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La insignia
14 de enero del 2002


¿Qué hacia yo ahí?


Bárbara Jacobs
La Jornada. México, 13 de enero.


No es lo mismo un desempleado que un perro callejero, ni tampoco un vagabundo que un desempleado, ni un destituido que un abandonado, ni un desempleado que un hombre sin cualidades o un perro perdido; ni es lo mismo un cabizbajo que un despedido, ni un hombre sin motivación que uno que camina por una calle en obras con las manos en los bolsillos, que es al que vi pasar, después de haber visto a un perro callejero que me llenó de congoja, porque iba solo, estaba flaco, y husmeaba una banqueta rota y vacía, sin ni siquiera arrojada sobre ella la envoltura de celofán de un pastel que él pudiera lamer hasta saciarse, o con la que jugara hasta que el ruido del celofán lo volviera loco y esto justificara que mordiera rabiosamente al hombre, también solo, que caminaba en domingo, a principios de año, desanimado, por la calle en obras con zanjas profundas y letreros fosforescentes que advertían del peligro que corría quien pasara por ahí.

No eché a andar el motor del coche por no perturbar al hombre que parecía haber prescindido del hábito de pensar, y más si el único pensamiento necesario consistía en preguntarse qué iba a hacer a la mañana siguiente, que sería de lunes, un lunes con el que arrancaría no sólo la semana, ni tampoco sólo la semana y el año, sino, más perturbador todavía, esa abstracción llamada futuro, que a él se le representaba, sin duda, como una boca abierta, llena de dientes, que más que boca él querría llamar hocico, y que él temía que estuviera abierta para comérselo, de un bocado, un revoltijo de sobras más bien pasadas y hasta malolientes.

A un lado de las zanjas había montones de piedras apiladas; al otro, tierra. Y en la esquina, una máquina amarilla, del tamaño de un autobús, con una rueda dentada y unas cadenas con eslabones grandes. Alcancé a ver al hombre alejarse hasta que se fue perdiendo de vista al dar vuelta en una calle transversal tan desierta como la que el perro seguía recorriendo, como para darme todavía más materia de reflexión. Lo único que me pareció característico de ese perro callejero en particular fue que tenía una oreja parada, como antena, un triángulo erecto, y en cambio la otra caída, como párpado cerrado. En ningún momento sentí el impulso de llamarlo, ni tronando los dedos ni silbando; tampoco, tronando los labios. Tuve presente que a quien se llama tronando los labios es a un caballo, no a un perro; y lo que yo veía, agazapada en el asiento ante el volante, era un perro, ciertamente hambriento, macho, de color marfil, tan flaco que cualquiera habría podido contarle las costillas, visibles debajo de una piel subalimentada.

¿Qué hacía yo ahí? No es que hubiera escogido esa sombra en esa calle, debajo de un hule frondoso, por ninguna razón en especial. No esperaba nada, ni esperaba a nadie. Entre un quehacer y otro, me había detenido a anotar unos versos en un trozo de papel. Es verdad que podía haberme esperado a llegar a casa para anotarlos, y no puedo negar que, si me detuve a anotarlos cuando lo hice y donde lo hice, fue porque el recuerdo de esos versos me había sobrecogido en ese momento y en ese lugar. Tendría que admitir que me vi orillada a detenerme y anotarlos, como si detenerme y anotarlos fuera un esfuerzo que sí pudiera hacer, cuando, en cambio, seguir a casa hubiera sido un esfuerzo que no habría podido hacer. Al menos, no antes de anotar unos versos que, por otra parte, no tenía por qué anotar, pues los llevo adentro siempre, y los recuerdo con frecuencia, sin necesidad de verlos anotados, mucho menos en un trozo de papel cualquiera, que fue donde los anoté.

Dicen, fragmentaria, imprecisa, descontextualizadamente, "Llegar al final de mi camino/ y conocer el sitio por primera vez", que, aplicados al hombre de las manos en los bolsillos, y aun al perro flaco, en el contexto de la fecha en que coincidieron ante mí; de la calle en obras y, en particular, de las zanjas, las piedras y la tierra, podrían ser interpretables con facilidad; pero, aplicados a mí, ¿qué sentido podían tener? ¿O es que estaba yo llegando al final de mi camino? ¿Era éste; éste es? ¿Siempre se percibe en obras, es decir, a medio hacer? ¿Un trabajo inacabado ante una zanja que, por el contrario, sí se encuentra lista, y que lo está esperando?



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