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La insignia
2 de diciembre del 2002


Hacia el primer ciclo democratizador del milenio (III)


Armando Fernández Steinko
La Insignia. España, noviembre del 2002.


IV. Implicación subjetiva y reducción de cauces de delegación

Ninguno de los tres ciclos democratizadores que ha conocido el Siglo XX habría sido posible sin la participación activa, directa y masiva de los ciudadanos y de los trabajadores. Incluso el modelo minimalista surge en parte como reacción, como subproducto del maximalista, como intento de frenar el deseo de participación directa que recorre Europa entre 1944 y 1950. Esta implicación, que los teóricos del fordismo daban por definitivamente enterrada, no ha cesado de ganar importancia a lo largo del siglo a media en que ha ido aumentado el nivel de instrucción de la población, se han destradicionalizado las sociedades y hemos ido pasando del capitalismo regulado (fordismo) al "capitalismo flexible" Tampoco se puede entender el nervio del tercer ciclo de protesta del siglo (19681980) sin la explosión de subjetividad que encerró en su interior, los anhelos de participación directa de una parte considerable de las clases medias y trabajadoras (8) .

Esto va seguir siendo así. Tal vez lo nuevo vaya a ser a partir de ahora que esta participación va a tener que convertirse en una cosa estable, continua, ininterrumpida aunque codificada de otra forma si se quiere progresar en lo democrático. "Se trata, por consiguiente, de la propia formación de una ciudadanía más reflexiva, más conscientes y participativa en el proyecto de contrucción social, incrementando la autonomía de la acción de los sujetos sociales y su papel más activo en el desarrollo de la sociedad democrática" (9). Las primeras experiencias democratizadoras del milenio tienen ya claramente este signo. Los prepuestos participativos de la ciudad brasileña de Porto Alegre y del estado de Rio Grande del Sur, el peculiar movimiento zapatista, pero también las movilizaciones antiglobalización de todo signo, si tienen algo en común, es esto: obedecen al mismo anhelo ciudadano de participación directa, de intervención no necesariamente en contra, pero tampoco sólo dentro de las organizaciones tradicionales que diseñan y elaboran en nombre de sus representados pero sin contar con ellos, que alargan los cauces e institucionalizan la intervención ciudadana. La alternativa delegadora propia del modelo keynesianofordista, el minimalismo heredero de la tradición liberal del siglo XIX (participación indirecta, reducción al máximo de ciudadanos activos, ausencia de mandato imperativo, elecciones muy espaciadas en el tiempo) tiene ya poco que ofrecer en una sociedad que recela de tutelas y protectores, sean estos buenos, malos, tecnocráticos, abstractos o autoritarios. El secretario general de la federación de sindicados norteamericanos AFLCIO Johan Sweeney lo expresaba de la siguiente forma en la reunión de Davos de enero del 2001: "El movimiento por un nuevo internacionalismo se está construyendo de abajo a arriba y no de arriba abajo. Es el reflejo de protestas democráticas y no de acuerdos corporativos. Su foro es la plaza pública y no la sala de reuniones y su objetivo es conseguir que la economía global trabaje para los trabajadores de todo el mundo". Estas mismas claves son extrapolables a cualquier movimiento que quiera ser democráticamente consistente, nuestro diagnóstico es que sólo cuando el maximalismo democrático, con toda su complejidad, diversidad y pluralidad vuelva a llamar a la puerta en forma de bloque social hegemónico, podrá consolidarse la dinámica democrática en las sociedades de principios del milenio. Esto pasa por el cumplimiento de ciertas reglas tales como el abandono del monopolio, confesado o no, en la interpretación de la realidad histórica, la desvinculación de la idea de vanguardia, el compromiso a entrar en un diálogo fluido y continuo con todas las ramificaciones del movimiento democrático, la reducción del personalismos etc.

