Portada Directorio Buscador Álbum Redacción Correo
La insignia
4 de diciembre del 2002


Hacia el primer ciclo democratizador del milenio (IV)


Armando Fernández Steinko
La Insignia. España, diciembre del 2002.


VI. La gestión autodeterminada del tiempo desde dentro y desde fuera de la empresa

No se puede decir que las personas valoren cada vez menos el trabajo y cada vez más el tiempo libre y que, en consecuencia, haya que ir preparando el fin de la sociedad del trabajo. Todos los estudios apuntan a una búsqueda de un sano equilibrio entre los dos, especialmente por parte de los jóvenes y mujeres. La reducción de los ciudadanos a factores de producción en el trabajo no se va a conseguir superar pasando de una supuesta cultura del ocio sin más porque el ocio también puede quedar rebajado a una actividad pasiva, enajenante y nada autodeterminada que depende de las decisiones de otros, en este caso de las operaciones de marketing de las empresas del sector. La insolidaridad y la enajenación en el trabajo está teniendo su doble en la insolidaridad y la enajenación dentro de cierta cultura del ocio, en una cultura del ocio predatoria e insolidaria al menos tan destructiva como la que se da en muchos ámbitos laborales. Identificar ocio y civilización, ocio y democracia es descartar para siempre la posibilidad de crear trabajo de calidad y arrojarse a los brazos de una ética del "no trabajo" que más parece un intento de legitimar la situación de desempleo crónico y empleo precario, que de ver las cosas de frente. Esto es insostenible en lo económico, en lo cultural y en lo ambiental. Es el zorro y las uvas: como no puede alcanzarlas declara solemnemente que no le gustan, que en realidad a nadie le interesan ya.

Pero eso no quita para que la autodeterminación del tiempo, tanto del tiempo de trabajo como del no trabajo, no vaya a adquirir una explosividad democrática de primer orden. La lucha por la regulación y la limitación del tiempo de trabajo es tan vieja como el capitalismo, y esto va a seguir siendo así. El compromiso social sobre el que reposaba el corporatismo de clase en los años dorados del fordismo era, entre otras muchas cosas, una forma consensuada de regular los tiempos de vida, es decir, tanto en la fábrica como fuera de ella (vacaciones, horas de trabajo, jubilación etc.), de mantener a raya esa tendencia innata al capitalismo a alargar la jornada de trabajo todo lo que sea posible. Desde hace unos quince años, las jornadas vuelven a alargarse, el pacto fordista ya no funciona y el tiempo de trabajo vuelve a comerse, año tras año, el tiempo de notrabajo. El trabajo vuelve perder sus contornos temporales, las sirenas ya no suenan, pero no porque cada uno se vaya a casa a la hora que quiera, sino porque ya no hacen falta sirenas para disciplinar a la fuerza laboral: el desempleo, la turbocompetitividad y la precariedad laboral están ocupando su lugar. Las políticas de internalización del mercado en las empresas, es decir, de creación de unidades de negocio que se relacionan entre sí como si de empresas independientes se trataran y que compiten a muerte por los mejores rendimientos, pero también las políticas de creación de nuevos autónomos que, en realidad, sólo lo son formalmente pero de lo que no cabe ninguna duda es que se ven los fines de semana preparando la declaración del IVA, repasando cursillos y trabajando en casa en el más estricto sentido del término, todas esas experiencias de trabajo ante todo roban tiempo. Y reducir el tiempo de trabajo va a ser un objetivo democrático de primer orden. No sólo por razones de pura salud mental y social, sino porque están aumentando rápidamente las cosas que se pueden hacer con el tiempo libre, están aumentando las opciones para la experimentación cultural y sentimental que tienen hoy abiertas cada vez más personas para sus ratos de ocio.

