyas ventanas salían a un jardinillo de ortigas y malvas, como de gente que había nacido en ellas, la hallaron ocupada con mucha gente de los pobres que habían venido, comenzando a jugar al rentoy y limetas de vino de Alanís y Cazalla, que en aquel lugar nunca lo hay razonable, y algunos mirones, sentados también, y en pie. La mesa sobre que se jugaba era de pino, con tres pies y otro supuesto, que podía pedir limosna como ellos, un candelero de barro con una antorcha de brea, y los naipes con dos dedos de moho hacia cecina, de puro manejados de aquellos príncipes, y el barato que se sacaba se iba poniendo sobre el candelero. Y a otra parte estaba el estrado de las señoras, sobre una estera de esparto, de retorno del invierno pasado; tan remendados todos y todas, que parece que les habían cortado de vestir de jaspes de los muladares. Y entrando don Cleofás y su compañero y diciendo una pobre, fué todo uno: «Ya viene el Diablo Cojuelo», alteróse don Cleofás y dijo a su camarada: -Juro a Dios que nos han conocido.

-No te sobresaltes- respondió el diablillo-; que no nos han conocido ni nos pueden ver, como te previne; que el que ha dicho la pobre que viene es aquel que entra ahora, que trae una pierna de palo y una muleta en la mano y se viene quitando la montera, y entre ellos le llaman el Diablo Cojuelo por mal nombre, que es un bellaco, mal pobre, embustero y ladrón, y estoy harto cansado con él y con ellas porque le llaman así, que es una sátira que me han hecho con esto, y que yo he sentido mucho; pero esta noche pienso que me lo ha de pagar, aunque sea con la mano del gato, como dicen.

-Muy grande atrevimiento- dijo don Cleofás- ha sido quererlas apostar contigo, siendo tú el demonio más travieso del infierno, y no te la hará nadie que no te la pague.

-Estos pobres- dijo el Cojuelo-, como son de Sevilla, campan también de valientes, y reñirán con los diablos; pero no se alabará, si yo puedo, éste de haber salido horro de esta chanza; que en el mundo se me han atrevido solamente tres linajes de gentes: representantes, ciegos y pobres; que los demás embusteros y gente de este género pasan por demonios como yo.

En esto, se había acomodado o sentádose en el suelo el Piedepalo, Diablo Cojuelo segundo de este nombre, diciendo muchas galanterías a las damas, y entró el Murciélago, llamado así porque pedía de noche a gritos por las calles, con Sopaenvino, que le había encontrado agazapado en una taberna y sacado por el rastro de los mosquitos que salían de él, como de la cuba de Sahagún. Convidóles con su asiento el Chicharro y el Gallo, el uno, que cantaba pidiendo por las siestas en verano y despertando los lirones; el otro mendigaba por las madrugadas; y tomando el suelo por mejor asiento, porque cualquiera cosa más alta los desvanecía, y estando en esto, entré un pobre en un carretón, a quien llamaban el Duque, y todos se levantaron, ellos y ellas, a hacerle cortesía; y él, quitándose un sombrerillo que había sido de un carril de un pozo, dijo: -Por mi amor que se estén quedos y quedas, o me volveré a ir.

Temieron el disfavor, y llegándole el muchacho que le traía el carretón a la mesa donde se jugaba, pidió cartas. Faraón, que era uno de los del juego, llamado de esta suerte porque pedía con plagas a las puertas de las iglesias, y el Sargento, nombrado así porque tenía un brazo menos, le dijeron que los dejase jugar su excelencia, que estaban picados; que después harían lo que les mandaba; viniéndose el Duque con el Marqués de los Chapines, que era un pobre que andaba arrastrando, y de la cintura arriba muy galán, y estaba entreteniendo las damas, diciendo: -Con vusía me vengo, que está más bien parado.

Y a ninguno de los dos les habían las damas menester para nada.

