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La insignia
16 de enero del 2002


Cultura y democracia: una sesión de hipnosis*


José Marzo


Ejercitemos la imaginación. Mejor aún, participemos en una sesión de hipnosis. Cerremos los ojos. Cuando dé una palmada, volveremos a abrirlos, y de pronto nos encontraremos en un local de Barcelona, un sábado del año 2002, haciendo uso de las libertades democráticas.

[palmada. se apagan las luces]

Ya está. Abrimos los ojos y nos descubrimos en el interior de un local barcelonés llamado Doméstic, año 2002, ejerciendo dos derechos fundamentales de la democracia, el de reunión y el de expresión.

Se me dirá que esto no es fruto de nuestra imaginación ni de una sesión de hipnosis, que realmente esto es un local de Barcelona, que estamos aquí en carne y hueso, que podríamos tocar a las personas que hay a nuestro lado, y que nuestros ojos no nos engañan cuando vemos a un tipo ahí, en el escenario, hablando, y que esto es una democracia....

La sesión funciona. Lo prueba el hecho de que creemos todo ello. Así que continuemos.

Hemos quedado en que esto es una democracia.

No sirve para ponérnosla en la cabeza ni para ligar. Tampoco reproduce discos compactos ni te ladra al llegar a casa ni mea en las esquinas. Tiene que ver con la política y se suele nombrar con apellidos: sistema democrático.

Presenta algunas ventajas frente a otros sistemas. En las teocracias, por ejemplo, hay un clan de sacerdotes que dicen conocer los arcanos de dios, a los que todos deben someterse. En los reinados, hay una familia que hereda el poder político de padres a hijos y que lo ejerce como considera oportuno, con la bendición del dios de los sacerdotes anteriores, los de la teocracia. Alrededor pulula una corte de nobles, que también heredan sus cargos, a los que tampoco suele irles mal. Después están las tiranías. Éstos, los tiranos, no necesitan la bendición de dios porque reconocen haber conseguido el poder por la fuerza. Por eso, porque son los más fuertes y los respalda un ejército dispuesto a volver a demostrarlo, gobiernan como les place, dictan las leyes que consideran convenientes y legan el poder a dedo, generalmente a alguien de la familia. Y luego hay otro sistema más sutil, el corporativismo. No suele presentarse como tal, sino que crece dentro de los otros, en combinación con ellos. El corporativismo no se legitima directamente por la fuerza como la tiranía, ni por un supuesto designio divino como la teocracia, ni por un derecho dinástico como los reinados, sino por un prejuicio que se llama derecho natural y por el interés. Los blancos serían superiores a los negros por naturaleza, los hombres a las mujeres, los universitarios a los panaderos, los burócratas a los universitarios, los empresarios a los obreros, los políticos a los científicos y los científicos a los artistas. En el corporativismo se cataloga a las personas por su profesión y su estado social, y según estos se les asigna una función que cumplir y unos derechos y deberes. Lo que a todos les interesa, para conservar tales derechos y posición, es que nadie se mueva de la posición que ocupa ni se salga de la función que le ha sido encomendada.

Frente a teocracias, reinados, tiranía y corporativismo, la democracia es el único sistema en el que deciden las leyes las mismas personas que deben cumplirlas. Pero también aquel en el que las leyes pueden ser desobedecidas, subvertidas y mejoradas. Los ciudadanos deciden, y siempre pueden volver a decidir, cómo se organizan, cómo se reparten las responsabilidades y los cargos, quiénes ocupan tales cargos y por cuánto tiempo y en qué condiciones, cómo se gestionan las empresas, cómo se distribuye la riqueza, cuáles son sus derechos y deberes...

Habíamos acordado que esto es una democracia.

Los principios de valor del derecho democrático son la igualdad y la libertad. Esto no quiere decir que seamos iguales, pues somos diferentes, ni que seamos libres, pues hoy ya sabemos, por las investigaciones científicas, que estamos condicionados, que incluso nuestro pensamiento es la propiedad de un proceso psíquico. Quiere decir tan sólo que cualquier ley que se decida en un sistema democrático debe hacerlo en virtud de la igualdad y la libertad. Ningún ciudadano tiene más ni distintos derechos que otro y todos pueden participar en la toma de decisiones, mediante el ejercicio de las libertades públicas. La igualdad y la libertad no son verdaderas, pero sí los únicos principios que no son falsos. A diferencia del derecho natural, no pretenden reflejar una supuesta verdad, sino que tan sólo ofician de referentes del derecho. La libertad sólo se vive cuando se ejerce, siempre hay mayores cotas de igualdad que conquistar.

Por eso, porque nunca se realiza plenamente y siempre puede ser subvertida y mejorada, la democracia, antes que un sistema político, social y de creación de derecho, es un sistema cultural.

Recordad que estamos hipnotizados.

Hay una sola cuestión cultural verdaderamente importante: qué crear. En el ámbito del arte, se plantea cada vez que un músico, un pintor, un escultor o un escritor se halla frente al pentagrama, el lienzo, la roca o el papel. Ni siquiera es preciso que el artista se halle físicamente frente al soporte en el que crea. La zozobra por hacer algo nuevo donde antes no había nada le sobreviene en un viaje en autobús, en medio de una conversación con amigos o de una reunión de trabajo, mientras desayuna, en la cama cuando acaba de acostarse o incluso en plena noche, entre el sueño y la vigilia. Lo desvela y le inquieta. No puede dejar de pensar ni de imaginar, y esa idea y esa imagen, que van cobrando forma y definiéndose, lo apremian.