El tiempo va a ganar importancia para un próximo ciclo democratizador por otra razón no menos importante: porque sin tiempo no hay, no puede haber dinámica democrática. Las personas necesitan tiempo para implicarse, para socializar y autoayudarse, para participar en la gestión de fondos de solidaridad local, de ayuntamientos y regiones, para participar en la gestión de las empresas en las que trabajan, para interesarse por lo que sucede en el mundo, leer periódicos, desarrollar un punto de vista propio y crítico sobre lo que le ofrecen en los medios de comunicación, para repartirse las tareas domésticas y pasar más rato con los hijos o la pareja. Estrangular el tiempo que tienen los ciudadanos es estangular su desarrollo afectivo, su autonomía intelectual y política, es estrangular la posibilidad real, fáctica, empírica de democratizar la sociedad. Hoy ya no hacen falta dictadores porque la escasez de tiempo impone una dictadura mucho más efectiva y barata. Sólo si disponen de tiempo los ciudadanos pueden llegar a desarrollar muchas de las tareas y actividades que ahora subcontratan a profesionales (por ejemplo de la política, del cuidado de los niños o de la gestión municipal), una subcontratación que cuesta, o bien una parte descontada del salario (impuestos para pagar infraestructuras adminsitrativas) o bien una parte del consumo de los hogares (pago a terceros de servicios domésticos). Lo hacen por varios motivos, muchas veces de forma voluntaria, pero en la mayoría de los casos lo hacen porque no tienen tiempo, porque el tiempo que tienen lo tienen que dedicar, o bien a trabajar cada vez más horas, o bien a regenerar la fuerza de trabajo que desgastan de forma cada vez más intensa en las empresas (aumento generalizado de la carga síquica en el trabajo). Este desgaste se traduce en parte en más salario, pero casi nunca de forma proporcional y no siempre. Más bien cada vez menos puesto que desde hace ya bastantes años viene creciendo más rápidamente la productividad que los salarios reales en los países occidentales. Ese salario adicional se destina a pagar para que otros hagan lo que uno mismo desearía hacer si tuviera más tiempo. Todo esto reduce el tiempo de ocio activo, el tiempo para participar, obliga a pagar a otras personas para que hagan una serie de tareas que resultaría saludables de hacer uno mismo. Es un círculo infernal que, no obstante, hace crecer mucho el PIB puesto que hay más dinero en juego, más consumo monetario. Pero menos tiempo y menos calidad de vida.

Todo esto está recogido en varias publicaciones y propuestas recientes de forma que no vamos insistir en ello. A lo que vamos nosotros aquí es que, en una sociedad del trabajo, la gestión participativa del tiempo de vida sólo se puede organizar desde dentro de las empresas, desde el tiempo de trabajo. La única forma de organizar los tiempos de forma que alimenten la espiral democratizadora, la única forma de que las relaciones no basadas en el intercambio monetario vayan penetrando en el tejido social, que la participación mejore las condiciones de trabajo y no las empeore (que es lo que está pasando ahora) es adaptando la organización de los procesos productivos a los tiempos de vida, es haciendo que los empleados puedan adaptar sus horarios, vacaciones, descansos etc, a sus necesidades extralaborales. También desde esta perspectiva, las empresas no podrán seguir siendo sólo centros de maximización de inversiones, centros generadores de dividendos, sino también centros adaptados a los ritmos de vida, a las necesidades de las personas, sobre todo a sus necesidades de tiempo. Porque si decimos que los productores son ese puente entre realidad laboral y realidad extralaboral, un puente que, de una forma o de otra, va a tener que funcionar en el futuro, esto obliga a sincronizar los tiempos empresavida en una dirección no unilateral sino bilateral. Los ritmos productivos se tienen que adaptar a los ritmos de vida, y no sólo al revés, que es lo que está sucediendo en la actualidad. También esto es lo que significa hoy domesticar la economía y las empresas, adaptar el crecimiento al desarrollo.


VII. Lo nacional y lo internacional admiten (aún) menos separación que antes

Por tres veces en un siglo (hacia 1920, 1945 y 1970) la situación internacional ha influido decisivamente sobre la democratización general en los países occidentales y por dos veces (hacia 1950 y 1980) lo ha hecho sólo que a la inversa, para poner fin a estas dinámicas. Si tenemos en cuenta que hoy la interdependencia de los países es aún más grande que hace treinta años (aunque no menos conflictiva) que a nadie le quepa la menor duda de que esta relación entre lo global y lo local, entre lo internacional, lo nacional y lo empresarial, entre lo militar y lo civil, entre lo más micro y lo más macro se va a seguir dando y aún mucho más que antes. La idea de la "aldea global" lanzada por los artífices del nuevo orden económico neoliberal expresa muy bien esa vinculación orgánica entre lo más local y los más universal, entre las calles que se asfaltan o dejan de asfaltar delante de la propia vivienda y los movimientos de la cotización del dólar en una sesión de la bolsa neoyorquina o la quiebra de un gigante empresarial como Enron.

