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La insignia
25 de octubre del 2002


El Diablo Cojuelo (I)


Luis Vélez de Guevara (1579-1644)


Prólogo

A los mosqueteros de la comedia de Madrid

Gracias a Dios, mosqueteros míos, o vuestros, jueces de los aplausos cómicos por la costumbre y mal abuso, que una vez tomaré la pluma sin el miedo a vuestros silbos, pues este discurso del Diablo Cojuelo nace a luz concebido sin teatro original fuera de vuestra jurisdicción; que aun del riesgo de la censura del leerlo está privilegiado por vuestra naturaleza, pues casi ninguno de vosotros sabe deletrear; que nacistéis para número de los demás, y para pescados de los estanques de los corrales, esperando, las bocas abiertas, el golpe del concepto por el oído y por la manotada del cómico, y no por el ingenio. Allá os lo habéis con vosotros mismos, que sois corchetes de la Fortuna, dando las más veces premio a lo que aún no merece oídos, y abatís lo que merece estar sobre las estrellas; pero no se me da de vosotros dos caracoles: hágame Dios bien con mi prosa, entretanto que otros fluctúan por las maretas de vuestros aplausos, de quien nos libre Dios por su infinita misericordia, Amén, Jesús.


Carta de recomendación
(Al cándido o moreno lector)

Lector amigo: Yo he escrito este discurso, que no me he atrevido a llamarle libro, pasándome de la jineta de los consonantes a la brida de la prosa, en las vacantes que me han dado las despensas de mi familia y los autores de las comedias por su Majestad; y como es El Diablo Cojuelo, no lo reparto en capítulos, sino en trancos. Suplícote que los des en su leyenda, porque tendrás menos que censurarme, y yo que agradecerte. Y, por no ser para más, ceso, y no de rogar a Dios que me conserve en tu gracia.

De Madrid, a los que fueron entonces del mes y año, y tal y tal y tal.


Tranco primero

Daban en Madrid, por los fines de julio, las once de la noche en punto, hora menguada para las calles, y, por faltar la luna, jurisdicción y término redondo de todo requiebro lechuzo y patarata de la muerte. El Prado boqueaba coches en la última jornada de su paseo, y en los bañes de Manzanares los Adanes y las Evas de la Corte, fregados más de la arena que limpios del agua, decían el Ite, río est, cuando don Cleofás Leandro Pérez Zambullo, hidalgo a cuatro vientos, caballero huracán y encrucijada de apellidos, galán de noviciado y estudiante de profesión, con un broquel y una espada, aprendía a gato por el caballete de un tejado, huyendo de la justicia, que le venía a los alcances por un estupro que no lo había comido ni bebido, que en el pleito de una doncella al uso estaba graduado en el lugar veintidoseno, pretendiendo que el pobre licenciado escotase sólo lo que tantos habían merendado; y como solicitaba escaparse del «para en uno son» (sentencia definitiva del cura de la parroquia y auto que no lo revoca si no es el vicario Responso, juez de la otra vida), no dificultó arrojarse desde el ala del susodicho tejado, como si las tuviera, a la buharda de otro que estaba confinante, nordesteado de una luz que por ella escasamente se brujuleaba, estrella de la tormenta que corría, en cuyo desván puso los pies y la boca a un mismo tiempo, saludándolo como a puerto de tales naufragios, y dejando burlados los ministros del agarro y los honrados pensamientos de mi señora doña Tomasa de Vitigudino, doncella chanflona, que se pasaba de noche como cuarto falso, que, para que surtiese efecto su bellaquería, había cometido otro estelionato más con el capitán de los jinetes a gatas que corrían las costas de aquellos tejados en su demanda, y volvían corridos de que se les hubiese escapado aquel bajel de capa y espada que llevaba cautiva la honra de aquella señora mohatrera de doncellazgos, que juraba entre sí tomar satisfacción de este desaire en otro inocente, chapetón de embustes doncelliles, fiada en una madre que ella llamaba tía, liga donde había caído tanto pájaro forastero.

A estas horas, el estudiante, no creyendo su buen suceso y deshollinando con el vestito y los ojos el zaquizamí, admiraba la región donde había arribado, por las extranjeras extravagancias de que estaba adornada la tal espelunca, cuyo avariento farol era un candil de garabato, que descubría sobre una mesa antigua de cadena, papeles infinitos, mal compuestos y ordenados, escritos de caracteres matemáticos, unas efemérides abiertas, dos esferas y algunos compases y cuadrantes, ciertas señales de que vivía en el cuarto de más abajo algún astrólogo, dueño de aquella confusa oficina y embustera ciencia; y llegándose don Cleofás curiosamente, como quien profesaba letras y era algo inclinado a aquella profesión, a revolver los trastos astrológicos, oyó un suspiro entre ellos mismos, que, pareciéndole imaginación o ilusión de la noche, pasó adelante con la atención papeleando los memoriales de Euclides y embelecos de Copérnico; escuchando segunda vez repetir el suspiro, entonces, pareciéndole que no era engaño de la fantasía, sino verdad que se había venido a los oídos, dijo con desgarro y ademán de estudiante valiente:

-¿Quién diablos suspira aquí?

