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La insignia
5 de febrero del 2002


Estética de la vida social


Juan Soto Ramírez (*)
Desde México.


Adiós a los redonditos

Es hoy que la cultura light, con todo y sus mayonesas, ha triunfado. Haciendo todo bajo en calorías y rico en vitaminas y hierro. Extirpándole la grasa a los hábitos alimenticios y rebajándoles las calorías al máximo. Y como las calorías son las unidades con las que se miden las cantidades de calor, la supremacía de lo light también ha enfriado la cultura. Mientras todos se saludan con besos y abrazos efusivos las sociedades se enfrían calmadamente y lo superficial gana terreno. La superfluidad, que era innecesaria, se ha vuelto necesaria. Tanto para saludar a las personas por el día, la noche y la mañana, como para estar en reuniones académicas, de negocios o trabajo. Todo mundo se respeta por encimita porque eso es muy democrático mientras se revienta por la espalda. La vida cotidiana ha adquirido un toque de diplomacia cocinada en casa, el tacto y la discreción son sus banderas. Al ocultar las verdades, la hipocresía se ha convertido en el vínculo social de moda.

Muchas cosas se han vuelto lights, ligeras y de poca monta. Desde los Sprites hasta el yogurth Yoplait, los pasteles Sara Lee, la leche Alpura y la música que se pone en los lugares en donde se vende todo eso. Los centros comerciales, después de todo, se han convertido en esos recintos sagrados del consumo posmoderno. Cajas, bolsas, envases, etc., antes de llevar un precio de por medio, llevan un envoltorio hecho de publicidad llamado marca que en el fondo parece susurrar al oído: cómprame. La calidad de los productos es garantizada por una firma comercial cuyo prestigio social determina el precio de los mismos. Las marcas libres, que ejemplifican la falta de prestigio, son como fantasmas de la ópera. Son lo feo en donde todo está bonito y bien acomodado. Después de todo lo feo nunca falta donde está lo bonito. Y como casi todo lleva sellos comerciales, lo bonito y lo feo también. El que no mata sus neuronas con lo feo de las drogas o el alcohol, las mata con lo bonito de la moda. Sin embrago, como lo bonito necesita de lo ligero, lo superfluo, lo delgado y lo light, la salud física y mental se han convertido en una obsesión contemporánea.

No es fortuito que el control del colesterol sea un problema de vital importancia para muchos. La anorexia y la bulimia, después de ser padecimientos casi exclusivos de bailarines y modelos, se han difundido tanto que en estos momentos usted podría tener al lado una de esas extrañas personas que le rinden tributo a su propio cuerpo casi a manera de religión. Es paradójico, pero mientras más o menos la mitad de la población mundial se muere de hambre, la otra mitad parece empeñarse en estar a dieta. El control del peso corporal es un aspecto central en la vida diaria, tanto que a las horas de trabajo hay que sumarles las horas de gimnasio y a las horas de ocio hay que quitarles con la voluntad, que es otra clase de fuerza, pero subjetiva, las ganas de comer eso que los hábitos culturales piden por naturaleza. Adelgazar el cuerpo engorda el ego porque el ego estrena cuerpo. Por alguna extraña razón ahora, lo gordo es feo y estar gordo, lo es aún más. Porque se supone que lo gordo es ausencia de fuerza de voluntad y baja autoestima, mala distribución de los afectos en la persona. Es lo contrario de mente sana en cuerpo sano. Lo que se opone a la ligereza del mundo contemporáneo. Como no puede flotar en los ambientes sociales, la gordura es hundimiento en sociedad. Más que ser una patología producto de los desórdenes alimenticios o de una predisposición genética, es lo que desencaja con el mundo de las imágenes que están bien ordenadas y acomodaditas. El exceso de grasa ofrece al cuerpo un contorno circular que se opone a la cuadratura de los cuerpos musculosos. Por ello a los gordos se les compara, para agredirlos y denigrarlos, con pelotas, tinacos circunferencias y todo aquello que simule lo redondo y sus derivados.

Y en un mundo en donde la cuadratura ha ganado superioridad con respecto a la circularidad, nadie quiere ser redondito. Tanto las canchas donde se practica todo tipo de deporte como los edificios repletos de burócratas, los salones de fiesta, las pantallas de las computadoras, las páginas de un libro y los libros como este, los cuerpos musculosos y hasta el pensamiento formal, son cuadrados. Donde reina la cuadratura no se permite la circularidad. Lo cuadrado siempre lleva rigidez por dentro, los sistemas jerárquicos y de poder son el mejor ejemplo de ello. La rigidez nulifica la creatividad, la innovación y la memoria, por lo que es imposible proponerse ser creativo, inteligente y romántico. Lo que hace flexible y más divertida la vida, lo que reblandece las normas y los conservadurismos, es un extraño compuesto de tres elementos: creatividad, inteligencia y afectividad, que no operan por separado. Un cuadro, más que ser una cosa que puede colgarse en las paredes, es un conjunto de personas que componen una organización mientras que un círculo, más que ser una superficie plana comprendida dentro de una circunferencia, es otro conjunto de personas que se reúnen con un propósito particular o con fines recreativos. Lo cuadrado lleva organización por dentro, lo circular espectáculo. No es cierto que cuando hay un accidente, una pelea o algo por el estilo ¿la gente tiende a formar un círculo para admirarse con el espectáculo que se despliega ante sus incrédulas miradas?. Aunque las canchas sean cuadradas y los deportes que en ellas se practiquen tengan reglas y toda la cosa, los lugares que les contienen, son circulares. Los estadios de fútbol llevan un cuadrado por dentro llamado cancha y más o menos la pasión por este deporte comienza donde las reglas del mismo terminan, es decir, donde la gente grita, se retuerce, llora, ríe o se pelea, en lo circular. Por eso los jugadores salen de la cancha a festejar los goles, para olvidarse por un momento de las cuadradas reglas del juego y pasar a formar parte de lo circular del espectáculo. Lo circular permite el espectáculo por contar con un centro de atracción, sea el juego, el deporte o la violencia. Un centro de atracción es el lugar donde confluyen las miradas, el sitio generado por la equidistancia de lo que miran. En un mundo en donde la mayor parte de las cosas se han vuelto cuadradas, con pasos a seguir, métodos e instrucciones, ha quedado muy poco espacio para la circularidad y emociones como la tristeza, cuya redondez viaja en sus lágrimas.


