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La insignia
25 de mayo del 2002


Leopoldo Méndez, cien años de vida (II)


Elena Poniatowska
La Jornada. México, 24 de mayo.


Andar en la quinta chilla

Leopoldo Méndez siempre anduvo en la quinta chilla, los centavos de su transporte perdidos en la bolsa del pantalón. No sólo fue pobre, sino casi huérfano. ''Mi mamá murió cuando yo era un niño de brazos. Eramos ocho hermanos, mitad hombres y mitad mujeres. Otro hermano murió muy pequeño". El niño Méndez vivió de manera indistinta en casa de su tía Manuela y en casa de su padre, antiporfirista con razones y experiencias propias para serlo. El y todos sus hermanos, en su juventud, habían sido comerciantes en un pueblo minero llamado El Oro y el jefe político del lugar los hizo huir de allí incendiándoles la tienda. ''Dicen que de niño era yo muy malgenioso y muy gestudo; siempre estaba peleando con todos, sobre todo con mis hermanos".

Naturalmente era a él, por ser el más chico, a quien le tocaban los mandados; que vete por las tortillas, que tráeme una botella de cerveza de las que llamaban de mecate; que pásate con Chonita y encárgale el café; que acompaña a tu hermana mayor a que dé la vuelta con el novio, porque ninguna mujer debe andar sola nunca; recuerda que a la mujer no se le toca ni con el pétalo de una rosa y allí iba el niño recorriendo calles y viendo a la gente sencilla de su pueblo luchando por sobrevivir. Así fue como Leopoldo grabó en su mente (y en su corazón) las escenas que más tarde pasaría a la hoja de papel, al linóleo, a la lámina, a la piedra, al lienzo.

Este señor a quien no le gustaba decir ''yo" fue uno de los grandes artistas de nuestro tiempo, sin duda uno de los mejores grabadores contemporáneos, el más riguroso, el que vivió con mayor plenitud. Cuenta en su haber más de 700 grabados que podrían exponerse junto con los de Kathe Kolwitz y Franz Masereel. Y sus muchos dibujos no desmerecerían junto a los de Daumier, Durero, Goya y Rembrandt.

En 1962, Méndez cumplió 60 años. En agosto sus amigos y el Instituto Nacional de Bellas Artes se reunieron en la sala Manuel M. Ponce para rendirle homenaje. Entonces pudo darse cuenta cuánto lo querían, no sólo sus amigos sino cualquiera que por una razón u otra tuviera la oportunidad de tratarlo. Era entrañable, humilde y además tenía sentido del humor. Al dar las gracias, Leopoldo dijo que apenas ahora, a los 60 años, sentía que había aprendido un poco acerca del arte y de la pintura, que apenas empezaba a penetrar en él, que ojalá y le fuerandados otros 60 años para ser verdaderamente útil. En esto coincidió con Hokusai, quien hace más de 150 años dijo: ''Desde la edad de seis años tuve la manía de dibujar las formas de las cosas. Cuando tenía 50 años, había publicado una infinidad de dibujos; pero todo lo que hice antes de los 60 no es digno de tomarse en cuenta. A los 63 aprendí un poco acerca de la verdadera estructura de la naturaleza, de los animales, plantas, árboles, peces e insectos. En consecuencia, cuando llegué a los 80 años, ya había logrado más progresos; a los 90 penetré en el misterio de las cosas; a los 100 había alcanzado un periodo maravilloso, y cuando tengo 110 años todo lo que hago, sea un punto o una línea, tiene vida. Yo suplico a aquellos que han vivido tanto como yo, que vean si no digo la verdad".

Leopoldo, verdadero maestro, el buen pintor, el grabador mexicano, el que nunca ha hecho nada al azar, el hombre que dialogó con su propio corazón, me permitió a lo largo de varias entrevistas que recogiera sus palabras. No hablaba muy espontáneamente, sino con mucho cuidado; reflexionaba antes de dar cualquier respuesta y estaba muy pendiente de que apuntara yo las cosas exactamente como él las decía. Nunca o casi nunca pude meter mi cuchara. Una entrevista para él era una cosa seria, como todo, como la vida.

