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La insignia
11 de enero de 2001


Libros

Baudolino*


Gabriel Sosa


Baudolino
Umberto Eco
Lumen, Barcelona (España), 2001. 531 pp.


Con El nombre de la rosa (1980), Umberto Eco pareció haberse presentado como uno de los grandes novelistas europeos del siglo, abriendo un segundo frente a su fama como académico. Su compleja novela medieval, llena de niveles de interpretación, citas cultas e intrigas, obtuvo una merecida fama gracias a una gran virtud muy poco común. Al mismo tiempo que mantenía al lector entretenido, le otorgaba el don supremo de hacerlo sentir inteligente, zanahoria a la que pocos (o ninguno) pueden resistirse. El nombre de la rosa fue un éxito, y un éxito merecido.

Su siguiente novela fue también buena, pero menos digerible. El péndulo de Foucault (1988) era un excesivamente denso (600 páginas en letra minúscula, en su edición en castellano) recorrido por el misticismo contemporáneo. La isla del día de antes (1994) ya era aburrida y discursiva en exceso, y ahora Baudolino confirma los peores temores de quienes siguieron esta trayectoria descendente. El regreso de Eco a la Edad Media es un compendio de los peores vicios de su narrativa anterior, con nada o casi nada de sus virtudes.

Baudolino es una gigantesca declaración de amor. Amor a la Edad Media, a su literatura, a su filosofía, a su lógica, a su historia, a la tierra natal de Eco y a varias de sus preferencias (en la página 393 se encuentra el infaltable homenaje a Borges), incluyendo un amor desmesurado por su propia inteligencia y por el aspecto que tiene su escritura una vez impresa, que es como decir amor por el sonido de su propia voz. La forma que toma este canto de amor es la historia de un supuesto nativo de Piamonte llamado Baudolino, quien por casualidad fuera adoptado por el emperador Federico Barbarroja, y que siguiendo los pasos de su padrastro recorre los escenarios principales de una Europa convulsionada y cambiante, en la segunda mitad del siglo XII. Baudolino es una figura arquetípica, el gran mentiroso que por accidente va dando forma a la Historia, y es a la vez el Gran Pícaro de la literatura medieval. Descarado, pacifista y en cierta manera amoral, Baudolino se pasea desde la Italia en la que los restos míticos del Imperio Romano se debaten entre un inseguro papado y las ya florecientes y fuertes grandes ciudades (reticentes vasallos del emperador Federico), hasta el París en que se están aun fundado las bases de las grandes Universidades (Baudolino termina, inadvertidamente, redactando la correspondencia amorosa entre Abelardo y Eloísa), hasta la decadente Constantinopla (donde fabrica y vende relíquias falsas, incluyendo el Santo Sudario) arrasada por las Cruzadas, a Oriente Medio y finalmente al mítico reino del Preste Juan, última meta de sus vagabundeos. En ese derrotero Baudolino va dando forma a su época, y principalmente a la imagen que en la actualidad se tiene de ella.

Eco quiere comprimir toda la Baja Edad Media en una sola anécdota. Baudolino es a la vez novela picaresca, novela de caballería (género también inventado por Baudolino, junto con la historia de la búsqueda del Grial), tratado filosófico, libro de viajes, "libro de prodigios", tratado de historia y mezcla de cualquier otro género medieval que al lector se le ocurra. Pero el defecto es que no es un libro amable, más bien es una novela que rechaza al lector. Eso ocurre no sólo por el repelente primer capítulo, quince páginas escritas en una jerga semimedieval inventada por Eco (y recreada por su habitual traductora Helena Lozano Miralles, según cuenta en un posfacio tan pedante como prescindible) donde se cuentan los primeros años de la vida de Baudolino y su adopción por el emperador, que demanda tal esfuerzo y paciencia por parte del lector que es mejor abandonarlo al segundo párrafo y leer el resto de la historia en completa ignorancia de estos episodios. El lector enfrentado a Baudolino no tarda en verse en la disyuntiva de abandonar el libro (y sentirse un marginado por la Cultura) o saltearse las interminables discusiones filosóficas sobre la existencia del vacío, la verdadera naturaleza de Cristo o la forma del mundo, en un esfuerzo por seguir la trama de la historia buscando los segmentos en los que ésta se mueve (y sentirse un inculto enfrentado a un chiste sutil que presiente pero no entiende). A diferencia de El nombre de la rosa, Baudolino logra que sus lectores se sientan ignorantes.

Lo que podría haber sido un maravilloso libro, de haber podido Eco limitar su exagerado academicismo y sacar a flote sus dotes de brillante escritor, se hunde por su propio peso, que es mucho y excesivo, y por su verborragia, que hace desaparecer los buenos momentos y las invenciones agradables (sobre el final aparece hasta una especie de Sherlock Holmes griego y ciego, que a distancia resuelve el misterio de la muerte del emperador Federico) en un océano de palabras. Eco se regodea como chancho en su chiquero (o, en una metáfora que sería más de su agrado, se extravía en su propio laberinto) solazándose en su sabiduría, riendose de sus propios chistes y logrando un monumental mamotreto, en los sentídos medieval y moderno del término. Medio millar de páginas de chistes académicos que sólo podrían disfrutar especialistas en historia europea con mucho tiempo libre por delante.


(*) También publicado en el suplemento cultural de El País. Uruguay, enero de 2002.



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