Por una ecología del cuerpo

Como el mundo se ha llenado de basura, tanto en los ámbitos del consumo como en las relaciones humanas, no resulta extraño que mantener todo limpio sea una preocupación incandescente de las sociedades contemporáneas. Como si la limpieza del afuera simulara la limpieza del adentro: como te ves te sientes. Esa excesiva preocupación por la imagen personal, que si bien ha hecho de la gordura un problema social, ha propiciado también que el cuerpo sea la máscara detrás de la cual miles de personas ocultan su verdadero yo por lo que el tributo a la delgadez ha pasado a ser la nueva religión del milenio. El ascenso de los hedonismos contemporáneos encuentra su base y fundamentación en una cultura regida por los designios de la imagen donde la apariencia importa más que los sentimientos. Como el cuerpo se lleva a todas partes, con diferentes ropajes y estados de ánimo, y ante la imposibilidad de renunciar a las exigencias del mercado de las apariencias, tuvo que volverse, por fuerza, en algo decorativo. En algo agradable a la vista de los demás. Porque como el cuerpo sigue a las personas a donde quiera que vayan y las personas quieren relucir y ser objetos de atención, pues no hay mejor forma que llevando un cuerpo de culto. Los cuerpos de culto son todos aquellos a los que la ropa ajustada les viene bien. Lo sexy se asoció a lo ajustado y en general a todo aquello que hiciera resaltar algunas partes del cuerpo, sin importar que vayan de acuerdo con los imperativos de la estética dominante. La moda pronto hizo lo suyo: ajustó y encogió la ropa para trasladar, de un lado a otro, esos cuerpos entrando y saliendo de diferentes escenarios que sirven como mercados propios de la sexualidad. Más cuerpo a la vista y menos ropa, pero más ajustada.

El cuerpo llegó a ser el adorno más inmediato de la persona y la ropa se volvió una segunda piel. Y para mantenerlo como un museo en donde se recrearan los hedonismos contemporáneos se hicieron necesarias tanto una nueva política como una nueva filosofía con orientación ecológica cuya finalidad fue la creación de un derecho incuestionable: el de cautivar y agradar, por lo que la administración de kilocalorías resultó ser indispensable. Todo perfectamente dispuesto en porcentajes de IDR (Ingesta Diaria Recomendada). El consumo de anfetaminas y sus derivados promovió en buena medida, más que nuevas adicciones como creen los ingenuos, una estética corporal asociada a lo delgado y musculoso. El éxito de productos como Fattaché, Siluet 40 o Fat Away after eating, a los cuales se les difunde desde programas de comerciales como CV Directo, se debió en gran medida al fracaso de las políticas anteriores para el cuidado del cuerpo que eran los ejercicios y las dietas. Sobre todo porque implican fuerza y voluntad en un mundo expuesto a las tentaciones del ocio y del placer. No es fortuito que sus campañas publicitarias inviten a un holgazán consumidor a reducir tallas y medidas: sin dietas ni ejercicios. Lo cual no es nada cierto, pero activa la lucha por vulgares utopías que tienen cabida en la deforme realidad. Poseer un cuerpo decorativo, agradable a la vista de los demás, ha sido la aspiración de millones de personas desde que los concursos de belleza crearon su modelito de 90-60-90. Lo bonito de la cara quedó relegado por las medidas del cuerpo. Y obviamente que los sentimientos y la inteligencia han perdido el peso específico que tenían. De esta manera, en las sociedades contemporáneas la estupidez, la superficialidad y el goce ganan terreno constantemente mientras la afectividad, la inteligencia y la creatividad lo van perdiendo hasta no saber dónde acomodarse.

Comer frutas y verduras fue y sigue siendo el lema de la política ecológica de cuidado del cuerpo. Y después de que los médicos insistieron tanto en ello, las cajas de Zucaritas, los productos Branil y algunos comestibles más, incorporaron la leyenda en sus envoltorios. Fomentando el consumo de lo natural con letras pequeñas porque si la gente hiciera caso de estas políticas inservibles, las firmas comerciales se quedarían sin compradores. Envases y cajas de mayonesas Helman´s, Nescafé Clásico, Hot Cakes de la Aunt Jemima y los MUM Botanicals, han incorporado en sus etiquetas consignas que proclaman por el cuidado del medio ambiente, recomendando al consumidor tirar la caja o el envase vacío a la basura. Los laboratorios Garnier le han puesto a sus productos concentrado activo de frutas para el mejor cuidado del cabello mientras Rexona le ha quitado el alcohol a sus desodorantes para reducir los riesgos de la irritación y la línea Fuller ha sacado una mascarilla limpiadora hecha de pepino que ayuda a retirar las células muertas, dejando un cutis fresco. Y así, mientras los olores tratan de ser cada vez más frescos y los shampoo´s, las cremas, tratamientos para la piel y tintes para el cabello se hacen más naturales, la nueva política ecológica de cuidado no sólo del cuerpo sino del medio ambiente, viaja en las etiquetas de envases o cajas que ya vacíos, terminan en la basura. Es decir, la política ecológica, como las políticas de salud y de desarrollo social que también viajan en cajitas, termina en la basura. Lo artificialmente natural ha abierto las puertas a un novedoso mercado cuya virtud es empaquetar pedazos de naturaleza y venderlos a ingenuos consumidores ávidos de mejorar su integridad física, más que mental.

