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La insignia
18 de noviembre del 2002


De Caracas en tranvía al Reducto


Rosalba Oxandabarat
Brecha. Uruguay, noviembre del 2002.


Le hicieron un libro -hermoso y cuidado volumen- dedicado a sus 50 años de actividad, con recopilación de artículos sobre obras actuadas o dirigidas por él. Desde que el niño Ulive era actor en Zarzuela Infantil hasta la dirección de la Compañía Nacional de Teatro de Venezuela. "Allí está todo. No es necesario que hagas nada, lo copias y ya está", dice cuando me lo regala.

Ugo Ulive (Montevideo, 1933), fue uno de los fundadores de El Galpón, dirigió -muy joven- la Comedia Nacional, hizo, tan tempranamente como en 1960, esa suerte de película premonitoria que se llamó Como el Uruguay no hay, y con Mario Handler Elecciones, cuando hablar de "cine uruguayo" podía parecer una broma o una utopía. También dirigió teatro en Cuba y en Venezuela, donde se instaló desde 1967, con una carrera de ritmo diríase infernal.

Danzas tristes fue presentada el martes en El Galpón -claro-, gracias a lo cual este venezolano-uruguayo de gran memoria pero poco afín a las "nostalgieces", regresó una vez más a Montevideo.


-Ulive, ese currículum tuyo, tantos trabajos, te dan algo así como un aura de fundador...

-¿Como Artigas, quieres decir? Está bueno, eso.

-Como alguien que llega a un lugar y dice: "Acá hay que hacer algo...

-No... uno se pone a hacer cosas pero no se pregunta si se están haciendo o si hay que hacerlo.

-Bueno, en cine aquí no había mucho cuando arrancaste. ¿Cómo ves ahora aquellas películas?

-La Cinemateca hace una retrospectiva con mis películas,* y algunas me muero por verlas porque nunca más las vi, como aquella que hice de jovencito con el finado Salzano y el Berto Fontana, filmada casi toda en mi casa. Y La tentativa, que ganó un premio en la Cinemateca y fue filmada en el Cerro, con (Jorge) Curi y Walter Besada, también me da mucha emoción verla. De algunas tengo copia, pero de éstas no. De Como el Uruguay no hay tengo copia pero en blanco y negro, y hay que verla en colores. Y darán ¡Basta!, que es la película que yo más quiero de todas las que he hecho.

-¿Por qué?

-Porque es donde verdaderamente me expresé de una manera casi automática. Pero resultó una película demasiado violenta, la gente se para y se va. Sucedía cuando se hizo, en 1969, pero ahora se sigue parando y se va. La gente no la aguanta treinta años más tarde. No la hice con esa intención, yo quería que el público se sintiera un poco agredido, pero no tanto. En fin... Un amigo en la cinemateca de Venezuela cada tanto la programaba como complemento, porque dura diez minutos, y le mandaban cartas de protesta.

-Recuerdo el plano final de Como el Uruguay..., aquella foto de diario del viejo Batlle rodando con las hojas secas. Y al arrancar los sesenta, sin embargo, no parecía que las cosas estuvieran tan mal.

-No, pero sin embargo el relato dice "algún día tendremos que salir a la calle... no sólo a manifestar, etcétera, sino a impedir que el país siga su rumbo hacia un destino brillante..." y estaba el carro fúnebre frente a la casa de gobierno mientras sonaba "Uruguayos campeones".

-¿Por qué dejaste de hacer cine?

-Me cansé, no del cine sino de la enorme cantidad de prerrequisitos que hay que cumplir para hacer una película. Yo ya estaba en la onda de hacer largometrajes, y me rechazaron varios guiones. Así que dije basta. Y ya voy poco al cine, veo videos, ya no me quita el sueño el cine.

-Durante mucho tiempo mientras hacías películas no dejabas el teatro.

