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La insignia
15 de marzo del 2002


El cuarto de juegos del escritor


Enrique Páez


Hay un mundo real, tangible, donde habitan nuestros cuerpos, esta columna, las ferreterías y el presidente Bush. Es ese mundo al que emergemos arrancados del sueño cada mañana con asombro y pereza, donde el ritmo de nuestra vida está marcado por las nóminas, el IPC y los telediarios, y en cuyo tablero jugamos, ganamos y perdemos, traicionamos y somos traicionados cada día. Pero afortunadamente siempre llega la noche, y en su sombra descubrimos otro mundo al que nos entregamos tras la cena y las confidencias. Es el otro mundo, el de los sueños, territorio del caos y el desgobierno, donde podemos morir y resucitar, cambiar de sexo, violar las leyes (no solo las humanas, sino también las físicas), y al fin ser uno u otro, y muchos al mismo tiempo. Dicen los psicoanalistas que ése es el mundo de los deseos reprimidos y del inconsciente, sobre el que jamás tendremos control, porque solo existe cuando cerramos los ojos y se retira esa pareja de la Guardia Civil que se aloja en nuestro consciente.

Pero hay un tercer mundo, un tercer espacio, que no es ni uno ni otro (o, mejor dicho, es un poco uno y otro). Es un "espacio transicional" (según la terminología del neuropsiquiatra D. W. Winnicott), limítrofe entre la realidad tangible y el sueño impalpable, un lugar fronterizo en donde se sitúa la creación literaria: el territorio desde donde el escritor escribe. Porque en realidad el lugar físico desde donde se escribe, una vez que estamos en el proceso, sólo está presente en las primeras líneas. Hay un momento de la escritura, que muchos autores consideran "mágico", en el que las paredes que nos rodean desaparecen y dejamos de estar ante esa mesa, o bajo ese árbol, o en el interior de la cafetería que nos acoge, y nos trasladamos al mundo en el que sucede la historia que estamos contando: un galeón pirata, un bosque impenetrable, o suspendidos en el aire por un paracaídas. El escritor, cuando escribe, debe comportarse como un niño cuando juega: un zapato alzado sobre la mano y planeando es una nave espacial que viaja rumbo a Urano, la cama es un barco velero que va a la deriva tras un accidente... Si el niño no cree que las cosas sean así, se acabó el juego, y dejará de ser divertido remar con la escoba al borde de la cama. Si el escritor no se sumerge, no se cree, no vive la historia que está escribiendo, deja de ser creativo, deja de ser escritor. Puede fingir (muchos lo hacen), pero va a tener que hacerlo muy muy bien para engañar al lector. En todo caso a él mismo no se podrá engañar, así que dejará de jugar, dejará de escribir, muy pronto.

Escribir en ese espacio transicional no es sinónimo de estar loco (o todos los niños lo están). El niño, navegando en el barco-cama, sabe descender de él cuando su madre lo llama para que se tome la merienda. Será barco o cama, depende de si está jugando o merendando. Ahí no hay esquizofrenia, sino imaginación. Es el mismo mecanismo que usa el escritor cuando nos describe una trinchera asediada como si estuviera allí. Y es que está allí. El cuarto de juegos, ese espacio transicional, tiene una puerta con llave. Pero la llave está, ha estado siempre, en nuestro bolsillo. Al escribir debemos volver a abrir la puerta para penetrar en su interior, y cerrarla a los intrusos una vez que estemos dentro (al menos durante el tiempo que dure la sesión de escritura). Eso no significa adoptar una actitud infantil, sino una actitud de apertura a la creatividad, recuperada de la infancia. Decía Nietzsche: "La madurez significa haber recuperado aquella seriedad que de niños teníamos al jugar".



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