El cuerpo, concebido como ecosistema, requiere de políticas que lo protejan de la grasa, el colesterol y las calorías. Por ello es bastante obvio pensar que la gordura sea anti natural, porque se contrapone a las políticas de la esbeltez. La gordura es pensada como ese excedente de historia que le sobra al cuerpo y que nadie quiere, que la mayoría rechaza. Las políticas ecológicas de cuidado del cuerpo son las dietas balanceadas, los ejercicios y los métodos reductivos. Lo artificialmente natural ha triunfado como industria en donde los afectos y el compromiso escasean y se escabullen como agua en las manos de zombies voyeuristas que deambulan por las calles. Sometidos al mercado de la imagen, ese sentimiento hueco asociado al orgullo llamado vanidad, también se ha puesto de moda, porque la vanidad necesita de los demás para poder despreciarlos. Y como la vanidad está hueca por dentro, no le cuesta mucho despreciar lo pesado. La vanidad es el sentimiento preferido de la cultura light por ser hueco, por ser un sentimiento que se llena con una falsa concepción de sí, por ser un producto del vacío y la agonía personal. La vanidad, que desciende de lo vano, es una falta. Ya sea de realidad, sustancia o entidad. Es la religión de quienes pretenden hacer de su cuerpo un nicho que lleva un cadáver fresco en su interior, aparte sin mucho cerebro.


Moda fuerte para débiles mentales

La banalidad, que es prima hermana de la insustancialidad, también ha tomado las riendas de muchas facetas de la vida cotidiana. Tanto a las conversaciones como a las formas de ser les ha quitado contenidos de importancia. A la cultura light, para poder flotar, le sobra la sustancia, esa materia fundamental de la cual están formados todos los cuerpos. Y esa materia se llama, de otro modo: espíritu. El reinado de la banalidad no permite sustancia espiritual sino material. Sin embargo, de ello todos estamos enterados porque podemos comprender con facilidad que nada en esta vida es gratis. Que todo cuesta y lo que no cuesta dinero, cuesta tiempo y esfuerzo. El que quiera azul celeste, que le cueste. La ausencia de sustancia espiritual tiene un mundo preferido. Un mundo digno de los débiles mentales: el mundo de la moda. La moda, apela al sentido de la exclusividad por medio del poder adquisitivo, quedando claro que hasta verse y ser diferente, cuesta. No obstante para entender la moda, hay que entender primero el estilo.

El estilo es algo que caracteriza un espacio social y permite establecer diferencias entre uno y otro conjunto o, más aún, entre los miembros de clases o categorías distintas. Sirve, antes que nada, para diferenciar lo bueno de lo malo (la política); lo bello de lo horrible (la moda); y lo verdadero de lo falso (la publicidad). Es un límite que opone izquierda con derecha; delante con detrás; y arriba con abajo, por lo que es imposible no ser diferenciado por el lugar que uno ocupa en el espacio. Sin embargo, también divide en fracciones, conjuntos más amplios, es decir, conjuntos en subconjuntos. Formando cúmulos hechos de gusto. El buen gusto, por ejemplo, es el gusto dominante cuyas variaciones viajan por los tres continuos mencionados anteriormente, haciendo de los contornos del espacio social, una forma completa llamada: vida cotidiana. Más que ser un límite, el gusto es una barrera que separa lo bueno de lo malo otorgándole al espacio, dimensiones políticas.

Al ser una barrera, el gusto termina por diferenciar el espacio social en casi todas sus presentaciones y para hacerlo apela al más anquilosado y reverberante racismo ya que, de alguna u otra manera, genera reglas que versan sobre la buena utilización del espacio (por ello existen reglas para casi todo tipo de comportamiento en público). La distinción entonces es producto de una tensión que se libera entre lo alto y lo bajo; la izquierda y la derecha; o el delante y el detrás, pero debe funcionar de acuerdo con las variaciones temporales del gusto dominante y estas, afortunadamente, desaparecen o se modifican con el paso del tiempo. El enemigo público número uno de la moda, es el tiempo.

La moda es una de las peores facetas de la distinción porque no apela ni siquiera a la apropiación de capital cultural. Mientras la moda y el poder se expanden, la razón se contrae: el tributo a la delgadez del cuerpo implica el tributo a la delgadez de la razón. Quien sólo se preocupa por distinguirse gracias a la moda se convierte en un desecho escatológico de la publicidad. Estar pasado de moda es quedar fuera del mundo de la publicidad, es decir fuera del mundo de lo banal y lo trivial, de lo simple y de lo light, de lo primitivo y lo inservible. Aunque la moda cumple funciones sociales, no sirve para nada y podría ser el peor de los inventos de la humanidad.

De esta manera, la distinción puede comprenderse como un límite simbólico que define el estilo, pero que sólo sirve a ese conjunto de extraños seres que siguen creyendo que el mundo se ha vuelto más bonito gracias a la moda, la política o la publicidad, mientras sólo ocurre que las sociedades se trivializan y caen en lo más bajo que podría esperarse de ellas, es decir, en vez de evolucionar, involucionan. La moda, la exclusividad, el buen gusto y, en general, cualquier forma que restrinja la utilización del espacio social son buenos ejemplos de que la distinción es el más trivial de los inventos de la historia y esto ha transformado las relaciones sociales de manera no grata. No obstante la distinción también tiene un enemigo, este se llama juego. Por eso es bastante divertido ver cómo a través de la moda los de abajo juegan a ser como los de arriba aunque sepan que tienen todo perdido.