-El teatro nunca me dejó. Hasta ahora. Ahora sí, después de cincuenta años y pico, ya está bueno. Como me dieron el Premio Nacional, tengo una asignación mensual, y con eso me bandeo y he descubierto que me gusta mucho escribir. Escribiendo no tengo esa dependencia que siempre tuve del resto de la gente, como pasa en el teatro. Que un actor no se aprendió la letra, que le falta un pedazo a la escenografía, que las luces... En la escritura soy yo, contra mí y nada más.

-Lo que te faltaba probar.

-Bueno, me falta probar mucha cosa... La natación sincronizada, por ejemplo.

-¿Y no extrañás el teatro? Hay gente que dice que si se va le faltan cosas del teatro, los nervios de los estrenos, el olor de la platea, las luces...

-No, no extraño nada, todo lo contrario. Los otros días fui a un ensayo de una obra mía, porque el director me pidió que fuera, y aquel mundo de pronto se me hizo tan extraño. Me dije: ¿y yo perdí tantos años haciendo esto? Pero eso es a lo que le dediqué mi vida, yo ensayaba ocho horas diarias, llegué a montar tres obras a la vez, hubo un año en que hice seis. No, ya fue. La poca energía que me queda vale la pena emplearla en algo que me gusta. Además ya no podría tener esa energía que demanda estar ahí arriba, controlar tantas cosas. Igual escribí una pieza de teatro que se estrena el mes que viene por el grupo Rajatabla, con un director muy joven, tengo mucha esperanza en esa puesta. Es sobre un poeta venezolano que se llama Carlos Borges. Era un cura de fines del siglo xix, muere en 1933. Hizo una poesía erótica de alto voltaje.

-Un cura. Qué contraste, al menos aparente.

-Claro, esa contradicción ya lo trae servido. A veces la Iglesia lo alejaba, a veces lo volvía a recibir. Ya de avanzada edad se convierte en adulón del tirano Juan Vicente Gómez y llegó a hacer el poema quizás más adulón que se haya escrito en la literatura hispanoamericana. Se llama "El general Gómez y los trabajos de Hércules". ¡Compara los trabajos de Hércules con lo que había hecho Gómez por Venezuela! Así de adulón murió.

-¿Pero era poesía de buena calidad?

-Bueno, no era el otro Borges. Yo en la obra puse unos versos míos y en uno dice "Un rimador que se fingió poeta...". Rimaba muy bien, como hacen los payadores, pero no era un gran poeta.

-¿Se escribe mucho teatro en Venezuela?

-Sí, dramaturgia hay muchísima, pero igual el teatro está muy mal en este momento. Primero muchos nos hemos ido, otros se han muerto y luego las subvenciones andan muy mal. Ha habido muchos problemas, retrasos en la entrega de dinero. Han cerrado grupos y también salas, la situación es tétrica pese a que se mantienen los festivales internacionales que tienen un nivel muy bueno.

-Pero además de los que tienen subvenciones, ¿no hay teatros independientes que subsistan, mal o bien, como acá?

-Allá somos todos subvencionados. Teatro independiente allá no existió... bueno, existió en una época, pero siempre el Estado subvencionó de alguna manera a los grupos de teatro, y éstos planifican sus actividades de acuerdo a esa subvención. Al no llegar los fondos o llegar tarde o por la mitad, los planes se están modificando.

-La nueva política con los derechos de autor, ¿también allá aleja las posibilidades de representar obras extranjeras?

-Allá, durante muchos años, eso no se respetó en absoluto. Se hacía cualquier cosa, no le informabas a nadie y no pagabas nada. Yo llegué a hacer barbaridades y nunca nadie decía nada. Agarrabas la obra que te interesara, y a hacerla. Después bueno, si alguien preguntaba capaz que pagabas algo. Ahora sí se puso más seria la cosa, pero antes era realmente un paraíso.

-¿Cómo dirías que está actualmente el ambiente cultural en Venezuela?

