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La insignia
10 de octubre del 2002


El socialismo ha venido (y nadie sabe que así ha sido)


Miguel Candel
La Insignia. España, 10 de octubre.


De todas las grandes mentiras de nuestro tiempo (que Irak posee grandes arsenales de armas de destrucción en masa; que los Estados Unidos son los paladines de la justicia y la libertad; que Israel es un civilizado y heroico país acosado por feroces hordas de salvajes árabes y palestinos; que se ha acabado la impunidad para todos los gobernantes que pisotean los derechos humanos; que el 11 de septiembre de 2001 se estrelló un avión contra el Pentágono; que España va bien, etc.), la mayor mentira es la que sostiene que el socialismo ha fracasado.

Si el amigo lector ha terminado ya de reírse y tiene ganas de seguir leyendo en busca de nuevos «chistes», verá por qué he escrito semejante enormidad. Porque enormidad es, ciertamente. Enormemente verdadera.

Pero ¿no se desplomó estrepitosamente el régimen soviético? ¿No se habían desplomado previamente todos los regímenes afines del Este de Europa? ¿No se ha visto obligada la República Popular China a introducir la economía de mercado en su otrora anquilosado sistema económico? Por supuesto. Pero no era en el torpe funcionamiento de esos regímenes donde se hallaba el socialismo realmente existente (y triunfante) en nuestro tiempo.

¿Dónde, pues? Donde menos nos lo deja ver e imaginar la ideología vigente: en el interior de todas y cada una de las empresas «capitalistas».

Pero, bueno, ¿acaso no son las empresas, cuya única razón de ser es la obtención del máximo beneficio, la esencia misma del capitalismo? En absoluto. La esencia (quintaesencia) del capitalismo reside en las relaciones mercantiles de las empresas entre sí y con ciertos agentes sociales (relaciones externas), no en su funcionamiento interno. Veámoslo con algún detalle y apoyándonos en algunos ejemplos.

Hace unos pocos años, el diario El País publicaba uno de los más geniales chistes políticos que recuerdo salidos de la pluma de Forges: un niño (Borja, por más señas) se quejaba de que el repelente pijo de su padre le cobrara el desayuno cotidiano con la aplastante excusa de que «el mercado es el mercado».

Un moderno apólogo galés cuenta que, en un humilde hogar minero, un niño se queja de frío a su madre. La madre (se supone que llorosa) le explica que no puede encender el hogar porque no tiene carbón. A la pregunta del niño de por qué no va a buscarlo, la madre replica que no tiene dinero. ¿Cómo es eso?, inquiere el chaval. Porque hace días que el padre no cobra. ¿Por qué? Porque han cerrado la mina donde trabajaba. Y ¿por qué la han cerrado? Porque hay exceso de carbón...

Queda claro con esos ejemplos que los males del capitalismo residen en la prioridad asignada al valor de cambio de las cosas por encima de su valor de uso. Es decir, en la idolatría del dinero como único verdadero valor. Se trata, en último término, de una absurda inversión de la relación entre los medios y los fines. Perversión especialmente llamativa en la especie humana, aunque no exclusiva de ella: dicen los etólogos que en los animales predadores suele acabar convirtiéndose en un fin en sí mismo la actividad de la caza, lo que explicaría por qué muchos lobos matan ovejas que luego no se comen.

Pero en el interior de las empresas las cosas no funcionan así. Igual que en el interior de las familias (excepto, quizá, la del pobre Borja). Si fuéramos consecuentemente capitalistas, como el padre (¿?) de Borja, no sólo intentaríamos cobrarles a nuestros hijos pequeños el desayuno (absurdo intento, por cierto, porque ese dinero habría tenido que salir previamente de nuestro bolsillo), sino que les cobraríamos a nuestros compañeros/as de cama el servicio de atender las llamadas telefónicas, de pasarles el mando a distancia del televisor o de cerrar la puerta al salir de casa.

Análogamente, el funcionamiento interno de las empresas se rige por criterios de cooperación con vistas a un objetivo común, sin que las relaciones que constituyen esa cooperación sean en absoluto relaciones mercantiles. Si lo fueran, los responsables de las distintas fases de fabricación de un producto en una cadena de montaje, por ejemplo, se verían obligados a comprar el producto semielaborado a los responsables de la fase anterior y vendérselo a los de la fase siguiente; y así hasta la finalización del proceso. De entrada, no parece que semejante sistema de producción pudiera resultar muy eficiente, aunque sólo fuera por los elevados «costos de transacción» que sin duda tendría.