Esta vinculación casi mágica entre la cotidianidad de los ciudadanos y las grandes estructuras económicas y políticas del mundo, es síntoma de un nivel ya muy alto de socialización, de interdependencia de las experiencias de vida de cada vez más personas del planeta. Obliga a formas avanzadas de coordinación de los experimentos democratizadores en el mundo. Quien hoy quiera plantear mejoras en la participación política, económica y empresarial sin mirar de frente la economía global al estilo del parroquianismo sindical británico, por ejemplo, o viendo en los demás países poco más que un lugar de colocación de los propios productos (competividad internacional con o sin acuerdo corporativo) se recocerá en una ficción sin futuro, en estériles ejercicios de buena voluntad democrática. Precisamente por eso, el proyecto de atizar un orden económico internacional que fomenta la competencia a muerte entre países, regiones y empresas, pero que pretende al mismo tiempo generar espacios democráticos dentro de las empresas y los países, a mí me parece intrínsecamente contradictorio, irreconciliable con la creación de estructuras democráticas estables. En ese mismo sentido de lo imposible apunta para mí también la propuesta de basar el desarrollo en la adquisición de acciones por parte de las clases menos favorecidas. No sólo porque en los países que más lejos han llevado este proyecto este modelo ha conducido a un aumento de la desigualdad y de la precarización de las relaciones de trabajo y de vida, sino que, además, porque se basa en un orden económico internacional dominado por las leyes del capital financiero, leyes que llevado al extremo de su total libertad de acción, son intrínsecamente incompatibles con los tiempos y los espacios que requiere el funcionamiento del sector productivo pero también la propia salud humana y la biosfera para reproducirse de forma sostenible.

Además, aceptar este esquema de desarrollo pasa, antes o después, por admitir la necesidad y la naturalidad de recurrir al conflicto militar para asegurar una determinada forma de vida, por cambiar democracia económica en casa (ser competitivos para conservar puestos de trabajo, mejorar beneficios y elevar la renta de la población) por la militarización del mundo. El patrioterismo, la insolidaridad de las sociedades más desarrolladas para con las menos desarrolladas y la remilitarización de la vida y de las mentalidades y, en definitiva, la salida autoritaria a la actual situación de crisis, serán las consecuencias más lógicas. Y da un poco igual que eso lo sostenga la derecha o la izquierda, como en el caso de Gran Bretaña, donde hacia un 30% del Partido Laborista, está favor de una intervención militar en Irak. El sociólogo liberal Ralf Dahrendorf advertía hace ahora cinco años, antes de los atentados contra las Torres Gemelas que "un siglo de autoritarismo no es ni mucho menos la salida más improbable para el siglo XXI" y esa posibilidad se hace mucho menos descartable si una parte de las fuerzas progresistas apuestas por unir democracia económica y militarización como pasó en 1914. Todas estas salidas nacen de la misma combinación entre localismo expuesto a brutales acometidas de las leyes de la globalización financiera, y la necesidad de desarrollar alguna forma de solidaridad nacional para pegar duro al enemigo en el incesante juego por la competitividad (corporatismo neorganicista). Aquí el posibilismo puede hacérnoslas pagar muy caras porque si no se quiere trastocar el actual orden de cosas, el juego macabro de la guerra, la expansión y la intervención militar no será sólo el de las grandes corporaciones y sus representantes, sino también el que asegure el trabajo, la estabilidad psicológica de las clases medias, su calidad de vida y, en definitiva, la vida cotidiana de millones de ciudadanos occidentales. No querer o poder saber lo que pasa más allá de la propia parcela más o menos democrática, no pensar en términos globales, no asumir la perspectiva del contrario o del distinto, no va poder conducir nunca a la maceración de alternativas democráticas sino a la formación de una especie de cultura autoritaria que se prepara para pegar duro en cualquier momento.