-Es muy difícil de definir. En música el movimiento es fortísimo, en pintura hay mucha actividad y también en danza. La ovejita negra es el teatro.

-¿Y la literatura?

-Y, se escribe mucho, pero la verdad, no sé si vale mucho la pena. Acaba de morir Salvador Garmendia... está un poco huérfana la literatura. Hay muchos poetas, eso sí, y algunos muy buenos, Rafael Cadena, Sánchez Pélaez, son grandes poetas, realmente.

-Tu novela Danzas tristes gira en torno a dos bailarines, Alejandro y Clotilde Sakharoff, que resultaron ser personajes reales. ¿Por qué te acordaste de ellos?

-No lo sé, les tenía una gran admiración. Yo tenía catorce o quince años cuando se fueron, pero no me perdía ningún recital de ellos. Eran extraordinarios los Sakharoff, eran ídolos. En ese año 49 fue levemente cómico, porque anunciaron un recital de despedida. Se llenó, anunciaron un segundo recital de despedida, se llenó, y creo que hicieron como quince recitales de despedida. Yo supongo que habrán dicho, bueno, vamos a hacer unos mangos -el peso era una moneda fuerte-, y porque había realmente un fervor por ellos, un grupito que los adoraba.

-Regresaste a una época, 1949, que hoy pocos transitan en la literatura.

-Yo me di el lujo de viajar en el tiempo a ese Montevideo del 49, y de hacerlo también en el espacio, porque lo situé en el Reducto, el barrio donde viví toda mi infancia. Me dio mucho placer recorrer esos sitios con la imaginación. Ahora, mañana o pasado, me voy para allá. Ese café donde Steiner se reúne con Ariel está ahí, intacto. Mi padre trabajó toda la vida en el manicomio, era uno de los jardineros, así que siempre estuvimos por esa zona. El manicomio (que también aparece en la novela) está en parte basado en los recuerdos de mi viejo, en lo que él me contaba, o en lo que yo recordaba porque él me llevaba a pasear allá. Durante el gobierno militar le pusieron cemento.

-¿Tenías cosas apuntadas o es pura memoria?

-Pura memoria. Ahí se nombra a la loca Pola, que sí existió. Yo la vi, era una negra enorme, furiosa, siempre la tenían encadenada o detrás de rejas. A mi casa había ingresado esa presencia como lenguaje diario, te decían: "Estás más loco que la loca Pola".

-¿Cómo se mezclan la realidad y sus datos con la ficción, en este caso?

-No se sabe, se mezclan solos. En realidad todo empezó estudiando a (Ludwig) Wittgenstein, el filósofo vienés. Él tiene una serie de diarios cifrados, no para que no se entendieran, porque eran fáciles de descifrar, pero por lo menos para que en una primera mirada no se entendiera así nomás. Están conservados hasta 1918, poco después de terminada la Primera Guerra. Después no hay. En la novela los traduce un tipo que se llama Mario, que sabe alemán y es amigo de Ariel, que está sacando una revista con otro que se llama Rodríguez y un filósofo que se llama Manuel, y una poetisa que no se nombra.

-Mario Benedetti...

-Sí, y la revista Número. Así que hice a Mario traducir los diarios de Wittgenstein sin saber que son de él. Los diarios por supuesto los escribí yo. A Wittgenstein le estaban pasando cosas serias en esa época de su vida, había renunciado a la herencia de los padres, no le publicaban su libro, que él consideraba que acabaría con todos los problemas de la filosofía. Ahí tiene ese romance con Alejandro Sakharoff de joven, que tampoco es cierto, lo inventé yo. Estuve paseando por el Pratter de Viena, donde ellos se conocen. Anduve no de noche, como andaban éstos, buscando hombres, pero sí estuve frente a la rueda gigante que sale en la película aquélla donde Orson Welles se echa el cuento de los relojes cucú.

-El Tercer Hombre.

