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La insignia
14 de enero del 2002


A mí, Dios no me dijo nada
(Fin de la primera parte)


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Palestina: La segunda intifada
Nancy Lolas Silva (*)
de A mí, Dios no me dijo nada
Ediciones Mar del Plata
Santiago de Chile, 2001.


Ya con este texto en imprenta, le pido a un amigo -de quien temo y valoro sus opiniones- que le dé una mirada.

Sus sugerencias son buenas; mas hay una que primero paso por alto, pero luego permanece tintineando y titilando. Es como una luz que se enciende y se apaga, día y noche. Que me distrae y molesta. Como que falta algo.

Casi al fin del texto -en una notita al margen- escribió:

-"Explicar fijación o complejo con el padre. ¿Porqué se nombra tanto?"

Me molesta esta nota al margen. Como que no quiero abordarlo, pero es verdad me guste o no, que falta algo.

Es cierto. Se nombra tanto. Reconozco que su ausencia y las circunstancias de su vida han marcado, para siempre, la mía.

Supe, a través de distintas personas, que llega a Chile en 1910. Comienza a los 14 años a recorrer las zonas no urbanas del valle del Aconcagua voceando -sin conocer el idioma- "lo que falte". Pronto, en el campo, a él como a tantos otros los empiezan a llamar "el falte". Recorre a pie y con un canasto en las manos ofreciendo lo que cabe en su interior: agujas, pinches, hilos, peinetas, yerba mate, palillos, lápices y muchas otras cosas pequeñas.

Con los años adquiere un caballo; entonces ya lleva dos canastos, uno a cada lado de la montura.

Una noche lo asaltan. El animal se encabrita y lo lanza a una acequia. Pierde todo lo que lleva y el caballo. Como al caer se rompe una clavícula no puede salir del agua y permanece toda la noche hasta el amanecer, cogido solamente con el brazo bueno de unas ramas de la orilla.

Como consecuencia de ello contrae una pulmonía que deriva en tuberculosis. Recorren con mi madre varias localidades de clima muy seco y también uno o dos sanatorios, más como continúa trabajando y no se alimenta bien, no mejora.

Es la época de la Segunda Guerra Mundial. A principios de 1945, su médico tratante le aconseja viajar a Suiza en donde han descubierto un medicamento nuevo: la penicilina. Aún no llega a Chile como consecuencia de la guerra en Europa.

Rehusa viajar. Que somos demasiado chicos. Que no sabe si curará. Que gastará lo que tiene. Que no nos puede dejar, niños aún, en otro continente. Las distancias y las comunicaciones son difíciles.

Fallece el 13 de agosto de 1945. La Guerra termina en septiembre del mismo año. Las emisoras de la época transmiten el fin de la Guerra. Las iglesias de la ciudad echan las campanas a volar y familias enteras salen a las calles a celebrar. Escuché decir que algunos bailaban en las calles o en las puertas de sus casas.

Nosotros no salimos. Mi madre tiene 29 años y está sola con tres niños.

En diciembre del mismo año llega, la maldita penicilina, a Chile.

Aún hasta hoy la música de un organillero me produce temor, rechazo y una suerte de superstición. Me relatan que en el instante en que mi padre deja de vivir, un organillero, con su bandurria llamando a los niños, toca a la puerta de nuestra casa. Mi madre los odiaba.

Luego, en el transcurso de mi vida, ocurren cosas. Presencio y vivencio situaciones no buscadas y que pudieran ser casuales, pero que no lo son. Se producen a nivel universal.

Hace unos años, en Perú en la parte más alta del Cuzco, un guía indio, orgulloso de sus ancestros y solidario, como pocos en su propio despojo, con nosotros los palestinos, nos lleva -saliéndose de su itinerario- a conocer una cruz blanca en la parte más alta de los alrededores, y que había dejado allí, una comunidad palestina de 40 personas que llega a la zona en el año 1948.