Respondiéndole al mismo tiempo una voz entre humana y extranjera: -Yo soy, señor licenciado, que estoy en esta redoma, adonde me tiene preso ese astrólogo que vive ahí abajo, porque también tiene su punta de la mágica negra, y es mi alcaide dos años habrá.

-Luego ¿familiar eres? -dijo el estudiante.

-Harto me holgara yo -respondieron de la redoma-que entrara uno de la Santa Inquisición para que, metiéndole a él en otra de cal y canto, me sacara a mí de esta jaula de papagayos de piedra azufre. Pero tú has llegado a tiempo que me puedes rescatar; porque éste a cuyos conjuros estoy asistiendo me tiene ocioso, sin emplearme en nada, siendo yo el espíritu más travieso del infierno.

Don Cleofás, espumando valor, prerrogativa de estudiante de Alcalá, le dijo: -Eres demonio plebeyo, o de los de nombre?

-Y de gran nombre -le repitió el vidrio endemoniado-, y el más celebrado en entrambos mundos.

-¿Eres Lucifer? - le repitió don Cleofás.

-Ése es demonio de dueñas y escuderos -le respondió la voz.

-¿Eres Satanás? -prosiguió el estudiante.

-Ese es demonio de sastres y carniceros -volvió la voz a repetirle.

-¿Eres Belcebú? -volvió a preguntarle don Cleofás.

Y la voz respóndele: -Ése es demonio de tahures, amancebados y carreteros.

-¿Eres Barrabás, Belial, Astarot? -finalmente le dijo el estudiante.

-Esos son demonios de mayores ocupaciones -le respondió la voz-: demonio más por menudo soy, aunque me meto en todo: yo soy las pulgas del infierno, la chisme, el enredo, la usura, la mohatra; yo truje al mundo la zarabanda, el déligo, la chacona, el bullicuzcuz, las cosquillas de la capona, el guiriguirigay, el zambapalo, la mariona, el avilipinti, el pollo, la carretería, el hermano Bartolo, el carcañal, el guineo, el colorín colorado; yo inventé las pandorgas, las jácaras, las papalatas, los comos, las mortecinas, los títeres, los volatines, los saltabancos, los maesecorales, y, al fin, yo me llamo el Diablo Cojuelo.

-Con decir eso- dijo el estudiante- hubiéramos ahorrado lo demás: vuesa merced me conozca por su servidor; que ha muchos días que le deseaba conocer. Pero ¿no me dirá, señor Diablo Cojuelo, por qué le pusieron este nombre, a diferencia de los demás, habiendo todos caído desde tan alto, que pudieran quedar todos de la misma suerte y con el mismo apellido?

-Yo, señor don Cleofás Leandro Pérez Zambullo, que ya le sé el suyo, o los suyos- dijo el Cojuelo-, porque hemos sido vecinos por esa dama que galanteaba y por quien le ha corrido la justicia esta noche, y de quien después le contaré maravillas, me llamo de esta manera porque fuí el primero de los que se levantaron en el rebelión celestial, y de los que cayeron y todo; y como los demás dieron sobre mí, me estropearon, y así quedé más que todos señalado de la mano de Dios y de los pies de todos los diablos, y con este sobrenombre; mas no por eso menos ágil para todas las facciones que se ofrecen en los países bajos, en cuyas empresas nunca me he quedado atrás, antes me he adelantado a todos; que, camino del infierno, tanto anda el cojo como el viento; aunque nunca he estado más sin reputación que ahora en poder de este vinagre, a quien por trato me entregaron mis propios compañeros, porque los traía al retortero a todos, como dice el refrán de Castilla, y cada momento a los más agudos les daba gato por demonio. Sácame de este Árgel de vidrio; que yo te pagaré el rescate en muchos gustos, a fe de demonio, porque me precio de amigo de mi amigo, con mis tachas buenas y malas.

-¿Cómo quieres -dijo don Cleofás mudando la cortesía con la familiaridad de la conversación- que yo haga lo que tú no puedes siendo demonio tan mañoso?

-A mí no me es concedido -dijo el espíritu-, y a tí sí, por ser hombre con el privilegio del bautismo y libre del poder de los conjuros, con quien han hecho pacto los príncipes de la Guinea infernal. Toma un cuadrante de ésos y haz pedazos esta redoma; que luego en derramándome me verás visible y palpable.

No fue escrupuloso ni perezoso don Cleofás, y ejecutando lo que el espíritu le dijo, hizo con el instrumento astronómico jigote del vaso, inundando la mesa sobredicha de un licor turbio, escabeche en que se conservaba el tal diablillo; y volviendo los ojos al suelo, vió en él un hombrecillo de pequeña estatura, afirmado en dos muletas, sembrado de chichones mayores de marca, calabacino de testa y badea de cogote, chato de narices, la boca formidable y apuntalada en dos colmillos solos, que no tenían más muela ni diente los desiertos de las encías, erizados los bigotes como si hubiera barbado en Hircania; los pelos de su nacimiento, ralos, uno aquí y otro allí, a fuer de los espárragos, legumbre tan enemiga de la compañía, que si no es para venderlos en manojos, no se junta. Bien hayan los berros, que nacen unos entrepernados con otros, como vecindades de la Corte, perdone la malicia la comparación.