De forma que la democracia en casa tendrá que pasar por la democratización de las estructuras políticas, económicas y empresariales fuera de casa, por la pacificación de las relaciones internacionales, por el equilibrio entre el norte y el sur, el este y el oeste, por la superación de la organización oligárquica de las aún escasas organizaciones internacionales: democracia en casa y democracia fuera de casa tienen que estar íntimamente cohesionadas, el reparto de los recursos dentro de los países tienen que ir acompañado de un reparto de recursos entre países. El fenómeno de la inmigración y su gestión autoritaria es una especie de advertencia de lo que aquí se nos puede estar viniendo encima si los demócratas no miran más allá de sus fronteras. Pero también la bestializacióln de las relaciones internacionales, el pisoteo del derecho internacional público por parte, sobre todo, de la nación que concentra más recursos tecnológicos, económicos y políticos y que más se resiste a compartirlos con los demás. La "guerra contra el terrorismo" lanzada por la administración Bush junior es muchas cosas, pero ante todo es expresión del unilateralismo que los EEUU y sus más fieles aliados, han venido practicando desde el hundimiento de la Unión Soviética. El unilateralismo es otra forma de decir "distribución desigual de los recursos políticos, militares y sobre todo económicos" en el mundo de forma que aquí no hay sino otro problema de democratización. La complicidad cínica de la mayoría de los países occidentales con este unilateralismo hace levantar sospechas que también tienen que ver con los desarreglos sociales que se acumulan dentro de sus propias casas. Cuando hay cada vez más necesidades sociales, tecnológicas, sanitarias etc. no cubiertas y se ha apostado por una política de control del déficit a toda costa, elevar los gastos militares para asegurar el dominio occidental de la economía mundial, se hace francamente difícil. Los Estados Unidos saben que con su intervencionismo militar, están haciendo el trabajo sucio que alguien tiene que hacer en unas sociedades cuyo bienestar depende de la penetración económica y financiera de todo el mundo. El keynesianismo de guerra norteamericano resultaría, en este contexto, ser mucho menos unilateral de lo que parece sino, más bien, síntoma de una difícil pero efectiva división del trabajo dentro del mundo occidental: unos producen, otros consumen, unos estados desarrollados destinan su gasto público en unas cosas, y otros, en otras, es decir, en armas y en mantener ejércitos con capacidad de intervención.

Mientras no haya una institución supranacional, un poder ejecutivo y judicial situado por encima de los intereses individuales de los países, mientras cinco países tengan derecho de veto en el seno de Naciones Unidas y uno sólo pueda determinar las decisiones en los organismos económicos como el Banco Mundial, la Organización Mundial de Comercio y el Fondo Monetario Internacional, de los que dependen millones y millones de vidas, el futuro ambiental y laboral del planeta, la propia democracia política en no pocos países va a estar en precario. Cuando no las mismas leyes no funcionan para todos, siempre va a ver razones para intervenir militarmente con cualquier disculpa como la de asegurar el suministro de materias primas, combatir el terrorismo, combatir a los regímenes supuestamente enemigos de la democracia occidental, castigar sin más a una nación etc.. La unión entre "militancia industrial y militancia antibélica" (participación en la empresa y rechazo de la industria y la lógica militares) que se rompió en 1914, la implicación del movimiento obrero en la creación de un orden internacional más justo, no podrá seguir siendo una especie de superestructura moral del movimiento democrático, sino la única forma posible de unir crecimiento y desarrollo en un mundo cada vez más interdependiente, pero con unos recursos cada vez más desigualmente repartidos.


VIII. Utopía, reforma y ruptura

Lo fáctico no es lo real. Lo real incluye todo aquello que es, lo que va a pasar y lo que puede llegar a pasar con lo fáctico. El realismo conservador es un realismo a medias porque identifica el statu quo, lo fáctico con lo real. Por eso, y no por su relación con los cambios tecnológicos o por su política en relación con el movimiento gay, por ejemplo, es conservador, porque entiende el cambio como una sucesión de "facticidades" provocadas no por las personas, por los sujetos sino por estructuras que actúan por su cuenta, sean el mercado, sean las tradiciones o sean las diferentes voluntades divinas. Para el pensamiento conservador, todo anhelos colectivo de la gente son "subjetividad" en el sentido negativo de arbitrariedad, de intentos ilegítimos de alterar la imparable sucesión de lo fáctico. la realidad es para ellos objetivismo y tecnología social. El espacio de lo subjetivo, que es enormemente importante para el pensamiento conservador, existe, pero está recluido en la esfera de lo privado (la familia, la empresa), o en otros ámbitos especializados dentro de los cuales sí que puede y debe expresarse: en las artes, en la religión, en la especulación filosófica. Pero fuera de ellos sólo una minoría puede proyectar sus "utopías" sobre el resto aunque nunca llamándolas así: los propietarios y gestores de las empresas y los tecnócratas, los profesionales de la política y la administración de todo signo. La "tecnoestructura" como se decía en los años sesenta.