El juego implica la articulación de dos cosas de modo que puedan tener cierto movimiento o libertad de acción (el juego de miradas en la seducción, por ejemplo). Para entender qué es el juego hay que convertirse en espectador y acompañar con la mirada, de otra manera la distancia entre el que mira y el que juega acaba con la participación del espectador. Aquel cuya mirada no tiene juego, jamás se divierte en la vida, es un aburrido. Por ello la risa es una dimensión lúdica que no recrea sino desorganiza la realidad sumergida en un orden aparente. Se juega no para ganar identidad sino alteridad. Así como el soñador inventa el escenario onírico donde sueña y jamás lo selecciona, el jugador inventa escenarios lúdicos donde juega que más allá de ser acordes con la lógica de diseño de la realidad social, la desarticulan por medio de la eliminación del fin: el fin del sueño es soñar y el del juego es jugar. En el juego no se trata de aniquilar al adversario sino de incorporarlo en la dinámica del mismo. La ironía, por ejemplo, es el "juego" de la risa en donde sólo uno se divierte (tratándose de dos), pero eso ya no puede entenderse como juego, sino como perversión. Cuando el poder se expande el juego se acaba porque no hay regla que pueda contra él, ni siquiera las reglas de la razón. El poder no se mide con la razón sino con la autoridad. Al poder no se le estudia con la racionalidad sino con las emociones porque sólo se siente. El poder no se guarda, sólo se acumula (igual que el capital: quien tiene capital, tiene poder), y se acumula para poder ejercitarlo. El poder es la dimensión por excelencia de lo invisible porque sólo se siente y si no se ejerce, no es poder sino cosa de risa. La risa con poder, se convierte en burla o ironía.

La visión de los vencidos es aquella mirada que sólo reconoce poder en la historia. Quien habla de poder, por lo regular jamás lo tiene entre sus manos, de otra forma no tendría de qué hablar o algo a qué oponerse. Quien sólo reconoce poder en la historia, es un derrotado y siempre será atropellado por aquel. Cuando el juego siempre lo gana el mismo, hay que cambiar las reglas o jugar a otra cosa. Por ejemplo, cuando las sociedades no dan más de sí, como los matrimonios a punto de romperse o las relaciones que devienen altamente destructivas, hay que renovarlas o fundar otras. De ahí que cambiar las reglas del juego o jugar a otra cosa, sea algo así como redistribuir el poder, pero hacerlo no siempre es fácil y en el mundo de la moda menos porque es el mundo de los débiles mentales.


Blanca Nieves y los siete enanos

Este mundo roto, banal y superfluo, tiene sus pecados capitales. Se llaman transparencia, invisibilidad, indiferencia, vacío, vértigo, incertidumbre y silencio, pero en vez de ser tan feos como en la Biblia, llevan caras bonitas, firmas comerciales, cuerpos sometidos a las exigencias del mercado y la estética dominante, relucientes sonrisas y peinados altamente estilizados.


Sobre la transparencia

La transparencia es algo a través de lo que puede verse claramente, pero también el dominio de lo evidente, de lo que sólo está ahí por estar. Es decir, la transparencia del mundo demanda que todo sea claro, fácil de entenderse y comprenderse, y también lleva ligereza dentro. Pero esta claridad se construye sobre las apariencias, sobre una suerte de virtualidad en donde lo que se muestra y representa es una simulación de lo real. La transparencia es el lugar donde se desvanecen las esencias y se les pone un recubrimiento especial hecho de apariencia, como el pasto sintético. Ante la confusión, es lo que debe aparecer inmediatamente, todos exigen claridad en las cuentas, los sentimientos, los convenios y las negociaciones políticas, por lo que se puede suponer que todo trato entre personas y situaciones en las que se encuentren, tienen cierto grado de opacidad que debe ser ahuyentado con la transparencia de las explicaciones, los hechos o las demostraciones. Ese énfasis por tratar de volver claro todo, es lo que lleva a las personas a hablar cuando tienen problemas, altercados o diferencias. Nadie quiere opacidad en sus relaciones ni su pasado. Pero esta búsqueda frenética de transparencia ha liberado un baile de máscaras impresionante porque todos juegan a encubrir su opacidad con otra cara que no es la suya. La transparencia es un mito al que se aspira para estar a gusto, para sentirse bien cuando todo está mal, descompuesto y a punto de caerse. La claridad de las cosas se inventa para que las sociedades no se desintegren.

Los enamorados hablan de su situación sentimental para saber hacia dónde van así como lo hacen los políticos para decidir sobre el rumbo del país, unos y otros no quieren que la sociedad se les rompa. Por algo la transparencia ha cobrado importancia, tanta que la han convertido en un valor de la democracia. Pero ser transparente implica ser como un fantasma y como nadie puede serlo sólo se juega a que todos lo son. Aquel que se preocupa por ser honesto y sincero todo el tiempo jamás puede serlo porque la transparencia se convierte en un tormento. Para ser honesto y sincero simplemente hay que serlo y no estar preocupado por ello.