Asco le dió a don Cleofás la figura, aunque necesitaba de su favor para salir del desván, ratonera del astrólogo en que había caído huyendo de los gatos que le siguieron (salvo el guante a la metáfora), y asiéndole por la mano el Cojuelo y diciéndole: «Vamos don Cleofás, que quiero comenzar a pagarte en algo lo que te debo», salieron los dos por la buharda como si los dispararan de un tiro de artillería, no parando de volar hasta hacer pie en el capitel de la torre de San Salvador, mayor atalaya de Madrid, a tiempo que su reloj daba la una, hora que tocaba a recoger el mundo poco a poco al descanso del sueño; treguas que dan los cuidados a la vida, siendo común el silencio a las fieras y a los hombres; medida que a todos hace iguales; habiendo una prisa notable a quitarse zapatos y medias, calzones y jubones, basquiñas, verdugados, guardainfantes, polleras, enaguas y guardapiés, para acostarse hombres y mujeres, quedando las humanidades menos mesuradas, y volviéndose a los primeros originales, que comenzaron el mundo horros de todas estas baratijas; y engestándose al camarada, el Cojuelo le dijo: -Don Cleofás, desde esta picota de las nubes, que es el lugar más eminente de Madrid, mal año para Menipo en los diálogos de Luciano, te he de enseñar todo lo más notable que a estas horas pasa en esta Babilonia española, que en la confusión fue esa otra con ella segunda de este nombre.

Y levantando a los techos de los edificios, por arte diabólica, lo hojaldrado, se descubrió la carne del pastelón de Madrid como entonces estaba, patentemente, que por el mucho calor estivo estaba con menos celosías, y tanta variedad de sabandijas racionales en esta arca del mundo, que la del diluvio, comparada con ella, fue de capas y gorras.


Tranco segundo

Quedó don Cleofás absorto en aquella pepitoria humana de tanta diversidad de manos, pies y cabezas, y haciendo grandes admiraciones, dijo: -¿Es posible que para tantos hombres, mujeres y niños, haya lienzo para colchones, sábanas y camisas? Déjame que me asombre que entre las grandezas de la Providencia divina no sea ésta la menor.

Entonces el Cojuelo, previniéndole, le dijo: -Advierte que quiero empezar a enseñarte distintamente, en este teatro donde tantas figuras representan, las más notables, en cuya variedad está su hermosura. Mira allí primeramente cómo están sentados muchos caballeros y señores a una mesa opulentísima, acabando una media noche; que eso les han quitado a los relojes no más.

Don Cleofás le dijo: -Todas esas caras conozco; pero sus bolsas no, si no es para servirlas.

-Hanse pasado a los extranjeros, porque las trataban muy mal estos príncipes cristianos- dijo el Cojuelo-, y se han quedado con las caponas, sin ejercicio.

-Dejémoslos cenar- dijo don Cleofás-, que yo aseguro que no se levanten de la mesa sin haber concertado un juego de cañas para cuando a Dios fuere servido y pasemos adelante; que a estos magnates los más de los días les beso yo las manos , y estas caravanas las ando yo las más de las noches, porque he sido dos meses culto y vergonzante de la proa de uno de ellos y estoy curtido de excelencias y señorías, solamente buenas para veneradas.

-Mira allí- prosiguió el Cojuelo- cómo se está quejando de la orina un letrado, tan ancho de barba y tan espeso, que parece que saca un delfín la cola por las almohadas. Allí está pariendo doña Fáfula, y don Toribio su indigno consorte, como si fuera suyo lo que paría, muy oficioso y lastimado; y está el dueño de la obra a pierna suelta en ese otro barrio, roncando y descuidado del suceso. Mira aquel preciado de lindo, o aquel lindo de los más preciados, cómo duerme con bigotera, torcidas de papel en las guedejas y el copete, sebillo en las manos, y guantes descabezados, y tanta pasa en el rostro, que pueden hacer colación en él toda la cuaresma que viene. Allí, más adelante, está una vieja, grandísima hechicera, haciendo en un almirez una medicina de drogas restringentes para remendar una doncella sobre su palabra, que se ha de desposar mañana. Y allí, en aquel aposentillo estrecho, están dos enfermos en dos camas, y se han purgado juntos, y sobre quién ha hecho más cursos, como si se hubieran de graduar en la facultad, se han levantado a matar a almohadazos. Vuelve allí; y mira con atención cómo se está untando una hipócrita a lo moderno, para hallarse en una gran junta de brujas que hay entre San Sebastián y Fuenterrabía, y a fe que nos habíamos de ver en ella si no temiera el riesgo de ser conocido del demonio que hace el cabrón, porque le di una bofetada a mano abierta en la antecámara de Lucifer, sobre unas palabras mayores que tuvimos; que también entre los diablos hay libro de duelo, poque el autor que le compuso es hijo de vecino del infierno. Pero mucho más nos podemos entretener por acá, y más si pones los ojos en aquellos dos ladrones que han entrado por un balcón en casa de aquel extranjero rico, con una llave maestra, porque las ganzúas son a lo antiguo, y han llegado donde está aquel talego de vara y media estofado de patacones de a ocho, a la luz de una linterna que llevan, que, por ser tan grande y no poder arrancarle de una vez, por el riesgo del ruido, determinan abrirle y henchir las faltriqueras y los calzones, y volver otra noche por lo demás, y comenzando a desatarle, saca el tal extranjero (que estaba dentro de él guardando su dinero, por no fiarle de nadie) la cabeza, diciendo: «Señores ladrones, acá estamos todos», cayendo espantados uno a un lado y otro a otro, como resurrección de aldea, y se vuelven gateando a salir por donde entraron.