Esta identificación entre lo real y lo fáctico es el que ha sentado las bases del modelo de crecimiento desarrollista, un modelo que, con los años, destruye más de lo que repara. Gracias a la forma de la cual está estructurado el pensamiento dominante (teoría del individualismo metodológico, teoría económica neoclásica, sistemas obsoletos de contabilidad etc.) es capaz de ofrecer cifras que simulan un progreso que no es sino crecimiento. Pero la respuesta a este estado de cosas no puede ser un alejamiento del realismo. Eso sería tanto como repetir el modelo conservador que identifica realismo y facticidad, sería tanto como abandonar un esquema de intervención social basado en la existencia. Cuando el escritor alemán Hans Magnus Enzensberger escribía en 1978, como un presagio ya de la posmodernidad, que "la evolución social y natural no conoce sujeto y por eso es imposible de predecir, por eso, cuando actuamos políticamente nunca alcanzamos aquello que nos habíamos propuesto sino una cosa completamente distinta que ni siquiera nos habíamos imaginado: la crisis de todas las utopías positivas tiene aquí su explicación" (15), estaba aproximándose al pensamiento conservador. Estaba matando las utopías positivas pero lo hacía porque previamente había matado la posibilidad de un saber mínimamente certero, de generación de luz fiable sobre lo social, sobre la desigualdad, la insostenibilidad y la injusticia que dominan hoy en el mundo. De alguna forma estaba condenando a los seres humanos a dar por imposible todo aquel saber que pudiera aliviar su sufrimiento entregándoles el patrimonio íntegro del "realismo" a las fuerzas restauradoras y conservadoras, estaba reduciendo la realidad a lo fáctico. Resulta a todas luces inviable ni tan siquiera pensar en un nuevo ciclo democratizador sin un nuevo ciclo cultural y científico estructurado alrededor de las ideas de justicia y solidaridad entendidas como existencia cotidiana y palpable, es decir, verificable para y por las mayorías. Esto a Enzensberger le puede sonar a chino, pero no al que va a trabajar a la oficina y se encuentra ahí que su trabajo es remunerado con ecuanimidad y que los compañeros de trabajo no están intentando ponerle la zancadilla para colocar su lugar en el momento en el que caiga de bruces. Pero además de todo esto, esa realidad cotidiana tiene que estar "preñada de futuro" (G.W.Leibniz), es decir, tiene que reflejarse de tal forma en el pensamiento que incluya sus posibilidades de cambio, de evolución, de mejora. Tienen que existir perspectivas de otro mundo posible. La utopía y el realismo no son las categorías verdaderamente enfrentadas entre sí, sino la utopía y lo fáctico. Para que lo real sustituya a lo fáctico tiene que haber un conocimiento de detalle, tiene que haber creatividad científica y precientífica, tiene que haber ciencia con el fin de no caer en el romanticismo que tanto les gusta a los que no entienden la diferencia entre lo real y lo fáctico. Porque tampoco la creatividad, la libertad y la ciencia son excluyentes como se han empeñado en transmitirnos los malos artistas, los malos escritores, los males teólogos y los malos científicos. Gerald Holton ha demostrado que, desde luego, los buenos científicos nunca lo vieron así (16), lo de los malos artistas y malos escritores es más complicado de explicar. Pero además tiene que haber ese algo más del que habla el filósofo de Leipzig.