La Postillona, llamada de este nombre porque pedía a las veinte limosna, no dejando calle ni barrio que no anduviese cada día, tuvo palabras con la Berlinga, tan larga como el nombre, que había sido senda de Esgueva a Zapardiel, sobre celos del Duque; y la Paulina, que apellidaban así porque maldecía a quien no le daba limosna, se picó con la Galeona, que llamaban de esta suerte porque andaba artillada de niños que alquilaba para pedir, sobre haber dicho unas palabras preñadas al Marqués, sin dar causa su señoría a ello, metiéndose la Lagartija y la Mendruga a revolverlas más, y el Piedepalo a las vueltas, con las Fuerzas de Hércules, que eran dos pobres, uno sobre otro, que a no meterse Zampalimosnas, que era el garitero, de por medio, y Pericón el de la Barquera, y Embudo el Temerario, Tragadardos, Zancayo, Peruétano y Ahorcasopas, hubiera un paloteado, entre los pobres, y las pobras, de los diablos. El Duque y el Marqués interpusieron sus autoridades, y para aquietarlo de todo punto, enviaron por un particular, que trujo luego Piedepalo, para pagarlo de bonete, que fueron unos ciegos y una gaita zamorana que muy cerca de allí se recogían, que fué menester pagárselo adelantado porque se levantasen, y se concertó en treinta cuartos, y dijo el Duque que no se había pagado tan caro particular jamás, por vida de la Duquesa.

Y al mismo tiempo que entró Piedepalo con el particular, se entró tras ellos Cienllamas, con la vara en la pretina, y Chispa y Redina con él, preguntando: -¿Quién es aquí el Diablo Cojuelo? Que he tenido soplo que está aquí en este garito de los pobres, y no me ha de salir ninguno de este aposento hasta reconocerlos a todos, porque me importa hacer esta prisión.

Los pobres y las pobras se escarapelaron viendo la justicia en su garito, y el verdadero Diablo Cojuelo, como quien deja la capa al toro, dejó a Cienllamas cebado con el pobrismo, y por el caracolillo se volvieron a salir del garito él y don Cleofás.

-Este es- dijo el Duque señalando a Piedepalo-; que nosotros, ni hombres como nosotros, no hemos de defender de la justicia a hombres tan delincuentes- tomando venganza de algunos embustes que les había hecho en las limosnas de la sopa de los conventos; y agarrando con él Chispa y Redina, comenzó a pedir iglesia a grandes voces Piedepalo, que en un bodegón hiciera lo mismo, queriendo darles a entender que era ermita, y no garito, donde estaban, y que todos y todas habían venido a hacer oración a ella. El tal Cienllamas y Chispa y Redina comenzaron a sacarle arrastrando, diciéndole entre algunos puñetes y mojicones: -No penséis, ladrón, que os habéis de escapar con esos embustes de nuestras manos; que ya os conocemos.

Entonces el Marqués, metiendo las manos en los chapines, dijo: -¿Por qué hemos de consentir que no contradiga el Duque que lleve preso un alguacil a un pobrete como el Cojuelo? ¡Por vida de la Marquesa que no lo ha de llevar!

Y haciéndose los demás pobres y las pobras de su parte, y apagando las luces, comenzaron con los asientos y con las muletas y bordones a zamarrearle a él y a sus corchetes a oscuras, tocándoles los ciegos la gaita zamorana y los demás instrumentos, a cuyo son no se oían los unos a los otros, acabando la culebra con el día y con desaparecerse los apaleados.



Tranco décimo

En este tiempo llegaban a las gradas su camarada y don Cleofás, tratando de mudarse de aquella posada, porque ya tenía rastro de ellos Cienllamas, cuando vieron entrar por la posta, tras un postillón, dos caballeros soldados vestidos a la moda, y díjole el Cojuelo a don Cleofás: -Estos van a tomar posada y apearse a Caldebayona o a la Pajería, y es tu dama y el soldado que viene en su compañía, que, por acabar más presto la jornada, dejaron la litera y tomaron postas.