Seguramente es por ese mecanismo de responsabilización colectiva y participación indivisa por lo que todos los que intervienen en el proceso de producción o de prestación de servicios pueden (y suelen) considerarse «padres» del producto o servicio (no sin cierto orgullo, en ocasiones). Es precisamente ese «espíritu de empresa» lo que los propietarios del negocio utilizan hipócritamente para lograr la lealtad de los asalariados y paliar o ahogar el sentimiento de explotación.

Porque la gran contradicción de la empresa es que, siendo «de todos» a la hora de producir, es sólo de unos pocos a la hora de repartir los frutos de la producción (y de decidir las grandes líneas que guiarán ésta). Lo que hay de capitalista en la empresa viene dado por la transformación jurídica de las relaciones técnicas entre capital y trabajo, de internas, en externas, mediadas por el mercado; con la consiguiente subordinación social del trabajo al capital. El trabajador, que es parte integrante de la empresa desde el punto de vista técnico, no lo es desde el punto de vista jurídico.

Esto tiene múltiples consecuencias negativas para el trabajador, no siendo las más nimias las de carácter psicológico: el trabajador que no se deja llevar por el cinismo o el pasotismo se encuentra en un estado de esquizofrenia permanente entre su condición de elemento vital de la empresa y apéndice ajeno a ella, de productor por un lado y mercancía por otro.

El capitalismo es el aberrante sistema que rebaja a la condición de mercancía a (como poco) las nueve décimas partes de la humanidad. Pero para hacerlo necesita basarse en unas relaciones técnicas de producción que son la quintaesencia del socialismo. Semejante incongruencia hace que el creador de todo valor, que es el trabajo aliado con la naturaleza, se vea reducido a objeto comprable y vendible con arreglo a las imprevisibles variaciones de la oferta y la demanda. Es como si, en la mitología cristiana o musulmana, Dios, después de crear el mundo, se hubiera visto arrojado por Lucifer a la condición de simple criatura. Con la agravante de que Lucifer (el capital) no es otra cosa que una criatura más del Dios trabajo: trabajo «congelado», que nada vale y de nada sirve sin el trabajo vivo que lo reactive.

El socialismo, por tanto, ya existe y es esencial en la economía, al menos, desde el siglo XVII. Sólo que existe confinado, «ocluido»; pero, eso sí, en el corazón mismo del sistema. Lo que el lenguaje convencional llama «socialismo» no es otra cosa que la natural expansión de las relaciones técnicas de producción social, vigentes en el interior de la empresa, al exterior de la misma; y muy en primer lugar la integración plena, a todos los efectos, del trabajo en la empresa como entidad jurídica. Es decir, el reconocimiento del trabajo como titular de la propiedad empresarial: remedando un lema clásico, «la empresa, para quien trabaja en ella».

La situación actual es el resultado altamente inestable del choque entre dos procesos de signo opuesto pero ambos en crecimiento: la expansión galopante del mercado y la integración imparable de la producción social. Lo que llamamos mundialización/globalización es un Jano con esas dos caras. Pero mientras el mercado crece a trompicones y el flujo de recursos en su seno está sometido a todo tipo de perturbaciones, estrangulamientos y, en definitiva, ineficiencias (como demuestran los periódicos espasmos bursátiles y colapsos sin precedentes de economías nacionales enteras, como el reciente de la Argentina), el proceso de integración de la producción social sigue un ritmo ascendente que nada parece poder parar (ni falta que hace). Aquél es caótico; éste, admirablemente ordenado. Los tormentosos mercados financieros son la manifestación más patente de la inestabilidad del primer proceso. La constante expansión de las empresas transnacionales es la prueba del éxito avasallador del segundo.

Es cierto que muchas grandes empresas han optado en los últimos tiempos por exteriorizar actividades que antes tenían integradas, mercantilizando flujos de recursos que antes no pasaban por el mercado. Es el tributo que pagan sus dirigentes a los ídolos del mercado, casi siempre por razones ideológicas, más que técnicas, y, sobre todo, para debilitar la posición de los trabajadores dentro de la empresa. Pero, en realidad, las actividades subcontratadas siguen formando técnicamente parte de la estrategia productiva de la empresa madre, por lo que el régimen de subcontrata tiene más de ficción jurídica (por no decir fraude de ley para degradar las condiciones de trabajo de los empleados) que de verdadera segregación productiva. Con tapujos o sin ellos, la socialización de la producción camina imparable hacia la construcción de la «fábrica mundial».

En resumen: el socialismo es el futuro porque es ya el núcleo esencial del presente y porque el capitalismo lo necesita, mientras que él no necesita al capitalismo para nada. Bueno, para nada más -según los ideólogos más sinceros del actual sistema- que «disciplinar a la fuerza de trabajo». Pero ése es otro mito del que nos ocuparemos en una próxima ocasión.



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