Durante los años del Primer Ciclo (19171924), y en menor medida también durante los del Segundo (19681980), los movimientos democráticos tendieron a polarizar la discusión y las estrategias en torno al dilema reforma versus ruptura. Esto no fue siempre negativo porque la única forma de conseguir alguna reforma muchas veces pasó por reivindicar un cambio más profundo, una enmienda a la totalidad del sistema socioeconómico y laboral. El pensamiento rupturista no deja de ser un esbozo de lo real preñado de futuro, a veces tal vez preñado de tanto futuro que ya no convence a nadie. El mensaje de las sectas, las utopías completamente separadas de lo real y los castillos en el aire pertenecen a esa misma categoría. Pero esto no significa que todo el rupturismo sea de la misma catadura. Sobre todo cuando triunfa, aunque sólo sea parcialmente, fuerza a todo el mundo a revisar su modelo de realidad, obliga a rechazar la identificación entre lo real y lo fáctico, amplía el radio de lo posible. El rupturismo, además, contiene esa sana dosis de negatividad, sana y real, porque tal vez no sepamos bien lo que queremos, pero lo que sí sabemos bastante bien casi siempre es lo que no queremos, lo que nos agrede, nos perjudica, nos crea incertidumbre y preocupación, lo que nuestra experiencia de vida nos ha enseñado a separar de lo bueno y deseable como la paja del grano. Esa negatividad ya contiene un poderoso germen de realismo, de existencia clara. "No se puede tratar de resucitar simplemente viejas construcciones y viejos sueños de un mundo mejor. La intención utópica se materializa sobre todo en la negación de aquello que no se quiere: ahí es donde se concreta en buena parte la intención utópica" (17). También hay reformismos que apuntan en el mismo sentido, sólo que de forma más paciente y dilatada en el tiempo. Tampoco ellos se conforman con admitir una cadena de "facticidades" como por ejemplo aquel gradualismo pasivo cultivado por un sector de la socialdemocracia. Es imaginable un reformismo "preñado de futuro", que no espera a que las cosas se hagan solas "poco a poco", que no da lo fáctico por lo real sino que provoca él mismo ese "poco a poco" arañando, día a día, la piel de lo posible poniendo a prueba su capacidad de crear escenarios nuevos.

Hoy, y como tarde tras la caída de los regímenes de planificación centralizada, la dialéctica reforma versus ruptura se plantea de forma distinta a como se planteó durante el período de entreguerras. Tal y como están las empresas, las economías y las sociedades, con el nivel actual de interdependencia y socialización, una pequeña reforma como la alteración del precio de un input energético puede generar en cascada cambios muy profundos. Esto facilita "técnicamente" los cambios pero también los hace más complejos, implica a más personas, áreas, más conocimientos y circunstancias. Cuando la arquitectura de un edificio es simple, hay que cambiarlo todo para cambiar algo. Cuando un edificio es complejo, la falta de un ladrillo puede hacer que se tambalee todo él y una pequeña alteración permitirá modificar más de uno de sus subsistemas, de sus pisos, de sus fundamentos. Hace veinte años la Tasa Tobin podría ser una operación cosmética dentro de la maraña de la incipiente mundialización financiera. Al propio Tobin, un economista conservador, le resultó siempre inverosímil que su propuesta de tasa se hubiera llegado a convertir en la bandera de un movimiento nada conservador. La explicación es que reforma y ruptura se encuentran, acercan y alejan entre sí en función no de un esquema lógico previo, sino de la realidad práctica, de las circunstancias que se viven en cada momento. Su Tasa (o una idea similar) puede convertirse hoy en un revulsivo desencadenante de largas cadenas causales, de complejas espirales de cambios.

Los marcos legales actuales (constituciones, cartas de derechos, legislaciones laborales) ofrecen unos márgenes de maniobra democrática que para nada han sido explorados en su totalidad. No es casualidad que las "horas cero" constitucionales, que muchas de las constituciones más avanzadas del siglo para su época (Constitución de Weimar de 1919, Declaración de San Francisco de que dió nacimiento a la ONU después de la Segunda Guerra Mundial, Constitución Francesa de 1946, Constitución Española de 1978 etc.) se hayan producido en plena efervescencia democrática. Así, la Constitución Española, por ejemplo, contiene artículos de signo maximalista como el 128.1 ("Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general") y el 129.9 ("Los poderes públicos promoverán eficazmente las diversas formas de participación en la empresa y fomentarán, mediante una legislación adecuada, las sociedades cooperativas. También establecerán los medios que faciliten el acceso de los trabajadores a la propiedad de los medios de producción") que para nada han sido explorados aún. El que luego muchas de estas leyes no se hayan aplicado y se hayan vaciado de contenido, no demuestra que sean legislaciones parcas en sustancia democrática, que no estén llenas de recursos y yacimientos, sino, simplemente, que se han ido imponiendo interpretaciones minimalistas de las mismas.