-¡Juro a Dios- dijo don Cleofás- que lo he de ir a matar antes que se apee, y a cortarle las piernas a doña Tomasa!

-Sin riesgo tuyo se hará todo eso- djio el Cojuelo-, ni sin tanta demostración pública: gobiérnate por mí ahora; que yo te dejaré satisfecho.

-Con eso me has templado- dijo don Cleofás; que estaba loco de celos.

-Ya sé qué enfermedad es ésa, pues se compara a todo el infierno junto- dijo el diablillo. -Vámonos a casa de nuestra mulata: almorzarás y conmutarás en sueño la pendencia; y acuérdate que has de ser presidente de la Academia, y yo fiscal.

-Pardiez- dijo don Cleofás-, todo se me había olvidado con la pesadumbre; pero es razón que cumplamos nuestras palabras como quien somos.

Y habiéndose mudado de la posada de Rufina otro día a otra de la Morería, más recatada, pasaron los que faltaron para la Academia en estudiar y escribir los sujetos que les habían dado y en hacer don Cleofás una oración para preludio de ella, como es costumbre y obligación de las presidencias de tales actos; y, llegado el día, se aderezaron lo mejor que pudieron, y al anochecer partieron a la palestra, donde les esperaban todos los ingenios con admiraciones de los suyos, y con los mismos antojos de la preñez pasada se fueron sentando en los lugares que les tocaban; y haciendo señal con la campanilla para obligar al silencio, don Cleofás, llamado el Engañado en la Academia, hizo una oración excelentísima en verso de silva, cuyos números ataron los oídos al aplauso y desataron los asombros a sus alabanzas. Y en pronunciando la última palabra, que es el Dixi, volviendo a resonar el pájaro de plata, dijo: -Yo quiero parecer presidente en publicar ahora, después de mi oración, unas pragmáticas que guarden los divinos ingenios que me han constituído en esta dignidad- leyendo de esta manera un papel que traía doblado en el pecho: «Pragmáticas y ordenanzas que se han de guardar en la ingeniosa Academia Sevillana desde hoy en adelante».

Y porque se celebren y publiquen con la solemnidad que es necesaria, sirviendo de atabales los cuatro vientos y de trompetas el Músico de Tracia, tan marido, que por su mujer descendit ad inferos, y Arión, que, siendo de los piratas con quien navegaba arrojado al mar por robarle, le dió un delfín en su escamosa espalda, al son de su instrumento, jamugas para que no naufragase, et coetus et Amphion Thebanae conditor urbis; y pregonero la Fama, que penetra provincias y elementos, y secretario que se las dicte Virgilio Marón, príncipe de los poetas, digan de esta suerte:

»Don Apolo, por la gracia de la Poesía, rey de las Musas, príncipe de la Aurora, conde y señor de los oráculos de Delfos y Delo, duque del Pindo, archiduque de las dos Frentes del Parnaso y marqués de la Fuente Cabalina, etc., a todos los poetas heroicos, épicos, trágicos, cómicos, ditirámbicos, dramáticos, autistas, entremeseros, bailinistas y villancieres, y los demás del nuestro dominio, así seglares como eclesiásticos, salud y consonantes. Sepades: como, advirtiendo los grandes desórdenes y desperdicios con que han vivido hasta aquí los que manejan nuestros ritmos, y que son tantos los que sin temor de Dios y de sus conciencias, componen, escriben y hacen versos, salteando y capeando de noche y de día los estilos, conceptos y modos de decir de los mayores, no imitándolos con la templanza y perífrasis que aconseja Aristóteles, Horacio y César Escalígero, y los demás censores que nuestra Poética advierten, sino remendándose con centones de los otros y haciendo mohatras de versos, fullerías y trapazas, y para poner remedio en esto, como es justo, ordenamos y mandamos lo siguiente:

»Primeramente se manda que todos escriban con voces castellanas, sin introducirlas de otras lenguas, y que el que dijere fulgor, libar, numen, purpurear, meta, trámite, afectar, pompa, trémula, amago, idilio, ni otras de esta manera, ni introdujere posposiciones desatinadas, quede privado de poeta por dos academias, y a segunda vez, confiscadas sus sílabas, y arados de sal sus consonantes, como traidores a su lengua materna.