-Maravillosa. Y estuve en la casa de Wittgenstein. Sabes que me dijeron que en Colombia hay una novela donde también aparece Wittgenstein. Me he movido, le he escrito a amigos colombianos y nadie me sabe dar noticias. Mi esposa fue a Colombia, le vendieron una y no era. Hay una incomunicación tan total que no hay manera, tendría que irme yo a Colombia y empezar a revolver pero, bueno, la pensión no da para tanto.

-¿Y Benedetti está enterado de que es un personaje de ficción?

-No, por supuesto que no.

-Algunos escritores dicen que nadie escribe sobre sus experiencias sino a partir de lo que leyeron. ¿Estás de acuerdo?

-Sí, totalmente. Malraux es uno de los que sostiene eso. La obra de arte es producto de otra obra de arte.

-¿Y cuáles son las que te han marcado en ese sentido?

-Hay una novela que me importa mucho, la he releído, sobre todo la última parte. Es La estética de la resistencia, de Peter Weiss, el autor del Marat-Sade. Me ha deslumbrado, porque unifica de tal manera lo artístico con lo comprometido, lo estético y lo ideológico. Es para estudiarla, ya no para leerla. Y hay autores recientes que me fascinan, como Alessandro Baricco, Thomas Pynchon, me han motivado mucho.

-¿Te sentís onettiano, como casi todos los uruguayos?

-Claro, por favor, incluso ahí hay un disimulado homenaje a Onetti.** Siento una enorme admiración por él como escritor, y como persona también. Pero quién que es, no es onettiano...

-Depende de la edad. Yo intenté leer a Onetti en la adolescencia y no pude. Después encontré El pozo, y esa fue mi puerta para leer a Onetti.

-Claro, El pozo es la puerta. Él también entró por ahí. Ahora, leyendo la última novela de Tomás Eloy Martínez (El vuelo de la reina), la que ganó el premio Alfaguara, el tipo vigila a una mujer, no oye pero ve todo lo que hace, yo dije: pero esto es La vida breve. Y hay después una suerte de venganza basada en el comportamiento sexual, bueno, esto es El infierno tan temido... No sé si Tomás Eloy lo pensó pero ahí está Onetti presente.

-Con tantos años de trópico, ¿no te influyó lo real maravilloso?

-Nooo..., eso no, yo creo que hay que ser colombiano para eso. Tengo grandes amigos colombianos, sobre todo entre la gente de teatro, Buenaventura, Santiago García, esos estupendos directores colombianos, y te pones a hablar con ellos, y te echan unos cuentos que son igualitos a una novela de García Márquez. Yo les digo, pero cuál es el mérito del Gabo. Ninguno, te dicen, que los escribió, pero todos tenemos cuentos de esos: aquella tía mía que volaba todos los días... Eso es una cosa que les viene naturalmente. Hablar con Buenaventura es una locura, y asegura que todo es cierto, que todo le pasó a él.

-Bueno, en Venezuela no tendrán realismo mágico pero tienen esas crónicas descacharrantes sobre el origen de los mantuanos que hace Herrera Luque en Los amos del valle y La casa del pez que escupe agua... y Boves el Urogallo.

-Boves el uruguayo, le decíamos... Sí, él cultivaba una chismología histórica notable, que no sé de dónde la sacaba. Los descendientes de los que él nombraba seguían vivos, y todos lo odiaban. Herrera Luque tiene también una novela extraordinaria que se llama La luna de Fausto. Es una pena, se murió bastante joven.

-No sé si tu larga permanencia en Venezuela puede llamarse exilio. Parecés contento.