Sobre la invisibilidad

Invisibles son los fantasmas, el poder, la inteligencia y el amor. En general todo aquello que escapa a la vista y sólo se puede narrar, como un cuento, un sentimiento, un sueño o una fantasía. Pero como todo aquello que no se ve no vale, tiene que demostrarse. La invisibilidad no tiene cabida en este mundo. Es obvio que uno no quiere en kilogramos, metros cúbicos o centímetros, pero es común escuchar que las relaciones tienen peso por el simple hecho de que unas son más profundas que otras. ¿A quién no le han pedido que especifique cuánto quiere a la mujer con la que duerme o establezca la distancia que le une o le separa de su primer amor?. Es irónico, pero así es. Uno tiene que demostrar con la vía láctea, los mares o el infinito del Universo cuánto quiere, odia o ama a una persona, un objeto o su carrera profesional. Mientras el mundo de lo material se mide con toneladas, kilos y gramos, el mundo de lo invisible se mide con lenguaje. Las mediciones subjetivas están hechas de palabras cuyo significado tiene peso. De ahí la necesidad de inventar medidas para lo invisible. Uno puede decir cuánto pesa, mide, gana o tiene en los bolsillos, pero no cuánto sufre, se divierte, sabe o le duelen las muelas. Y desde que lo invisible comenzó a ser una incomodidad, hubo que inventar formas de medirlo con el lenguaje para poder manejarlo, romperlo y tirarlo a la basura, desde entonces uno tiene cantidades de trabajo, cargas en la vida, pesadumbre provocada por el cansancio o la flojera y así sucesivamente

Esa necesidad de las personas de poner en vídeo todo lo que sea posible, es una necesidad de eliminar lo invisible del suceso. La televisión y el vídeo, las fotografías y las películas, han servido para atrapar lo invisible. Se han convertido en los espejos de la vida cotidiana y han favorecido la capacidad de estar presente significativamente en más de un lugar a la vez. El yo te vi se ha convertido en evidencia contundente del hacer. Hechos, no palabras es parte de ese mundo visual al que ya estamos acostumbrados, lo reconozcamos o no. La palabra ha dejado de tener la fuerza que se le otorgaba y la imagen ha adquirido el poder que no tenía. Palabras demás, en cada evento social, sean quince años, bautizos, casamientos o reuniones familiares de domingo, el incómodo flash o la indiscreta y morbosa lente, no faltan. Si no se pone en foto o se filma, no es real. Por ello la necesidad de fotografiar y filmar todo lo vivido porque sin imágenes, las vivencias son sólo palabras que se lleva el viento. No obstante la imagen siempre engaña, nunca es natural, la gente posa para las fotografías con sus caras sonrientes y las espaldas rectas.

Por algo los festejos también han perdido su naturalidad. La sonrisa natural de la comunión se ha cambiado por una sonrisa artificial que simula esa alegría sincera de estar juntos. Por el afán de estar alegres frente a las cámaras, los conductores de televisión siempre tienen un semblante del cual nadie puede fiarse y las personas juegan a ser los conductores de los que nadie puede fiarse con su sonrisa colgate y su peinado aqua net. Frente a las cámaras, sean de vídeo o fotográficas, nadie puede estar triste porque a la menor provocación nunca falta el neurótico que diga: quita esa cara o por favor! Ve a la lente. Frente a una cámara, cualquiera que esta sea, se trata de estar feliz, sonriente, impecable, simulando que el dolor de la vida pasa sin pasar. Decir chis frente a la cámara es una manera de mearse de la risa sin que uno esté contento, sin que alguien le haga cosquillas. No hay nada más mentiroso que una sonrisa frente a la cámara, sin embargo desde que se inventaron estas formas de registro visual, uno necesita de una buena cara que mostrar al exterior aunque su interior se esté cayendo a pedazos. Después de todo se cree que como te ves, te sientes y como hablas, piensas. Lo que tarde o temprano llevó a hacer generalizada la idea de que el interior se ve, aunque siempre sea invisible.

Es una idea generalizada que tanto el hambre como el amor surgen de la vista y no del gusto. Los antojos, antes de llevar un sabor a manera de recordatorio, llevan pegada una imagen, se trate de una Domino´s Pizza o un cuerpo de mujer envuelto en traje sastre de Chica Palacio. Ver para creer, ese es el dilema. La invisibilidad no tiene cabida en este mundo.


Sobre la indiferencia

A la falta de preferencia o interés, lo que está localizado en la punta del látigo del desprecio, se le llama indiferencia. Es lo que se experimenta en el grado cero de la emoción, es decir, cuando los sentimientos están más fríos que calientes. Los cínicos, que mienten con desfachatez, los arrogantes y los soberbios que estiman su sí mismo en demasía, son indiferentes porque están fuera del escenario, porque parece no importarles nada. No estar implicado afectivamente con algo es un arma poderosa para manipular a los otros, al medio y al interior propio. La indiferencia es un lujo afectivo porque el indiferente no sufre con el sufrimiento de los demás. Y así como no sufre tampoco ríe, se sorprende, grita, llora o patalea. El indiferente no hace lo que todos los demás sí y por eso puede tachársele de aburrido o pedante. Los indiferentes nunca faltan en todas partes porque la indiferencia flota en el ambiente. Es como el aire que uno respira. Mientras todos se preocupan demasiado por sí mismos nadie se preocupa por los otros. La indiferencia permite la pobreza, el abuso, la violencia y la frialdad, por algo las calles se han llenado de basura, mendigos, vagabundos, prostitutas, asaltantes y corruptos. Como permite el empobrecimiento del espíritu, termina por enfriar todo aquello que encuentra a su paso. Es la guerra fría a la que todos juegan quizá sin darse cuenta. Cuando se quiere ser frío, se opta por ser indiferente. Sin embargo, hay dos tipos de indiferencia, la real y la simulada, pero al igual que todas las emociones lleva una suerte de gestualidad que la deja fluir por todo el cuerpo, después de todo cuando uno se muestra indiferente lo hace completito y no por partes. Es decir, toda emoción siempre lleva dentro una suerte de actuación, una estilización individual que sólo le pertenece a quien la porta. Y esa estilización va a todas partes con sus portadores, es como una sombra que no se ve, pero que está pegada a los diferentes modos de ser de cada uno.

