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La insignia
4 de octubre del 2002


Manual para principiantes


Sergio Ramírez
Managua (Nicaragua), octubre del 2002.


Ayer que hablaba con el periodista Franc Contreras de la Radio Pública Internacional de los Estados Unidos, al responder a su pregunta de cuándo había publicado mi primer libro, saqué las cuentas de que pronto va a hacer de eso cuarenta años, toda una vida.

Ese primer libro de 1963 se llamaba simplemente Cuentos, y recogía los relatos que había publicado hasta entonces tanto en la revista Ventana, que Fernando Gordillo y yo creamos en León, donde estudiábamos la carrera de derecho, como en La Prensa Literaria, el suplemento cultural del diario La Prensa que Pablo Antonio Cuadra dirigía en Managua. Regreso a este episodio lejano, porque ilustra el heroísmo que entonces precisaba un escritor de veinte años para lanzarse a la aventura de imprimir por su propia cuenta un libro primerizo, ya que Nicaragua era un país sin editoriales; y no sólo darlo a imprimir, sino venderlo una vez impreso, en un tiempo en que las librerías, que eran muy pocas, sólo recibían los libros de los autores nacionales en consignación, y como un favor las más de las veces caritativo. No se trataba, pues, de un heroísmo particular mío, pues por esta prueba de publicar por propia cuenta y riesgo, debían pasar los escritores de cualquier edad.

Mi amigo ya muerto, el poeta Mario Cajina-Vega, que había estudiado artes tipográficas en Oxford, instaló con el auxilio paterno una pequeña imprenta en la bulliciosa calle del Triunfo de Managua, y la llamó con toda pompa Editorial Nicaragüense. Un par de tipógrafos, desnudos de la cintura para arriba para mitigar los rigores del calor de treintiocho grados a la sombra, escogían velozmente en los chibaletes los tipos manuales seleccionados con fruición de artista por Mario en los catálogos, y una pequeña prensa Heidelberg imprimía con ruido de fuelle toda clase de encargos, desde programas de cine y tarjetas de participación matrimonial, hasta libros de principiantes.

El exquisito gusto de artesano medioeval de Mario está reflejado en el colofón, que él mismo escribió: «Este libro de cuentos de Sergio Ramírez, se terminó de imprimir el 30 de septiembre de 1963, fiesta de San Jerónimo, en la Editorial Nicaragüense. La edición, de 500 ejemplares sobre papel Ledger. En tipos Caslon de 10 puntos, estuvo al cuidado del autor. Ilustraciones de Leoncio Sáenz». El libro lleva, además de las estupendas ilustraciones a plumilla de Leoncio, una viñeta en la portada de Pablo Antonio Cuadra, y un prólogo de mi maestro, Mariano Fiallos Gil. De modo que al empezar mi camino como autor, disfruté en ese libro de la mejor y más selecta compañía. Quinientos ejemplares. Hoy a cualquiera le puede parecer un tiraje demasiado humilde por escaso, en tiempo de globalización y de las grandes transnacionales de la industria editorial. Pero cuarenta años después, no sólo en Nicaragua, sino en toda América Latina, siguen existiendo los libros de quinientos ejemplares impresos por cuenta de su propio autor.

Sigue vivo, por lo tanto, ese heroísmo de arriesgarse a publicar, que traduce la necesidad de que los demás lean lo escrito por uno mismo. Y sin ese heroísmo no existiría la literatura. Uno se convierte en el mecenas de uno mismo, y recuerda entonces a Quevedo, que debía humillarse en almidonadas dedicatorias a sus benefactores, príncipes, duques o condes, a cuyo auxilio pecuniario debía recurrir para sufragar los gastos de impresión de cada obra suya.

Y cuando a los veinte años uno se convierte en mecenas de uno mismo, como el mejor sacrificio que puede pagar a la literatura, no desdeña por supuesto la tarea de recuperar la inversión, porque del éxito de esa tarea depende al mismo tiempo que a uno lo lean. La aspiración es entonces tener quinientos lectores, y para eso el libro debe venderse. Una tarea que vendrá a tocarle también al propio autor. Me dediqué a colocar personalmente el libro en las dos o tres librerías de Managua, y la mayor simpatía la tuve de parte de la dueña de la Librería Selva, entre la avenida Roosevelt y la avenida Bolívar, quien me acogió con cariño maternal. Cada sábado llegaba yo de León para averiguar cuántos libros de los diez que le había dejado en consignación estaban ya vendidos, y me acercaba a ella, siempre en su mismo sitio tras una vitrina, embargado por el miedo de que me dijera que siempre estaban los mismos diez. Juro que es cierto que una vez, al contar los ejemplares, en lugar de diez aparecieron doce.

Y estaba el mercado potencial de León, donde no había librerías. Tulita Guerrero, con la que me casaría al año siguiente, al apenas terminar cada tarde su trabajo en la rectoría de la universidad tomaba un mazo de libros y se iba por las calles a ofrecerlos de puerta en puerta, una técnica de ventas que a mí me llenaba de horror y me hacía salir huyendo, para alejarme lo más posible del teatro de aquel acontecimiento.

El peor enemigo de un escritor que se aventuraba al heroísmo de publicar por su cuenta en un país sin editoriales, sin librerías y sin lectores, era la nefasta creencia de que los libros son para regalarse a los amigos y conocidos. Sobre todo si se trata del primer libro de un escritor que a los veinte años no puede esperar sino indulgencia de sus posibles lectores, que con aceptar el regalo ya hacen suficiente.

Una trampa en la que nunca hay que caer, según le advierto hoy a quienes como yo entonces, sienten la necesidad de arriesgarse con su primer libro, convirtiéndose en mecenas de sí mismos. Los libros regalados, además, nadie los lee.



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