Pero la creación no es exclusiva de los oficios artísticos. También a cada uno de nosotros nos sacude la inquietud a lo largo del día numerosas veces. Decidimos entonces qué camino tomamos para acudir a trabajar o a estudiar, qué dial sintonizamos, en qué tienda hacemos la compra, qué platos compondrán hoy nuestro menú, a quién telefoneamos o qué carta contestamos... pequeños actos creativos que nos salvan de la rutina, entre tanta rutina.

Se dirá que ambas inquietudes no son comparables. Si la respuesta a nuestros actos puede llegar de inmediato, pequeña, quizá intrascendente, la del artista se difiere. Sólo después de haber completado su obra y de haberla expuesto, podrá conocer el artista el criterio de su público. Y esta respuesta pública variará. Quizá se aplauda hoy una obra que mañana sea despreciada. Pero hay una diferencia más importante. Mientras que la obra artística permanece y se expone, siempre igual, al público, nuestros actos creativos son ignorados, aprobados o sancionados de inmediato. No permanecen iguales a sí mismos, si no que se desvanecen. Un desvanecimiento sólo aparente, porque cada uno de esos actos modifica, aunque sea un poco, nuestra biografía y la biografía de a quienes afecta, además de nuestro entorno. Desaparecida la creación, queda su huella.

Pero la huella de nuestra creación no siempre es humilde ni minúscula. Entre la decisión histórica de un estadista que rompe un acuerdo para firmar una declaración de guerra y el capricho de comprar una flor a una gitana, existe una larga escalera de actos creativos: aceptar o no aceptar un trabajo, despedir o no despedir a un empleado, redactar un manifiesto, denunciar un delito, hacer una sentada con veinte compañeros en medio de una avenida a una hora de mucho tráfico, organizar un colectivo.

La sociedad sanciona a diario qué actos creativos tolera, cuáles castiga y cuáles premia. La tentación de la rutina es muy grande. Que todo siga como está, que nada se salga del cauce excavado, de la norma aceptada y establecida.

Las leyes, escritas y no escritas, no son, en definitiva, más que la formulación de una rutina que ya existe o de una rutina que se pretende que exista y perdure.

¿No habíamos dicho que la democracia siempre puede mejorarse, que está sujeta a revisión? No hay un tope de igualdad y libertades. Y cualquier acto creativo que disienta de las leyes actuales sólo puede expresarse en virtud de una razón superior por la que merece la pena luchar, y vencer o perder: una ley nueva que propicie mayores cotas de igualdad y libertad. Esto, y nada más que esto, legitima un acto creativo de carácter político, social y cultural democrático.

Hace unos días, un amigo mío, periodista defraudado, me decía: "Algo falla. Da igual lo que se diga o que se llame a la revolución. Ellos lo quieren todo y nadie mueve un dedo por evitarlo. Cada vez se pierden más derechos".

Es preciso viajar hasta la raíz de las cosas y desechar lo accesorio. El acto fundacional de una ley nueva se produce en el momento en que un ciudadano idea un proyecto y lo expone en un espacio público a la consideración de los demás, y se refrenda si los demás lo admiten y lo aprueban. Pero cuando hemos perdido los espacios públicos en beneficio de empresas privadas que, organizadas conforme a la jerarquía natural, responden por encima de cualquier otro al interés gremial y corporativo, ¿qué podemos esperar?

Se exprese lo que se exprese en un medio de comunicación corporativo o en la industria del entretenimiento cultural, el mismo acto de expresión legitima un hecho consumado: la suplantación por las corporaciones del espacio público democrático. Podrán crear su propia protesta, intentarán crearla, para que de ese modo sólo sea una desobediencia virtual.

Por eso, un minoritario grupo de escritores heterogéneo y marginal, pero sin vocación de marginal, poetas, novelistas, dramaturgos y articulistas de diversas tendencias políticas, nos hemos organizado en la Liga de Escritores Independientes LEI. Trascendiendo la simple declaración discursiva de principios, sin romper en ningún momento el necesario diálogo, hemos dicho NO a las corporaciones del entretenimiento y de la información y SÍ al uso y promoción de espacios alternativos.

Hay un dicho según el cual cuando el sabio señala la luna, el tonto mira el dedo. En democracia, por el contrario, el ciudadano debe mirar la luna, el dedo y la tribuna desde la que pontifica el sabio.

Pero es el momento de acabar con la sesión de hipnosis. Cerremos de nuevo los ojos. Cuando dé una palmada, despertaremos de nuevo a la realidad.

[palmada. se encienden las luces]

Estamos otra vez en un local de Barcelona. Es sábado, un sábado del año 2002, y podemos tocar a quien se halla a nuestro lado. No es un sueño.

Pero aquí no hay más democracia cultural que la que nosotros creamos.


(*)Texto leído en el local Domèstic de Barcelona (España) el sábado 12 enero de 2002, en el curso de una presentación de la Liga de Escritores Independientes (LEI).

© José Marzo



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