-Mejor fuera- dijo don Cleofás- que le hubieran llevado sin desatar en el capullo de su dinero porque no le sucediera ese desaire, pues que cada extranjero es un talego bautizado: que no sirven de otra cosa en nuestra república y en la suya, por nuestra mala maña. Pero, ¿quién es aquella abada con camisa de mujer que no solamente la cama le viene estrecha, sino la casa y Madrid, que hace roncando más ruido que la Bermuda, y al parecer bebe cámaras de tinajas y come jigotes de bóvedas?

-Aquélla ha sido cuba de Sahagún, y no profesó- dijo el Cojuelo- si no es el mundo de ahora, que está para dar un estallido, y todo junto puede ser siendo quien es: que es una bodegonera tan rica, que tiene, a dar rocín por carnero y gato por conejo a los estómagos del vuelo, seis casas en Madrid, y en la puerta de Guadalajara más de veinte mil ducados, y con una capilla que ha hecho para su entierro y dos capellanías que ha fundado, se piensa ir al cielo derecha; que aunque pongan una garrucha en la estrella de Venus y un alzaprima en las Siete Cabrillas, me parece que será imposible que suba allá aquel tonel; y como ha cobrado buena fama, se ha echado a dormir de aquella suerte.

-Aténgome- dijo don Cleofás- a aquel caballero tasajo que tiene el alma en cecina, que he echado de ver que es caballero en un hábito que le he visto en una ropilla a la cabecera, y no es el mayor remiendo que tiene, y duerme enroscado como lamprea empanada, porque la cama es media sotanilla que le llega a las rodillas no más.

-Aquél- dijo el Cojuelo- es pretendiente y está demasiado gordo y bien tratado para el oficio que ejercita. Bien haya aquel tabernero de Corte, que se quita de esos cuidados y es cura de su vino, que le está bautizando en los pellejos y las tinajas, y a estas horas está hecho diluvio en pena con su embudo en la mano, y antes de mil años espero verle jugar cañas por el nacimiento de algún príncipe.

-¿Qué mucho- dijo don Cleofás- si es tabernero y puede emborrachar a la Fortuna?

-No hayas miedo- dijo el Cojuelo- que se vea en eso aquel alquimista que está en aquel sótano con unos fuelles inspirando una hornilla llena de lumbre sobre la cual tiene un perol con mil variedades de ingredientes, muy presumido de acabar la piedra filosofal y hacer el oro: que ha diez años que anda en esta pretensión por haber leído el arte de Raimundo Lulio y los autores químicos que hablan en este mismo imposible.

-La verdad es- dijo don Cleofás- que nadie ha acertado a hacer el oro si no es Dios y el sol, con comisión particular suya.

-Eso es cierto- dijo el Cojuelo-, pues nosotros no hemos salido con ello. Vuelve allí y acompáñame a reír de aquel marido y mujer, tan amigos de coche, que todo lo que habían de gastar en vestir, calzar y componer su casa, lo han empleado en aquel que está sin caballos ahora, y comen y cenan y duermen dentro de él, sin que hayan salido de su reclusión, ni aun para las necesidades corporales, en cuatro años que ha que le compraron; que están encochados, como emparedados, y ha sido tanta la costumbre de no salir de él, que les sirve el coche de conchas, como a la tortuga y al galápago, que en tarascando cualquiera de ellos la cabeza fuera de él, la vuelven a meter luego, como quien la tiene fuera de su natural, y se resfrían y acatarran sacando pie, pierna o mano de esta estrecha religión; y pienso que quieren ahora labrar un desván en él para ensancharse y alquilarle a otros dos vecinos tan inclinados a coche, que se contentarán con vivir en el caballete de él.

-Esos- dijo don Cleofás- se han de ir al infierno en coche y en alma.