»Item, que nadie lea sus versos en idioma de jarabe, ni con gárgaras de algarabía en el gútur, sino en nuestra castellana pronunciación, pena de no ser oídos de nadie.

»Item, por cuanto celebraron el fénix en la academia pasada en tantos géneros de versos, y en otras muchas ocasiones lo han hecho otros, levantándole testimonios a esta ave y llamándola hija y heredera de sí propia y pájaro del sol, sin haberle tomado una mano ni haberla conocido si no es para servirla, ni haber ningún testigo de vista de su nido, y ser alarbe de los pájaros, pues en ninguna región ha encontrado nadie su aduar, mandamos que se ponga perpetuo silencio en su memoria, atento que es alabanza supersticiosa y pájaro de ningún provecho para nadie, pues ni sus plumas sirven en las galas cortesanas ni militares, ni nadie ha escrito con ellas, ni su voz ha dado música a ningún melancólico, ni sus pechugas alimento a ningún enfermo; que es pájaro duende, pues dicen que le hay, y no le encuentra nadie, y ave solamente para sí; finalmente, sospechosa de su sangre, pues no tiene abuelo que no haya sido quemado; estando en el mundo el pájaro celeste, el cisne, el águila, que no era bobo Júpiter, pues la eligió por su embajatriz, la garza, el neblí, la paloma de Venus, el pelícano, afrenta de los miserables, y, finalmente, el capón de leche, con quien los demás son unos pícaros. Este sí que debe alabarse, y mátenle un fénix a quien sea su devoto, cuando tenga más necesidad de comer.

Dios se lo perdone a Claudiano, que celebró esta necedad imaginada, para que todos los poetas pecasen en él.

»Item, porque a nuestra noticia ha venido que hay un linaje de poetas y poetisas hacia palaciegos, que hacen más estrecha vida que los monjes del Paular, porque con ocho o diez vocablos solamente, que son crédito, descrédito, recato, desperdicio, ferrión, desmán, atento, valido, desvalido, baja fortuna, estar falso, explayarse, quieren expresar todos sus conceptos y dejar a Dios solamente que los entienda, mandamos que les den otros cincuenta vocablos más de ayuda de costa, del tesoro de la Academia, para valerse de ellos, con tal que, si no lo hicieren, caigan en pena de menguados y de no ser entendidos, como si hablaran en vascuence.

»Item, que en las comedias se quite el desmesurarse los embajadores con los reyes, y que de aquí en adelante no le valga la ley del mensajero; que ningún príncipe en ellas se finja hortelano por ninguna infanta, y que a las de León se les vuelva su honra con chirimías, por los testimonios que las han levantado; que los lacayos graciosos no se entremetan con las personas reales si no es en el campo, o en las calles de noche; que para querer dormirse sin qué ni para qué, no se diga: «Sueño me toma», ni otros versos por el consonante, como decir a rey, «porque es justísima ley», ni a padre, «porque a mi honra más cuadre», ni las demás; «A furia me provoco», «Aquí para entre los dos» y otras civilidades, ni que se disculpen sin disculparse, diciendo:

Porque un consonante obliga
a lo que el hombre no piensa

Y el poeta que en ellas incurriere, de aquí adelante, la primera vez le silben, y la segunda, sirva a su majestad con dos comedias en Orán.

»Item, que los poetas más antiguos se repartan por sus turnos a dar limosna de sonetos, canciones, madrigales, silvas, décimas, romances y todos los demás géneros de versos a poetas vergonzantes que piden de noche, y a recoger los que hallaren enfermos comentando, o perdidos en las Soledades de don Luis de Góngora; que haya una portería en la Academia, por donde se dé sopa de versos a los poetas mendigos.