Es cierto que este tipo de artículos, una vez amansada la presión ciudadana en la calle y una vez que la mayoría de los partidos españoles de izquierdas, por ejemplo, se pasaran a la causa del minimalismo democrático con una u otra justificación, no fueron apenas desarrollados por políticos y legisladores. Así, la noción de "interés general" que aparece en estos artículos de la Constitución Española de 1978 puede entenderse de forma muy elástica, tanto, que prácticamente ya no signifique mucho más que un trasfondo vago e indeterminado jurídicamente. Pero las mismas leyes pueden volver a llenarse de contenidos nuevos o de sus contenidos "originarios", pueden significarse incluso para apuntalar una dinámica rupturista puesto que ese carácter abierto y jurídicamente indeterminado puede servir no sólo para rebajar sus contenidos democráticos sino también para ampliarlos. Para el alcalde de Porto Alegre, Tasso Genro Camargo, reforma y ruptura puedan formar hoy un único bloque de estrategias interrelacionadas, un esquema que está abriendo nuevas y sorprendentes opciones para la economía, los municipios y las empresas brasileñas. Los contenidos de estas nuevas opciones son tanto reformistas como rupturistas, pero en cualquier caso es difícil (o tal vez completamente innecesario) decidirlo a golpe de a priori teórico o aplicando fórmulas políticas convencionales. Cambios relativamente pequeños, como es la organización de grupos de trabajo en las empresas, pueden servir para ir una pluralización más profunda de lógicas empresariales (incorporación de criterios empresariales que vayan más allá de la lógica de la maximización económica tales como humanización del trabajo, la cogestión o la participación en el diseño de productos y procesos siguiendo criterios de sostenibilidad, por ejemplo). De la misma forma, el cambio en la regulación jurídica de las juntas de accionistas puede servir para convertir la propiedad colectiva y socializada (dispersión de la propiedad accionarial) en disposición colectiva sobre las grandes decisiones empresariales en las juntas de accionistas etc..

Aunque tampoco hemos de pensar que las leyes vigentes son el único marco posible. En asuntos de ciudadanización del mundo empresarial, por ejemplo, la Constitución Española de 1978 se queda por detrás de la Francesa, la Italiana, incluso la de Alemana Federal y, desde luego, muy por detrás de la Constitución Portuguesa (18), lo cual constriñe su funcionalidad democrática. Un nuevo ciclo democrático dejará seguramente sus propias cartas magnas, su propio derecho público, sobre todo en el plano de la regulación política y económica internacional donde aún hay mucho y nuevo que hacer en este sentido. Habría que ir trabajando ya en su definición, romper por arriba el que ya existe partiendo de lo que existe porque "cualquier política que pretenda extender la democracia y los derechos humanos no puede partir del actual marco institucional y a pesar de ello tiene que tener un contenido institucional" (19). José Luis Monereo Pérez propone aquí una "revolución pacífica": "por revolución pacífica se entiende una transformación profunda en el ordenamiento jurídico constitucional de alcance tal como para herir sus principios fundamentales, pero llevada a cabo según las vías legislativas normales...no se trataría de adaptarse al capitalismo las situaciones que comporta de opresión económica y de pobreza (absoluta y relativa), sino de superarlo progresivamente por un orden "postcapitalista" más justo y responsable en la construcción de un sistema de bienestar para todos" (20).

Pero, sea como fuere, es más que probable que la variable independiente vuelva a ser una vez más la movilización ciudadana, la implicación de miles de personas en la definición del destino de sus sociedades, de sus economías y sus empresas. Nunca ha sido de otra forma por mucho que en algunos períodos estas dinámicas se hayan ido apagando, por mucho que sus cronistas hayan sesgado su análisis, hayan minimizado la trascendencia de la acción de las personas frente a la acción de los técnicos, los políticos carismáticos y los negociadores. El rastro que todas ellas, triunfaran o no, dejaron en su día ha sido una inversión en futuro, una semilla con la que ha salido preñado su presente. Su futuro es hoy nuestro presente y nuestro futuro el próximo presente.

Plaza de Chueca (Madrid), abril del 2002


Notas

(15) A. Neusüß: Utopie. Cit. en Deppe (1985:248).
(16) Holton (1998)
(17) Deppe (1984:265).
(18) Belmonte hace una breve pero esclarecedora introducción a este tema (1979:294ss.).
(19) Hirsch (1996:204).
(20) Monereo Pérez (1996:236).



Portada | Iberoamérica | Internacional | Derechos Humanos | Cultura | Ecología | Economía | Sociedad | Ciencia y tecnología | Directorio | Redacción