La indiferencia real, la que no se actúa, la que es más natural que artificial, no necesita de mucha estilización porque simplemente brota, como los suspiros o los recuerdos. La simulada, salta con cierta intención de hacer como si nada pasara, niega la vida porque hace como si en la vida no hubiera pasado nada. Es una suerte de venganza endulzada con la perversión de hacer sentir al otro que no se siente. Sin importar la forma en que se presente, al negar la vida, la indiferencia mata, tortura, aniquila, pero no a quien la porta sino a quienes se les aplica. Necesita de los demás para poder despreciarlos. Al ser un escudo protector para el gladiador que la posee, también puede servirle de lanza para herir a los demás. Por ello a los indiferentes se les trata de manera distinta porque no están en comunión con los otros. La indiferencia es un modo muy particular de negar la comunión de los demás con el desprecio. A los indiferentes se les permiten las caras largas y endurecidas. Parece que nada les divierte y una forma de incorporarlos a la comunidad a la cual niegan es tratarlos bien. Los indiferentes son los aguafiestas de las reuniones porque siempre tienden a negar lo bonito de la comunión y lo hacen pasar como algo trivial y superfluo. Sin importancia pues.

No obstante la indiferencia es casi una condición generalizada. En un mundo en el que todos se enamoran cada vez más de su sí mismo, la posibilidad de vivir juntos se desvanece porque en la indiferencia el otro desaparece, con todo y sus emociones. Y no vale nada. Pero como el otro desaparece, el indiferente también se desintegra porque al negar la sociedad a la que pertenece se niega a sí mismo y entonces no le queda nada más que un mundo idealizado o mistificado que lo aleja de la realidad en la que vive. Los indiferentes viven en un mundo que han creado para sí porque sólo importan ellos, nadie más. La indiferencia generalizada permite toda clase de abusos desde el incremento de los precios de la leche hasta la violencia sexual. Y a esta sociedad le hace falta implicarse más con su realidad para poder modificarla. Desgraciadamente la indiferencia ha triunfado en un mundo en donde la falta de compromiso es una posición más cómoda. Mientras el compromiso exige responsabilidad, la indiferencia sólo requiere del cinismo, la soberbia y la arrogancia para olvidarse que el mundo está roto o a punto de romperse.


Sobre el vacío

El vacío es lo que llevan los focos por dentro para encenderse, es un espacio en el que se supone no existe ninguna materia. La ruptura amorosa, la muerte, las despedidas y el desamor, llevan vacío por dentro, de personas y sentimientos. Es un espacio donde las ausencias se divierten como enanos. Vivir en el vacío es como vivir sin oxígeno, como los peces que se mueren fuera del agua, es una agonía lenta provocada por la ausencia de motivos por los cuales vivir. La soledad, por ejemplo, es una forma materializada del vacío, pero indispensable para entender la vida, un texto o un discurso. Entre momento y momento, entre palabra y palabra, existe un vacío que acaba con la vida o con la idea general de lo que se quiere decir. Quien experimenta el vacío está aislado de su sociedad en completud, fuera de su mundo. Y al estar fuera del mundo no tiene qué experimentar. Al ser expulsado del mundo, también se le expulsa de las emociones contenidas en él. Los espacios vacíos son aquellos en donde no hay personas ni sentimientos más que uno mismo, pero sin persona ni sensación alguna. El vacío es la sensación de no sentir, de ser nada. Esa sensación aparece cuando uno dice cosas sin sentirlas, desde un te extraño hasta un te amo. Las mentiras son vacío para quienes las dicen, vivir en la mentira es vivir en el vacío. Por ello cuando las mentiras son descubiertas uno puede entristecerse profundamente por haber vivido en algo que no llevaba contenido. Uno engaña con el vacío de las palabras.

En general, las relaciones sociales se han quedado sin contenido, la burocracia discursiva se ha colocado como forma de relación. Todo mundo responde que está bien cuando no lo está. Y así sucesivamente.

Los vacíos no cuentan con forma de vida posible en su interior. Por eso quien los experimenta no puede sentir que muere siquiera. Sino que ya está muerto por estar fuera de la sociedad. Y como el vacío se incrementa, la carencia de afectos suplida por las formas de consumo, se vuelve una condición predominante en las sociedades contemporáneas. Algo a lo que se le ahuyenta con la materialidad de los objetos estableciendo una relación idílica con ellos. La gente se enamora entonces de sus cosas en vez de enamorarse de las personas o se enamora de los objetos como si fueran personas, por ello les pone nombres y termina por humanizarlos. El mundo del intercambio y las exigencias del mercado permiten que así sea, que mientras las personas se vacían de afectividad, el espacio social se llena de materialidad, de insustancialidad espiritual. La práctica de cultos religiosos o algo que se le parezca se configura como una suerte de compensación simbólica ante la carencia de afecto en un mundo en donde los objetos han triunfado sobre las personas. Es decir, donde hay un culto religioso, hay una sociedad a punto de vaciarse que le rinde tributo a un hueco producido por la falta de espíritu. Y sociedades en donde se engaña y se miente con facilidad, siempre es necesaria una religión que exima de sus culpas a los pecadores. La ventaja de la religión cristiana es que después de la confesión uno está listo para volver a pecar. En las sociedades del alto vacío es fácil recurrir a los dominios del mundo espiritual para sentirse a gusto, sin importar que después de misa uno vaya de compras al Palacio de Hierro o a comerse una hamburguesa a Mc Donald´s.