»Item que se instituya una Hermandad y Peralbillo contra los poetas monteses y jabalíes.

»Item, mandamos que las comedias de moros se bauticen dentro de cuarenta días o salgan del reino.

»Item, que ningún poeta, por necesidad ni amor, pueda ser pastor de cabras ni ovejas, ni de otra res semejante, salvo si fuere tan hijo pródigo que, disipando sus consonantes en cosas ilícitas, quedare sin ninguno sobre qué caer poeta; mandamos que en tal caso, en pena de su pecado, guarde cochinos.

»Item, que ningún poeta sea osado a hablar mal de los otros si no es dos veces en la semana.

»Item, que al poeta que hiciere poema heroico no se le dé de plazo más que un año y medio, y que lo que más tardare se entienda que es falta de la musa; que a los poetas satíricos no se les dé lugar en las academias, y se tengan por poetas bandidos y fuera del gremio de la poesía noble, y que se pregonen las tallas de sus consonantes, como de hombres facinerosos a la república. Que ningún hijo de poeta, que no hiciere versos no pueda jurar por vida de su padre, porque parece que no es su hijo.

»Item, que el poeta que sirviere a señor ninguno, muera de hambre por ello.

»Y, al fin, estas pragmáticas y ordenanzas se obedezcan y ejecuten como si fueran leyes establecidas de nuestros príncipes, reyes y emperadores de la Poesía.

»Mándense pregonar, porque venga a noticia de todos».

Celebradísimo fué el papel de el Engañado por peregrino y caprichoso, sacando, al mismo tiempo que le acababa, otro del pecho el Engañador, llamado así en la Academia y en los tres hemisferios, y fiscal de la presente, que decía de esta manera: «Pronóstico y lunario del año que viene, al Meridiano de Sevilla y Madrid, contra los poetas, músicos y pintores. Compuesto por el Engañador, académico de la insigne Academia del Betis y dirigido a Perico de los Palotes, protodemonio y poeta de Dios te la depare buena»; interrumpiendo estas últimas razones un alguacil de los veinte, guarnecido de corchetes (y tantos, que si fueran de plata, pudiera competir con la capitana y almiranta de los galeones cuando vuelven de retorno con las entrañas del Potosí y los corazones de los que los esperan y los traen), doña Tomasa y su soldado, como entraron por la posta para estar a la vista de la ejecución de su requisitoria; la Academia se alteró con la intempestiva visita, y el atrevido alguacil dijo: -Vuesas mercedes no se alboroten: que yo vengo a hacer mi oficio y a prender no menos que al señor presidente, porque es orden de Madrid, y la he de hacer de evangelio.

Palotearon los académicos, y don Cleofás se espeluzó tanto y cuanto, y el fiscal, que era el Cojuelo, le dijo: -No te sobresaltes, don Cleofás, y déjate prender, no nos perdamos en esta ocasión; que yo te sacaré a paz y a salvo de todo.

Y volviendo a los demás, les dijo lo mismo, y que no convenía en aquel lance resistencia ninguna; que si fuera menester, el Engañado y él metieran a todos los alguaciles de Sevilla las cabras en el corral.

-Hombre hay aquí- dijo un estudiantón del Corpus, graduado por la Feria y el pendón verde- que, si es menester, no dejará oreja de ministro a manteazos, siendo yo el menor de todos estos señores.

El alguacil trató de su negocio sin meterse en dimes ni diretes, deseando más que hubiese dares y tomares, y doña Tomasa estuvo, empuñada la espada y terciada la capa, a punto de pelear al lado de su soldado; que era, sobre alentada, muy diestra, como había tanto que jugaba las armas, hasta que vió sacar preso al que le negaba la deuda, libre de polvo y paja. El Cojuelo se fué tras ellos, y la Academia se malogró aquella noche, y murió de viruelas locas.