-No es penitencia para menos- respondió el Cojuelo-. Diferentemente le sucede a ese otro pobre y casado, que vive en esa otra casa más adelante, que, después de no haber podido dormir desde que se acostó, con un órgano al oído de niños tiples, contraltos, terceruelas y otros mil guisados de voces que han inventado para llorar, ahora que se iba a trasponer un poco, le ha tocado a rebato un mal de madre de su mujer, tan terrible, que no ha dejado ruda en la vecindad, lana ni papel quemado, escudilla untada con ajo, ligaduras, bebidas, humazos y trescientas cosas más, y a él le ha dado, por andar en camisa, un dolor de ijada, con que imagino que se ha de desquitar del dolor de madre de su mujer.

-No están tan despiertos en aquella casa- dijo don Cleofás- donde está echando una escala aquel caballero que, al parecer, da asalto al cuarto y a la honra del que vive en él: que no es buena señal, habiendo escaleras dentro, querer entrar por las de fuera.

-Allí- dijo el Cojuelo- vive un caballero viejo y rico que tiene una hija muy hermosa y doncella, y rabia por dejar de serlo con un marqués, que es el que da la escalada, que dice que se ha de casar con ella, que es papel que ha hecho con otras diez o doce, y lo ha representado mal; pero esta noche no conseguirá lo que desea, porque viene un alcalde de ronda y es muy antigua costumbre de nosotros ser muy regatones en lo gustos, y, como dice vuestro refrán, «si la podemos dar roma, no la damos aguileña».

-¿Qué voces- dijo don Cleofás- son las que dan en esa otra casa más adelante, que parece que pregonan algún demonio que se ha perdido?

-No seré yo, que me he rescatado- dijo el Cojuelo-, si no es que me llaman a pregones del infierno por el quebrantamiento de la redoma; pero aquél es un garitero que ha dado esta noche ciento cincuenta barajas y se ha endiablado de cólera porque no le han pagado ninguna y se van los actores y los reos con las costas en el cuerpo, tras una pendencia de barato sobre uno que juzgó mal una suerte, y los mete en paz aquella música que dan a cuatro voces en esa otra calle unos criados de un señor a una mujer de un sastre que ha jurado que los ha de coser a puñaladas.

-Si yo fuera el marido- dijo don Cleofás-, más lo tuviera por gatos que por músicos.

-Ahora te parecerán galgos- dijo el Cojuelo-, porque otro competidor de la sastra, con una gavilla de seis o siete, vienen sacando las espadas, y los Orfeos de la maesa, reparando la primera invasión con las guitarras, hacen una fuga de cuatro o cinco calles. Pero vuelve allí los ojos: verás cómo se va desnudando aquel hidalgo que ha rondado toda la noche, tan caballero del milagro en las tripas como en las demás facciones, pues, quitándose una cabellera, queda calvo; y las narices de carátula, chato; y unos bigotes postizos, lampiño; y un brazo de palo, estropeado: que pudiera irse más de camino de la sepultura que de la cama. En esa otra casa más arriba está durmiendo un mentiroso con una notable pesadilla, porque sueña que dice verdad. Allí un vizconde, entre sueños, está muy vano porque ha regateado la excelencia a un grande. Allí está muriendo un fullero, y ayudándole a bien morir un testigo falso, y por darle la bula de la Cruzada le da una baraja de naipes porque muera como vivió, y él, boqueando, por decir «Jesús» ha dicho «flux». Allí, más arriba, un boticario está mezclando la piedra bezoar con los polvos de sen. Allí sacan un médico de su casa para una apoplejía que le ha dado a un obispo. Allí levan aquella comadre para partear a una preñada de medio ojo, que ha tenido dicha en darle los dolores a estas horas. Allí doña Tomasa, tu dama, en enaguas, está abriendo la puerta a otro, que a estas horas le habla de amor.

-Déjame- dijo don Cleofás-: bajaré sobre ella a matarla a coces.

-Para estas ocasiones se hizo el tate, tate- dijo el Cojuelo-, que no es salto para de burlas. Y te espantas de pocas cosas: que, sin este enamorado murciélago, hay otros ochenta para quien tiene repartidas las horas del día y de la noche.

-¡Por vida del mundo- dijo don Cleofás- que la tenía por una santa!

-Nunca te creas de ligero- le replicó el diablillo-. Y vuelve los ojos a mi astrólogo, verás con las pulgas e inquietud con que duerme: debe de haber sentido pasos en su desván y recela algún detrimento de su redoma. Consuélese con su vecino, que, mientras está roncando a más y mejor, le están sacando a su mujer, como muela, sin sentirlo, aquellos dos soldados.

-Del mal, lo menos- dijo don Cleofás-, que yo sé del marido ochodurmiente que dirá cuando despierte lo mismo.