Sobre el Vértigo

El vértigo es la sensación de pérdida de equilibrio en el espacio, es decir, la pérdida de referentes, el riesgo de perder la identidad personal, por eso da miedo y obliga a la construcción de símbolos y referentes culturales. Hoy en día, cuando todos saben de todo, cuando el mundo se ha convertido en un mundo de expertos y especialistas para todo, se hace más evidente que el vértigo es otra de las condiciones reinantes en la sociedad. Y especialistas hay para todo. Desde especialistas para los ojos, nariz y garganta, hasta los especialistas en fútbol, vinos, música, cine, literatura, teatro, danza, etc. Porque su especialidad les permite ser alguien en un dominio específico y particular de la vida. Sin su especialidad no son alguien, no pueden ocupar un lugar en el espacio digno de reconocimiento. No es fortuito que los investigadores digan que son especialistas en algo porque eso los diferencia de todos los demás investigadores que también son especialistas en otras cosas. La diferencia elimina el vértigo porque dota de una nueva identidad a quien ya se le rompió. Ser alguien en la vida implica ser diferente, pero como todos luchan más o menos por lo mismo, muchos terminan siendo iguales. Preocupados por diferenciarse, la mayoría de los individuos termina siendo víctima de su preocupación y no alcanza la diferencia como atributo personal. Sin embargo, en este mundo donde la extrema individualización apremia, también todos se creen diferentes, con un estilo propio y maneras particulares de ser. Se apela a la diferencia por medio del discurso, el estilo, el gusto, la forma de vida y de escritura, es decir, por medio de la segregación y la exclusión, porque la construcción de la identidad personal en el fondo es egoísmo puro. Es la aspiración al reconocimiento individual a través de la objetivación de lo novedoso. El hecho de que todos quieran enterarse de todo para platicar de todo con todos se ha convertido también en una actitud frenética. ¿Qué sentido tiene saber mucho cuando a veces se sufre más así?. Ser diferente tiene un valor porque es una forma de darle particularidad a la identidad personal, porque es una manera de ahuyentar el vértigo de la competencia o no quedarse en el olvido.

Y el vértigo se incorpora como una forma de vida cuando donde todo se vuelve vertiginoso. Una y otra vez se escucha que la gente tiene mucho trabajo, como si no tener trabajo careciera de valor. Entre académicos es demasiado notorio, sobre todo cuando se comunican entre sí porque una de las primeras cosas que sale a la conversación es el vértigo provocado por las cargas de trabajo. Y como la sociedad se ha vuelto en extremo vertiginosa, nadie quiere estar fuera de ese vértigo porque la falta de vértigo es sinónimo de inutilidad, improductividad y, en el último de los casos, de ser uno mismo. Aunque el vértigo atenta en contra de la identidad, también la reafirma y sólo se le puede enfrentar estando ahí, en su seno. En el vértigo uno reafirma su identidad venciéndolo, por ello se convierte en una prueba para sí, en una eterna lucha consigo mismo. Y para que a las personas no se les borre su identidad se ponen pruebas a corto y mediano plazo. ¿No es cierto que uno llega hasta donde quiere?. Es absurdo, pero la gente pelea y lucha por su pedacito de vértigo para ser reconocido como alguien que alcanza todo lo que se propone. En las sociedades donde todo es vertiginoso, la mediocridad no tiene cabida y se lucha por ser alguien en la vida.

Pero tampoco cabe la lentitud del compromiso y la contemplación de lo bello. Ni siquiera se permite la lentitud en el pensamiento. El vértigo ha modificado la forma de estar en el mundo de tal modo que nada está en paz porque todo se mueve y se agita. Y ese movimiento y esa agitación porvocan una excitación que no deja vivir en paz a las personas que creen que teniendo mucho trabajo o domesticando las formas vertiginosas de ser de la realidad pueden diferenciarse y ser reconocidos. Más que enriquecer, empobrece a las personas porque dejan de ser ellas mismas para ser lo que el movimiento y la velocidad social les exige. No es fortuito que la gente se busque sus espacios para vacaciones o momentos de quietud en la comodidad de su hogar ante un bamboleo exorbitante. La administración del ocio y el tiempo libre se han convertido en un valor que contrarresta este movimiento sinfín. La gente se premia con quietud después de tanto ir y venir. Burócratas, académicos y ejecutivos de alto nivel, perfectamente entrenaditos ideológicamente, lo entienden muy bien. El derecho a vacaciones es el derecho a la renuncia de la esclavización provocada por la velocidad social. Al fin y al cabo, después de la tempestad, viene la calma. El vértigo se ha convertido en un espacio para la realización personal cuando todos intentan demostrar que pueden domesticarlo.