El Cojuelo, arrimándose al alguacil, le dijo aparte, metiéndole un bolsillo en la mano, de trescientos escudos: -Señor mío, vuesa merced ablande su cólera con esta diaquilón mayor, que son ciento y cincuenta doblones de a dos.

Respondiéndole el alguacil, al mismo tiempo que los recibió: -Vuesas mercedes perdonen el haberme equivocado, y el señor licenciado se vaya libre y sin costas, más de las que le hemos hecho; que yo me he puesto a un riesgo muy grande habiendo errado el golpe.

El soldado y la señora doña Tomasa, que también habían regalado al alguacil, por más protestas que le hicieron entonces, no le pudieron poner en razón, y ya a estas horas estaban los dos camaradas tan lejos de ellos, que habían llegado al río y al Pasaje, que llaman, por donde pasan de Sevilla a Triana y vuelven de Triana a Sevilla, y, tomando un barco, durmieron aquella noche en la calle del Altozano, calle Mayor de aquel ilustre arrabal, y la Vitigudino y su galán se fueron muy desairados a lo mismo a su posada, y el alguacil a la suya, haciendo mil discursos con sus trescientos escudos, y el Cojuelo madrugó sin dormir, dejando al compañero en Triana, para espiar en Sevilla lo que pasaba acerca de las causas de los dos, resolviendo de paso dos o tres pendencias en el Arenal.

Y el alguacil despertó más temprano, con el alborozo de sus doblones, que había puesto debajo de las almohadas, y, metiendo la mano, no los halló; y levantándose a buscarlos, se vió emparedado de carbón, y todos los aposentos de la casa de la misma suerte, porque no faltase lo que suele ser siempre del dinero que da el diablo, y tan sitiado de esta mercadería, que fué necesario salir por una ventana que estaba junto al techo, y en saliendo, se le volvió todo el carbón ceniza; que si no fuera así, tomara después por partido dejar lo alguacil por carbonero, si fuera el carbón de la encina del infierno, que nunca se acaba, amén Jesús.

El Cojuelo iba dando notables risotadas entre sí sabiendo lo que le había sucedido al alguacil con el soborno. Saliendo, en este tiempo, por la calle de Tintores a la plaza de San Francisco, y habiendo andado muy pocos pasos, volvió la cabeza y vió que le venían siguiendo Cienllamas, Chispa y Redina; y, dejando las muletas, comenzó a correr, y ellos tras él, a grandes voces, diciendo: -¡Tengan ese cojo ladrón!

Y cuando casi le echaban las garras Chispa y Redina, venía un escribano del número bostezando, y metiósele el Cojuelo por la boca, calzado y vestido, tomando iglesia, la que más a su propósito pudo hallar. Quisieron entrarse tras él a sacarle de este sagrado Chispa, Redina y Cienllamas, y salió a defender su jurisdicción una cuadrilla de sastres, que les hicieron resistencia a agujazos y a dedalazos, obligando a Cienllamas a enviar a Redina al infierno por orden de lo que se había de hacer; y lo que trajo en los aires fué que, con el escribano y los sastres, diesen con el Cojuelo en los infiernos. Ejecutóse como se dijo, y fué tanto lo que los revolvió el Escribano, después de haberle hecho gormar al Cojuelo, que tuvieron por bien los jueces de aquel partido echarlo fuera, y que se volviese a su escritorio, dejando a los sastres en rehenes, para unas libreas que habían de hacer a Lucifer a la festividad del Antecristo; tratando doña Tomasa, desengañada, de pasarse a las Indias con el tal soldado, y don Cleofás, de volverse a Alcalá a acabar sus estudios, habiendo sabido el mal suceso de la prisión de su diablillo, desengañado de que hasta los diablos tienen sus alguaciles y que los alguaciles tienen a los diablos. Con que da fin esta novela, y su dueño gracias a Dios porque le sacó de ella con bien, suplicando a quien la leyere que se entretenga y no se pudra en su leyenda, y verá qué bien se halla.


FIN



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