-Mira allí- prosiguió el Cojuelo- aquel barbero que, soñando, se ha levantado y ha echado unas ventosas a su mujer y la ha quemado con las estopas las tablas de los muslos, y ella da gritos, y él, despertando, la consuela diciendo que aquella diligencia es bueno que esté hecha para cuando fuere menester. Vuelve allí los ojos a aquella cuadrilla de sastres que están acabando unas vistas para un tonto que se casa a ciegas, que es lo mismo que por relación, con una doncella tarasca, fea, pobre y necia, y le han hecho creer lo contrario con un retrato que le trujo un casamentero que a estas horas se está levantando con un pleitista que vive pared por medio de él, el uno a cansar ministros y el otro a casar todo el linaje humano; que solamente tú, por estar tan alto, estás seguro de este demonio, que en algún modo lo es más que yo. Vuelve los ojos y mira aquel cazador mentecato del gallo, que está ensillando su rocín a estas horas y poniendo la escopeta debajo del caparazón, y deja de dormir de aquí a las nueve de la mañana por ir a matar un conejo, que le costaría mucho menos aunque le comprara en la despensa de Judas. Y al mismo tiempo advierte cómo a la puerta de aquel rico avariento echan un niño que por parte de su padre puede pretender la beca del Antecristo, y él, en grado de apelación, da con él en casa de un señor que vive junto a la suya, que tiene talle de comérselo antes que de criarlo, porque ha días que su despensa espera el domingo de casi ración. Pero ya el día no nos deja pasar adelante; que el aguardiente y el letuario son sus primeros crepúsculos, y viene el sol haciendo cosquillas a las estrellas, que están jugando a salga la parida, y dorando la píldora del mundo, tocando alarma a tantas bolsas y talegos, y dando rebato a tantas ollas, sartenes y cazuelas; y no quiero que se valga de mi industria para ver los secretos que le negó la noche: cuéstele brujeleallo por resquicios, claraboyas y chimeneas.

Y, volviendo a poner la tapa al pastelón, se bajaron a la calle.


Tranco tercero

Ya comenzaban en el puchero humano de la Corte a hervir hombres y mujeres, unos hacia arriba, y otros hacia abajo, y otros de través, haciendo un cruzado al son de su misma confusión, y el piélago racional de Madrid a sembrarse de ballenas con ruedas, que por otro nombre llaman coches, trabándose la batalla del día, cada uno con designio y negocio diferente, y pretendiéndose engañar los unos a los otros, levantándose una polvareda de embustes y mentiras, que no se descubría una brizna de verdad por un ojo de la cara, y don Cleofás iba siguiendo a su camarada, que le había metido por una calle algo angosta, llena de espejos por una parte y por otra, donde estaban muchas damas y lindos mirándose y poniéndose de diferentes posturas de bocas, guedejas, semblantes, ojos, bigotes, brazos y manos, haciéndose cocos a ellos mismos. Preguntóle don Cleofás que calle era aquella, que le parecía que no la había visto en Madrid, y respondióle el Cojuelo:

-Esta se llama la calle de los Gestos, que solamente saben de ella estas figuras de la baraja de la Corte, que vienen aquí a tomar el gesto con que han de andar aquel día, y salen con perlesía de lindeza: unos, con la boquita de riñón; otros, con los ojitos dormidos, roncando hermosura, y todos con los dos dedos de las manos, índice y meñique, levantados, y los otros, de Gloria Patri. Pero salgamos muy a prisa de aquí, que con tener estómago de demonio y no haberme mareado las maretas del infierno, me le han revuelto estas sabandijas que nacieron para desacreditar la naturaleza y el rentoy.

Con esto, salieron de esta calle a una plazuela donde había gran concurso de viejas que habían sido damas cortesanas y mozas que entraban a ser lo que ellas habían sido, en grande contratación unas con otras. Preguntó el estudiante a su camarada qué sitio era aquél, que tampoco le había visto, y él le respondió: -Este es el baratillo de los apellidos, que aquellas damas pasas truecan con estas mozas albillas por medias raídas, por zapatos viejos, valonas, tocas y ligas, como ya no las han menester; que el Guzmán, el Mendoza, el Enríquez, el Cerda, el Cueva, el Silva, el Castro, el Girón, el Toledo, el Pacheco, el Córdova, el Manrique de Lara, el Osorio, el Aragón, el Guevara y otros generosos apellidos los ceden a quien los ha menester ahora para el oficio que comienza, y ellas quedan con sus patronímicos primeros de Hernández, Martínez, López, Rodríguez, Pérez, González, etc.; porque, al fin de los años mil, vuelven los nombres por donde solían ir.

-Cada día- dijo el estudiante- hay cosas nuevas en la Corte.

Y, a mano izquierda, entraron a otra plazuela, al modo de la de los Herradores, donde se alquilaban tías, hermanos, primos y maridos, como lacayos y escuderos, para damas de achaque que quieren pasar en la Corte con buen nombre y encarecer su mercadería.

A mano derecha de este seminario andante estaba un gran edificio, a manera de templo sin altar, y en medio de él una pila grande de piedra llena de libros de caballerías y novelas, y alrededor muchos muchachos de diez a diecisiete años y algunas doncelluelas de la misma edad, y cada uno y cada una con su padrino al lado; y don Cleofás le preguntó a su compañero qué era esto, que todo le parecía que lo iba soñando. El Cojuelo le dijo: -Algo tiene de esto este fantástico aparato; pero ésta es, don Cleofás, en efecto, la pila de los «dones», y aquí se bautizan los que vienen a la Corte sin él. Todos aquellos muchachos son pajes para señores, y aquellas muchachas, doncellas para señoras de media talla, que han menester el don para la autoridad de las casas que entran a servir, y ahora les acaban de bautizar con el don. Por allí entra ahora una fregona con un vestido alquilado, que la trae su ama a sacar de don, como de pila, para darle el toisón de las damas, por que le pague en esta moneda lo que le ha costado el crialla y aun ella parece que se quiere volver al paño, según viene bruñida de esmeril.