-Es el trópico. El trópico me enamoró desde el primer día. A finales del 60 fui invitado a dirigir el Teatro Nacional de Cuba, y la embajada americana me negó la visa para estar media hora en Miami para el trasbordo, entonces tuve que esperar tres días un avión en Panamá. Recuerdo que salí a la calle en Panamá y dije: qué es esto, qué maravilla ese calor, ese sol, esa luz... me enamoré, y eso siguió en La Habana. El frío no me gusta nada. Entonces toda esa luz, y la manera de ser, las mujeres, la manera de hacer el amor, todo es distinto, y yo quedé flechado. Igual me regresé al Uruguay y después se me dio la posibilidad de ir a Venezuela a dirigir una obra, fui por tres meses y me fui quedando, aparecieron amores, etcétera, y cuando quiero acordar tengo más de 30 años allá.

-Ya sos venezolano.

-Sí, por elección. Totalmente.

-¿Alguna vez trabajaste el tema del exilio?

-Es el tema de una de mis obras que se llama Reynaldo. El que cambia de país porque lo decidió y decide convertirse en un ciudadano de su nuevo país pero de pies y manos, totalmente. No es esa mi actitud, yo sigo muy pendiente del Uruguay, bueno, creo que soy uno de los pocos abonados de BRECHA en Venezuela, estoy al día en muchas cosas y otras no tanto, ya las primeras páginas de BRECHA casi no las entiendo porque leo los nombres y digo: éste quién será...

-¿Quién es Reynaldo?

-Reynaldo Hann fue un músico que nació en Caracas y llegó a director de la Ópera de París, él sí se convirtió en francés totalmente. Fue además el gran amor de Marcel Proust, fue importantísimo en su vida. En los últimos años Celeste sólo dejaba entrar al cuarto de Proust a su hermano, que era el médico, y a Reynaldo. La obra es sobre eso, el tipo que llega a Francia y dice: yo voy a ser francés. Tiene enormes problemas, porque lo rechazan, pero él igual sigue y hasta se le va la mano, porque se hace demasiado francés. Una vez le toman una foto en las trincheras, porque fue a la guerra, y él es el único de todos los soldados que sale con una banderita francesa. Finalmente logró que nadie se acuerde de que realmente nació en Caracas.

-Montevideo no se parece nada a Caracas. ¿Cómo es vivir allá, ahora? Se asegura que es medio infernal..

-Medio no, es totalmente infernal, yo la quiero mucho pero es invivible. Yo cuando vengo acá vivo maravillado de que la gente camine, y camine de noche. En Caracas caminar de noche es una locura. Uno se pasa mucho encerrado, puedo pasar hasta una semana sin salir de casa. La delincuencia es muy fuerte, y ahora hay como ocho policías distintas, y hay conflictos entre ellos, entonces los que aprovechan son los delincuentes. Igual es una ciudad muy bella, hay que conocerla y saberla manejar. Han matado gente de manera tan absurda, tonta, que te da terror. Sólo en Caracas se matan 200 personas los fines de semana...

-¿Desde cuándo las cosas son así?

-Los últimos veinte años, creo. Cuando yo llegué en el 67 caminaba por todos lados, iba por lugares que los veo ahora y no puedo creer que yo andaba tan contento por ahí. Esta violencia empezó por los setenta.

-Parece que cuando la violencia se instala en una sociedad luego es como imposible sacarla.

-No sé, en Nueva York eso cambió muchísimo, Times Square era incaminable y ahora es de una seguridad única. Yo estoy maravillado con Nueva York, en la calle 42 y aledaños, ahora se puede andar tranquilo, de la 8 para abajo, hacia el río, ya no. Entonces sí se puede cambiar. Claro, en Latinoamérica mientras no se resuelvan el hambre y la miseria, va a ser más difícil.

-Pero Venezuela es un país rico, aunque tenga tanta gente pobre.

-Esa es una de las contradicciones que nunca entiendo. Un amigo economista cubano intentó explicármelo y no entendí nada. Cómo es posible, el petróleo llegó a estar a ocho dólares el barril, ahora está a 30, entran chorros de divisas y hay más miseria todavía. Las explicaciones de los economistas llegan a las ciencias ocultas.


(*) El martes 5 en Sala Cinemateca. Esta entrevista fue realizada el lunes 4.



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