No teniendo suerte, vuelven a emigrar. La cruz permanece allí, en la soledad y el viento, como un llamado al cielo, con los nombres de cada uno impresos en su base.

En otra ocasión, también hace algunos años, recorriendo con Teresa, una querida amiga venida de España, el Desierto de Atacama, encontramos en el mapa de la zona un punto que no alcanza a ser un pueblo, ni aldea, ni caserío: se llama Palestina.

En los alrededores hay una salar: se llama según el mapa, salar del Mar Muerto.

Un poco más allá, un pequeño promontorio. Su nombre: Monte del Profeta.

No hay recuerdos, fechas, nombres: nada. Sólo el mudo y lastimero llamado de algún palestino que quiso hacer patria lejos de la suya. Como ellos; miles. Más el renacer, ya empezó y es por miles de miles. En todo el mundo ya empezó, antes de que nos diésemos aún cuenta.

Y volverán todos
el de su Palestina en el Desierto de Atacama,
las familias de las alturas del Cuzco
los jóvenes que observan Palestina -cada atardecer- desde las fronteras,
el de la bandera de latón vibrando en el desierto,
regresan todos en el compromiso de su descendencia,
porque el desarraigo, el desgaje de un pueblo a su patria es tal brutal y fuerte,
como es su renacer.
Y las raíces emergen incontenibles,
y florecen
en todo el planeta.

Cuando viajo por primera vez a Palestina, visito, en las colinas de Jerusalén, un cementerio judío. Muchos de quienes reposan allí, no han nacido en Palestina sino que en distintos países del orbe, más su expreso y último deseo es quedar allí: en Tierra Santa. Tengo sentimientos encontrados, difíciles de definir, pero comprendo, -dolorosamente- pero comprendo su sentir. Mas también siento -angustia inmensurable- por los nuestros que, habiendo nacido allí, permanecen como miles de semillas esparcidas al viento, mas esperando...

Cuando niña, cuando en mi colegio las monjas nos decían que la fe mueve montañas, yo las observaba largamente.¡ Son tan bellas e imponentes las montañas que rodean San Felipe!. Cada noche, durante años me dormí pidiendo a Dios que al amanecer mi padre estuviese vivo. Leo muy tempranamente "Los Miserables". Le propongo a Dios, noche tras noche, que mi padre fuese un preso, un delincuente, cualquier cosa que justificara ocultármelo; pero que estuviese vivo.

En esa misma época solíamos acompañar a los tíos a grandes fundos de los alrededores cuando salían de caza o pesca. Los mayores iban en la cabina del vehículo. El resto de los primos, chicos y grandes: arriba del camión. Observo, mirando entre las barandas de madera, cuevas en los cerros y escucho a los mayores horrorizarse de que allí vivan personas. Hay grandes latifundistas que mantienen al campesinado viviendo en cavidades en la montaña. Sin luz, sin agua, obligados a entregar su pago mensual a cambio de provisiones de la pulpería de la hacienda.

También le propongo a Dios que cambie nuestra casa por esos refugios miserables: pero que viviera.

Cuando por fin acepto que no son ésas las montañas que Dios mueve, cuando acepto que mi padre se dejó morir antes de dejarnos solos en otro mundo, durante un largo tiempo no acudo más a Dios. También tengo que reconocer que durante mucho tiempo tampoco perdoné a mi padre.

Solamente logro comprenderlo cabal y completamente, cuando nacen mis hijos.

Así pues, ¿Cómo podría no estar en cada línea de este texto?

¿Cómo podría cada hijo de Palestina, olvidar?

¿ Cómo podría?

*********

Todo lo escrito, lo he vivido,
Y
He visto y vivido
Muchas otras cosas
Que no he escrito


(*) Nancy Lolas Silva es miembro oficial del Consejo Nacional Palestino desde 1991. Fundadora de la Revista de estudios palestinos, fue presidenta de la Federación Palestina de Chile entre 1987 y 1989.



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