-Un moño y unos dientes postizos y un guardainfante pueden hacer esos milagros- dijo don Cleofás. -Pero ¿qué acompañamiento- prosiguió diciendo- es este que entra ahora, de tanta gente lucida, por la puerta de este templo consagrado al uso del siglo?

-Traen a bautizar- dijo el Cojuelo- un regidor muy rico, de un lugar aquí cercano, de edad de setenta años, que se viene al don por su pie, porque sin él le han aconsejado sus parientes que no «cae» tan bien el regimiento. Llámase Pascual, y vienen altercando sobre si a Pascual le vendrá bien el don, que parece don extravagante de la iglesia de los «dones».

-Ya tienen ejemplar- dijo don Cleofás- en don Pascual ese que llamaron todos loco y yo, Diógenes de la ropa vieja, que andaba cubierta la cabeza con la capa, sin sombrero, en traje de profeta, por esas calles.

-Mudáranle el nombre, a mi parecer- prosiguió el Cojuelo-, por no tener en su lugar regidor Pascual, como cirio de los regidores.

-Dios les inspire- dijo don Cleofás- lo que más convenga a su regimiento, como la cristiandad de los regidores ha menester.

-En acabando de tomar el señor regidor- dijo don Cleofás- el agua del don, espera allí un italiano hacer lo mismo con un elefante que ha traído a enseñar a la Puerta del Sol.

-Los más suelen llamarse- dijo el estudiante- don Pedros, don Juanes y don Alonsos. No sé cómo ha tenido tanto descuido su ayo o «naire», como lo llaman los de la India oriental; plebeyo debía de ser este animal, pues ha llegado tan tarde al don. Vive Dios que me le he de quitar yo, porque me desbautizan y desdonan los que veo.

-Sígueme- dijo el Cojuelo-, y no te amohines, que bien sabe el don donde está; que te se ha caído en el Cleofás como la sopa en la miel.

Con esto salieron del soñado (al parecer) edificio, y enfrente de él descubrieron otro cuya portada estaba pintada de sonajas, guitarras, gaitas zamoranas, cencerros, cascabeles, ginebras, caracoles, castrapuercos, pandorga prodigiosa de la vida, y preguntó don Cleofás a su amigo qué casa era aquella que mostraba en la portada tanta variedad de instrumentos vulgares, «que tampoco la he visto en la Corte y me parece que hay dentro mucho regocijo y entretenimiento».

-Esta es la casa de los locos- respondió el Cojuelo-. Que ha poco que se instituyó en la Corte, entre unas obras pías que dejó un hombre muy rico y muy cuerdo, donde se castigan y curan locuras que hasta ahora no lo habían parecido.

-Entremos dentro- dijo don Cleofás- por aquel postiguillo que está abierto, y veamos esta novedad de locos.

Y, diciendo y haciendo, se entraron los dos, uno tras otro; pasando un zaguán, donde estaban algunos de los convalecientes pidiendo limosna para los que estaban furiosos, llegaron a un patio cuadrado, cercado de celdas pequeñas por arriba y por abajo, que cada una de ellas ocupaba un personaje de los susodichos. A la puerta de una de ellas estaba un hombre, muy bien tratado de vestido, escribiendo sobre la rodilla y sentado sobre una banqueta, sin levantar los ojos del papel, y se había sacado uno con la pluma sin sentirlo. El Cojuelo le djo:

-Aquél es un loco arbitrista que ha dado en decir que ha de hacer la reducción de los cuartos, y ha escrito sobre ello más hojas de papel que tuvo el pleito de don Álvaro de Luna.

-Bien haya quien le trujo a esta casa- dijo don Cleofás-, que son los locos más perjudiciales de la república.

