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La insignia
20 de marzo del 2002


La Insignia cumple dos años

Medios, asnos y un soberano persa


Jesús Gómez


Cuenta Nizam al-Molk en el Sisayat Nameh que el soberano sasánida Anusirwán ordenó instalar una cadena con una campanilla en el exterior de las murallas de palacio, para que todo aquel que fuera víctima de una injusticia pudiera tirar de ella y llamar su atención.

Pasaron semanas, meses, años, y nadie hacía uso del peculiar ingenio. Y si dicen que siempre hay una primera vez, aquí llegó con alma de última: Un buen día, sonó el aljaraz y se asomó el monarca, dispuesto a aplicar la ley; pero no encontró a un súbdito persa, sino a un asno que se frotaba contra la cadena para aliviar su sarna.

La historia narrada por el gran visir de los selyúcidas -cuya obra transita por las páginas de «El Príncipe» de Maquiavelo- contiene múltiples lecciones que los interesados sabrán apreciar si lo piensan un poco. Una de ellas es perfectamente aplicable a los medios de comunicación, porque la relación que se suele establecer entre el emisor y el receptor de la información no es muy distinta a la existente entre Anusirwán, el burro y los súbditos. Por ello, confundir la libertad de prensa con la libertad de expresión equivale, en ocasiones, a reducir la segunda a la primera. Y cuando eso sucede, se quiebra una de las condiciones del concepto de ciudadanía.

En lo relativo a la prensa no hay democracia posible ni participación real si el ciudadano no está involucrado -literalmente- en el proceso (como articulista, como redactor, como editor, etc.). Anusirwán siempre se encuentra en el recinto del palacio. Puede ser más o menos justo, se pueden conocer más o menos sus intenciones y se puede influir más o menos en él. Eso es todo. En términos de información lo único relevante es la pluralidad de un ámbito social determinado, a partir no de la cantidad de medios sino sobre todo de la diversidad de líneas editoriales y del grado de igualdad de oportunidades entre los distintos protagonistas.

Gran parte de la izquierda desconoce el proceso informativo y por tanto tampoco es capaz de realizar propuestas útiles al respecto. Como en las cuestiones específicamente políticas, busca paraísos perdidos que no han existido nunca. Busca el «hombre nuevo», la pesadilla de un ser humano perfecto, perfectamente participativo, perfectamente ciudadano y consciente, tras cuyo advenimiento accederemos a ríos de leche y miel. O retrocede a lo muerto, se rinde y asume hasta tal punto las reglas de juego que al final no se puede distinguir entre un banquero y un sindicalista.

Habrá que recordar una vez más al viejo Lenin -tan mal traducido- cuando decía que debemos ser radicales como la realidad, lo que naturalmente implica que veamos la realidad. ¿Pero se ve? En general, no. Cuando alguien habla de medios de comunicación y afirma que todos podremos ser el monarca de la historia de Nizam al-Molk, que ha descubierto el método para democratizar a semejante personaje, pueden estar seguros de que miente. Carece de importancia que lo haga por cinismo o por ingenuidad digna de ser santificada; casi siempre seremos los súbditos y el burro. Democracia informativa: que todos participen por igual en el proceso: entelequia, cosa irreal. Pero podemos elegir, abandonar el pasivo papel de consumidores o militantes ciegos y escuchar, escribir, hablar, debatir, crear nuevos medios para lograr que el camino nos acerque a una historia distinta.

Hoy celebramos el segundo aniversario de La insignia y lo hacemos sin haber vendido humo. Nunca engañamos a los lectores ni nos engañarnos a nosotros mismos con los grandilocuentes discursos de muchas publicaciones. A diferencia de tantos otros, somos lo que decimos ser: un pequeño grupo de escritores, periodistas y traductores que mantenemos un proyecto por nuestra cuenta y riesgo; aquí no hay partidos políticos, ni organizaciones sociales, ni empresas, ni Estados, ni otra cosa que el trabajo de los miembros de la redacción y de tantos amigos que se dan cita en nuestras páginas. El resultado está a la vista.



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