Sobre la incertidumbre

La incertidumbre es una falta, como un agujero en cualquier parte. Es la ausencia de seguridad y claridad al mismo tiempo. Aquello que le da de vueltas a los amnésicos cuando recuperan el conocimiento. La falta de certeza es la pérdida de un trozo de sociedad medida con el tiempo, una suspensión espacial y temporal en la que cae el espíritu. La incertidumbre pasea por las sociedades como lo hace el aire que respiramos. Estar en incertidumbre es como entrar en estado de coma, es decir, en un estado en donde se pierde la motricidad y la conciencia conservando las funciones vegetativas. La incertidumbre, por tanto, es una probadita de muerte en vida y puede adoptar la forma de pasado, presente y futuro. Quien no sabe que pasó, qué pasa o qué pasará, tiene incertidumbre. De una u otra forma todos la hemos experimentado y es bastante incómoda, es como los invitados que se cuelan a las fiestas y que nadie quiere que estén ahí. Acostumbrados a confiar en el mundo en que vivimos, la incertidumbre se convierte en el dominio predilecto de la inseguridad. Cuando uno sale de su casa no duda en encontrarla al regreso, mucho menos espera que le caiga una bomba o se incendie porque es más cómodo así. En los dominios de la incertidumbre las certezas no existen y como no contamos con estrategias que permitan manejarla ni reducirla, termina por asustar a cualquiera. La precaución se ha convertido en la mejor arma para ahuyentarla y en un mundo repleto de incertidumbre todos tratan de ser precavidos: hombre precavido, vale por dos.

Al irse esfumando la confianza y la familiaridad con las cosas, la incertidumbre gana terreno a la seguridad. No es fortuito que uno de los problemas imperantes en muchas sociedades sea la seguridad pública, es decir, la dimensión política más visible de la incertidumbre. Pero en lo privado aparece también como un enemigo a vencer porque las viejas solidaridades se están cayendo a pedazos y la excesiva atomización obliga a la reconversión de la intimidad, por ejemplo. El desencanto marcado en las sociedades ha obligado a que la excesiva atomización se convierta en una forma de protección, es decir, cuando la gente ya no tiene qué proteger, protege su intimidad. Lo que obliga a pensar que ni siquiera en la intimidad se puede estar seguro. También por ello la gente termina por asegurar todo, sus autos, su vivienda, su educación, su cuerpo, sus negocios y hasta su vida. La pérdida de esperanza en el futuro permite que la reducción de incertidumbre se ate a promesas. Donde reina la incertidumbre reinan las promesas, lo cual es un claro reflejo de que a nadie le gusta el mundo en que vive o sólo le gusta una parte. No saber lo que pasa, pero estar conscientes de que eso es precisamente lo que pasa, es la incertidumbre.

La pérdida de confianza, que es la pérdida del ánimo, el aliento y el vigor, todo al mismo tiempo, implica la aniquilación simbólica del sí mismo y del otro conjugados, lo complicado del asunto es que la solidaridad no se puede imponer y por ello se inventan formas inservibles que alienten la confianza. Los compromisos sirven para eso, para jugar a que se puede confiar en uno mismo y en el otro. Son una manera de encarar la incertidumbre y ganarle terreno con la certeza simulada, puesta en contratos con reglas, apartados y artículos por todos lados. Los contratos, que son siempre colectivos aunque sean de dos, sirven de intermediarios a quienes pretenden materializar las promesas entre ellos, pero hacen evidente que se les necesita donde la incertidumbre merodea, donde vuela como ave de rapiña en espera de comer carroña, es decir, sociedad en estado de descomposición. La incertidumbre generalizada, que se divierte como niño en los columpios de lo político, lo económico y lo social, más que ser un problema es un desafío, pero también una herida profunda que sangra y nadie sabe qué hacer al respecto.


Sobre el silencio

El silencio es lo que está entre nota y nota, entre palabra y palabra, pero también entre las personas. Es lo que las aleja de la realidad porque permite la sumisión y el conformismo, es decir, la expansión de los mercados en el ámbito de las relaciones sociales. Lo silencioso es lo que no hace ruido y es el estado perfecto para las dictaduras porque no permite la protesta, la crítica ni la inconformidad. Donde hay silencio no hay conversación, es decir, forma alguna de reconstruir la realidad aunque sea para reinventarla lingüísticamente. Pero el silencio se ha convertido en un valor porque se cree que va de la mano con la quietud y la calma que son como las primas hermanas de la paz. Por algo el silencio debe ser roto cuando se ha convertido en una forma de relación permanente. La gente rompe el silencio para hablar de sus problemas tal como lo hacen los políticos de bandos opuestos. Porque el silencio mata, no permite conocer lo que el otro piensa o siente y eso es una amenaza. El silencio está asociado a la muerte. Cuando alguien muere se le conmemora con un minuto de silencio, se trate de una democracia o una persona. Da igual.

Las sociedades se han llenado de espacios silenciosos como los museos y las bibliotecas, porque el arte y el conocimiento son escandalosos, permiten la crítica, la protesta y la inconformidad con el mundo en que se vive. En las sociedades contemporáneas el silencio es una forma de comunicación y una manera cómoda de salir de situación, de escena. Un modo de legitimar la violencia generalizada, como hacer que eso que pasa no pasa. Y también la pérdida de solidaridad hace evidente la expansión del silencio en nuestra sociedad, porque gran parte de las actividades, como escribir un ensayo, ir al trabajo, robar, engañar o seducirse, se hacen en silencio. El silencio permite el ocultamiento así como vivir las bajezas del mundo con disimulo. Es la materia prima de la que están hechas los secretos y sus sociedades. Y en un mundo lleno de bajezas, de formas silenciosas de comunicación resulta difícil entender que la libertad individual sea un compromiso con los demás. La libertad está en el lenguaje y la conversación y no en el conformismo y la sumisión. Las sociedades silenciosas necesitan del ruido para modificarse. Sin embargo no basta con saberlo. Después de todo el silencio es un lecho en donde uno muere después de tanto hablar.


(*) Profesor e Investigador de tiempo completo de la Universidad Autónoma Metropolitana -Iztapalapa, México, D.F. y colaborador del diario La Jornada. Depto. de Sociología. Psicología Social.



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