-Ese otro que está en ese otro aposentillo- prosiguió el Cojuelo- es un ciego enamorado, que está con aquel retrato de su dama en la mano y aquellos papeles que le ha escrito, como si pudiera ver lo uno ni leer lo otro, y da en decir que ve con los oídos. En ese otro aposentillo lleno de papeles y libros está un gramaticón que perdió el juicio buscándole el gerundio a un verbo griego. Aquel que está a la puerta de ese otro aposentillo con unas alforjas al hombro y en calzón blanco, le han traído porque, siendo cochero, que andaba siempre a caballo, tomó el oficio de correo de a pie. Ese otro que está en ese otro de más arriba con un halcón en la mano es un caballero que, habiendo heredado mucho de sus padres, lo gastó todo en la cetrería y no le ha quedado más que aquel halcón en la mano, que se las come de hambre. Allí está un criado de un señor que, teniendo que comer, se puso a servir. Allí está un bailarín que se ha quedado sin «son», bailando en seco. Más adelante está un historiador que se volvió loco de sentimiento de haberse perdido tres décadas de Tito Livio. Más adelante está un colegial cercado de mitras, probándose la que le viene mejor, porque dió en decir que había de ser obispo. Luego, en ese otro aposentillo, está un letrado que se desvaneció en pretender plaza de ropa, y de letrado dió en sastre, y está siempre cortando y cosiendo garnachas. En esa otra celda, sobre un cofre lleno de doblones cerrado con tres llaves, está sentado un rico avariento que, sin tener hijo ni pariente que le herede, se da muy mala vida, siendo esclavo de su dinero y no comiendo más que un pastel de a cuatro ni cenando más que una ensalada de pepinos, y le sirve de cepo su misma riqueza. Aquel que canta en esa otra jaula es un músico sinsonte, que remeda los demás pájaros y vuelve de cada pasaje como de un paroxismo. Está preso en esta cárcel de los delitos del juicio porque siempre cantaba, y cuando le rogaban que cantase dejaba de cantar.

-Impertinencia es ésa casi de todos los de esta profesión.

-En el brocal de aquel pozo que está en medio del patio se está mirando siempre una dama muy hermosa, como verás si ella alza la cabeza, hija de pobres y humildes padres, que, queriéndose casar con ella muchos ricos y caballeros, ninguno la contentó y en todos halló una y muchas faltas, y está atada allí con una cadena porque, como Narciso, enamorada de su hermosura, no se anegue en el agua que le sirve de espejo, no teniendo en lo que pisa al sol ni a todas las estrellas. En aquel pobre aposentillo de enfrente, pintado por afuera de llamas, está un demonio casado, que se volvió loco por la condición de su mujer.

Entonces don Cleofás le dijo al compañero que le enseñaba todo este retablo de duelos: -Vámonos de aquí, no nos embarguen por alguna locura que nosotros ignoramos: porque en el mundo todos somos locos, los unos de los otros.

El Cojuelo dijo: -Quiero tomar tu consejo porque, pues los demonios enloquecen, no hay que fiar de sí nadie.

-Desde vuestra primera soberbia- dijo don Cleofás- todos lo estáis: que el infierno es casa de todos los locos más furiosos del mundo.

-Aprovechado estás- dijo el Cojuelo-, pues hablas en lenguaje ajustado.

Con esta conversación salieron de la casa susodicha, y a mano derecha dieron en una calle algo dilatada, que por una parte y por otra estaba colgada de ataúdes, y unos sacristanes con sus sobrepellices paseándose junto a ellos, y muchos sepultureros abriendo varios sepulcros; y don Cleofás le dijo a su camarada: -¿Qué calle es ésta, que me ha admirado más que cuantas he visto y me pudiera obligar a hablar más espiritualmente que con lo primero de que tú te admiraste?

-Esta es más temporal y del siglo que ninguna- le respondió el Cojuelo-, y la más necesaria, porque es la ropería de los abuelos, donde cualquiera, para todos los actos positivos que le ofrece y se quiere vestir de un abuelo porque el suyo no le viene bien, o está traído, se viene aquí, y por su dinero escoge el que le está más a propósito. Mira allí aquel caballero torzuelo cómo está probando una abuela que ha menester; y ese otro, hijo de quien él quisiere, se está vistiendo otro abuelo, y le viene largo de talle. Ese otro de más abajo da por otro abuelo el suyo, y dineros encima, y no se acaba de concertar porque le tiene más de costa al sacristán, que es el ropero. Otro, a esa otra parte, llega a volver un abuelo suyo de dentro afuera y de atrás adelante, y a remendarlo con la abuela de otro. Otro viene allí con la justicia a hacer que le devuelvan un abuelo que le habían hurtado y le ha hallado colgado en la ropería. Si hubieres menester algún abuelo o abuela para algún crédito de tu calidad, a tiempo estamos, don Cleofás Leandro; que yo tengo aquí un ropero amigo que desnuda los difuntos la primera noche que lo entierran, y nos le fiará por el tiempo que quisieres.

-Dineros he menester yo, que abuelos no- respondió el estudiante: -con los míos me haga Dios bien; que me han dicho mis padres que desciendo de Leandro el Animoso, el que pasaba el mar de Abido en amoroso fuego todo ardiendo y tengo mi ejecutoria en las obras sueltas de Boscán y Garcilaso.

-Contra hidalguía en verso- dijo el diablillo- no hay olvido ni cancillería que baste, ni hay más que desear en el mundo que ser hidalgo en consonantes.

-Si a mí me hicieran merced- prosiguió don Cleofás-, entre Salicio Nemoroso se habían de hacer mil diligencias que no me habían de costar cien reales: que allí tengo mi Montaña, mi Galicia, mi Vizcaya y mis Asturias.

-Dejemos vanidades ahora- dijo el Cojuelo: -que ya sé que eres muy bien nacido en verso y en prosa, y vamos en busca de un figón a almorzar y descansar, que bien lo habrás menester por lo trasnochado y madrugado, y después proseguiremos nuestras aventuras.



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