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La insignia
16 de noviembre del 2002


A fuego lento

Sonata en amarillo


Mario Roberto Morales
Siglo Veintiuno. Guatemala, noviembre del 2002.


Una de estas espléndidas mañanas soleadas de noviembre hice lo que hago siempre que desayuno en mi casona de Guatemala: abrir la puerta del comedor que da al jardín y mirar las rosas blancas que a veces dejan caer uno que otro de sus pétalos, abrumadas por colibríes que zumban entre las ramas con una prisa que se congela bajo el fulgor del sol.

El naranjo que se eleva junto al muro de la vecindad ha venido dando fruto desde hace varios meses, pero nunca como en estas mañanas frescas sus naranjas habían rebosado de ese amarillo dulce e intenso que yo me bebo a sorbos en pequeños vasos de jugo terso y palpitante. Mientras bebo, vuelvo a ver las rosas blancas, y noto también las encarnadas que han crecido cerca de la escalera del fondo.

Durante muchos años hubo en un extremo del jardín una higuera que no sé por qué fue cortada alguna vez, y ahora en su lugar derrama su sombra una palmera pequeña en cuyo derredor crecen geranios. En el otro extremo hay un ciprés que hace poco estaba siendo ahogado por el naranjo y la bugambilia que trepa rodeando las pascuas frente a la ventana del cuarto de mi madre.

Cuando estoy dando mis cursos en Compostela o Querétaro siempre me acuerdo del jardín de mi casa y del naranjo. Me da pena que a menudo nadie corte los frutos que vencen sus ramas casi hasta el suelo y que las naranjas caigan de su peso y se las trague la tierra con infinita paciencia y aplicación. Por eso, este año he puesto a los muchachos que me ayudan en las tareas domésticas a cortar naranjas, y se han dado gusto llenando botes y bolsas que rebosan de color y de aromas tropicales. Debo haberles regalado unas cien libras de naranjas la última vez. Yo me quedé con un par de arrobas para beberme su jugo todas las mañanas mirando el jardín.

Tengo una relación extática con el jugo de naranja desde que estudiaban mi kindergarten en el Colegio San Antonio, en Santa Lucía Cotz. Recuerdo que tenía una loncherita con un Hopalong Cassidy montado en su caballo blanco, parado en dos patas, y que adentro de la loncherita había un termo que mi madre llenaba con jugo de naranja. A media mañana yo merendaba y me bebía el jugo mirando el fondo y las paredes del termo, en las que se reflejaba el líquido amarillo que a mí se me antojaba una prolongación de la luz del sol. Una de mis ideas locas de niñez era llevar sobre mis espaldas un recipiente con abundante jugo de naranja para que no me faltara en mis correrías por los barrancos adonde íbamos con mi inolvidable amigo Peter Engelhardt y otros compañeros del Colegio Inglés, a jugar de exploradores. Eran las inmediaciones de La Pradera, que en ese tiempo no pasaba de ser un remoto lugar donde vendían cartones de leche chocolatada, que bebíamos en calidad de travesura, pues se suponía que no debíamos hacerlo antes de almorzar como los niños buenos que éramos.

El color amarillo es mi favorito. Y más allá de interpretaciones psicoanalíticas que me relacionen con la histeria o cuando menos con la estridencia emocional, a mí me parece un color lleno de vida, de luz, de alegría, de optimismo, de risa, de esplendor y de sol. De jugo de naranja también. Y de niñez feliz. O, para ser más ecuánimes, de momentos felices de niñez. De satisfacción de una sed vital. Porque el amarillo en su forma de jugo de naranja sacia mi sed de niño, que es una sed de conocimientos, de satisfacer un deseo perenne de explicaciones, de develar misterios y establecer hechos.

El color amarillo es para mí un objeto de deseo. Y, como se sabe, el objeto de deseo sirve para mantener viva la capacidad deseante, no para ser satisfecho, porque su satisfacción implica la muerte del deseo, de la capacidad de desear. Por eso, no se puede (ni se debe) alcanzar el objeto de deseo sino a medias, a pequeños sorbos, como cuando yo me bebo el breve vaso de jugo de naranja que me alivia del ayuno de la noche.

Esta mañana el jardín de mi casa reverbera de luz. El sol lo acaricia, los pájaros lo visitan y el viento lo peina suavemente. Yo lo miro desde el ventanal de la cocina cuando lavo platos, desde el comedor cuando desayuno, desde mi cuarto mientras escribo, y acaricio con la mirada el hermoso naranjo que se mece junto al muro y que con tanto amor me transporta a mi pasado y me devuelve una imagen hermosa de mí mismo.



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