''El México que yo vi al despertar a la vida era todavía el México de la época de Porfirio Díaz y gran parte del México colonial que hoy se destruye tan vertiginosamente como vertiginoso es el ascenso avariento de una clase empresarial ramplona. Yo vivía indistintamente en la casa de mi tía Manuela, en la casa de mi padre o en la casa de mi abuela materna. Tenía yo diez años y medio cuando lo de la Decena Trágica, que acabó con la traición de Victoriano Huerta y los asesinatos del presidente Madero y el vicepresidente Pino Suárez. Entonces experimenté sobre mi cabeza la primera lección de política sin discusión posible. Mi hermano Joaquín, seis años mayor que yo, descargó con todo su coraje un coscorrón sobre mi mollera al tiempo que decía: '¡Maderista a ojo!' Esto, al tiempo que reventaban sobre el techo celeste las granadas que disparaban los reaccionarios desde la Ciudadela.''


El mal camino del dibujo

-Y el dibujo, ¿cómo toma usted ese camino?

-En los últimos años de primaria comencé a tomar interés por el dibujo. Había en mi salón otro niño que decía ser muy bueno para dibujar y yo me medía con él dibujando batallas marinas. Ambos éramos cabecillas de dos bandas contrarias. La guerra se realizaba con dibujos y el chiste era apoderarse de los dibujos del bando opuesto. Naturalmente dibujábamos barcos. Una vez, al ver mi dibujo, dijo mi enemigo. ''¡Uuy, esta es una tempestad en un vaso de agua!" Desde entonces supe de la crítica de arte, pero creo que aquella era mejor que mucha de la que se hace hoy.

''Un profesor de dibujo en la primaria que pintaba flores al óleo sobre tela de raso y que era buen amigo mío me puso en este mal camino, malo para mí porque hoy veo que otro quizá debía haberme cuadrado mejor. Le hice un retrato a don Venustiano Carranza el día de su santo. Después, este mismo maestro me enseñó un recorte de periódico cuyo encabezado decía: 'Regalos al primer jefe', pero en el texto sólo se mencionaba al maestro. Pero no era el hacer por hacer que me había empeñado en mi casa, sin que nadie me lo pidiera, a retratar a don Venustiano Carranza. Fue la respuesta a mis impresiones de la entrada del Ejército Constitucionalista a cuya cabeza venía el Varón de Cuatrociénegas (como le decían a don Venustiano). Al recibimiento habíamos asistido todos los de la familia llevando un ramo de flores que con tanto cuidados cultivábamos en las pobres macetas de la casa. Mi familia se sumaba así al jubilo popular.

''Tres años más tarde salí de la primaria directamente a San Carlos, de la mano de mi tía Manuela. Esto era en 1917."

-¿Quiénes fueron sus maestros?

-Mis maestros en San Carlos eran Ignacio Rosas, Saturnino Herrán, Francisco de la Torre, Leandro Izaguirre y Germán Gedovius. Pero en San Carlos estuve poco tiempo, porque en 1920 empezó la agitación para reabrir las escuelas de pintura al aire libre. Yo era el más joven de los que componían el alumnado de esta nueva escuela; la de Chimalistac, que dirigía Ramos Martínez, y también quizá el que tenía más ilusiones y más curiosidad. Estudiar allí me fue útil porque empezamos a ver más allá de las cuatro paredes de un estudio cerrado. Lo que no fue bueno para mí, en particular, es que lo único que podía pintar era lo estático y ningún maestro me pedía que pintara lo vivo, el movimiento. Me sentaban ante el paisaje, pero sin ver la figura humana o los animales. Afortunadamente la necesidad de trabajar para comer me hizo ilustrar los cuentos, poemas y ar-tículos que me daban mi amigos para que se publicaran en revistas y periódicos. Los temas me pedían algo más que el paisaje.

-Esos amigos, ¿quiénes eran?

-Mis amigos, poetas y escritores que hacían mucho ruido, se llamaban a sí mismos ''estridentistas''. Los únicos que recuerdo son Manuel Maples Arce, Germán List Arzurbide, Fermín Revueltas, Ramón Alva de la Canal, Arqueles Vela, Gemán Cueto y un francés, Gastón, que se ganaba la vida vendiendo corbatas en la calle y que hacía poemas muy chistosos. Más que nada, los estridentistas hacían versos y el que tenía que trabajar más que ninguno era el tipógrafo, que debía usar tipos diferentes a cada renglón del poema y darle además la estructura caprichosa que había escogido el poeta.



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