Esta nueva cultura de la participación o no deberá afectar sólo a las decisiones políticas y administrativas, sino también las decisiones económicas y empresariales, a la vida sindical y a las coexistencias dentro de los partidos. Todos ellas van a tener que regirse por algo así como un principio de subsidiariedad: las decisiones tendrán que ser tomadas por los propios afectados y ahí donde se encuentran ellos mismos con sus problemas, en su puesto de trabajo, en su empresa, en su barrio, en su región. Ni los Consejos Económicos y Sociales, ni los Fondos Colectivos de Inversión, ni ningún presupuesto municipal, ni ninguna otra institución de intervención democrática en la economía y aún menos en la empresa y la política, van a poder trivializar este punto sin pagar un coste. Hay que vivificar la participación continua, diaria e implicada de toda la sociedad civil y algunas empresas modernas están siendo pioneras en la aplicación de estos principios con sus nuevas fórmulas organizativas que, si bien sólo persiguen el principio de la maximización de beneficios a toda costa y a corto plazo, han entendido muy bien que la subjetividad en el trabajo, la implicación directa de las personas en lo que hacen, es una fuente inagotable de creatividad y eficiencia. Los movimientos democráticos, los partidos y los sindicatos deberían reflexionar sobre el inmenso poder depositado en las personas cuando estas pueden articular de forma mínimamente coordinada sus anhelos, deseos y preferencias.

Carlos Marzal lo resumía de la siguiente forma hace ahora ya más de veinte años: "más que dónde tiene que estar representado el mundo obrero para poder participar en el poder de la empresa, el problema parece ser el de quién lo representa para que la empresa pueda hacerse auténtico poder real democráticamente compartido" (10). Esta definición es extrapolable al conjunto de la vida social susceptible de ser democratizada. Exacto: no se trata tanto de la definición formal y funcional del poder democrático (dónde, en qué eslabón del organigrama se toman las decisiones), no se trata de un problema de delegación, de definición de cargos, divisiones del trabajo dentro de una determinada escala administrativa siguiendo la tradición weberiana. Se trata, por contra, de las personas, de los sujetos concretos que han de sustentar estas decisiones. Es, en fin, es un problema generación de implicación, de subjetividad posfordista, de movilización de la individualidad. Pero no sólo. Se trata también de cómo canalizarla, de dirigirla hacia fines democráticos y solidarios y no a otros. El proyecto de restauración neoliberal habría sido imposible si no hubiera sabido conectar con un sentimiento profundo de realización personal que anidaba y anida hoy aún más que antes en las sociedades occidentales desde mediados de los sesenta. Pero vestida de ropaje neoliberal, la subjetividad deja de ser humanistas, se reduce al desarrollo de una "tecnología del yo" (así la expresión utilizada en los libros de Management), a la individualización y las luchas socialdarwinistas del todos contra todos. En realidad, la subjetividad y, más concretamente, la individualidad, son uno de los más antiguos objetivos de los movimientos emancipatorios del XIX pero lo que aquí llamamos "implicación subjetiva" es un fenómeno tan básico, tan estructural, que de lo que se trata no es tanto de discutir su importancia para el cambio social sino las formas de su canalización. Porque, o bien es canalizado en un sentido civilizatorio y democrático, o bien en un sentido destructivo y autoritario. La creatividad y la subjetividad pueden agotarse en alimentar un determinado subsistema social (por ejemplo la rentabilidad de una empresa) o el patrioterismo o la preparación de una guerra, pero no la calidad de vida o la salud (autoexplotación laboral), o un orden social sostenible. La autonomía en el trabajo, el anhelo de realización personal, la búsqueda del espacio propio pueden son insertables tanto en un nuevo modelo de dominio dentro de las empresas, durante el tiempo libre o dentro de la vida política como en todo lo contrario y la importancia que algunos partidos de ultraderecha nada marginales le atribuyen a la movilización de la subjetividad ("lucha por las cabezas y por la calle") debería ser una serie advertencia en este sentido.

Porque, dicho con palabras de C.Marx: "el libre desarrollo de cada uno es la condición para el libre desarrollo de todos" (subrayado por mí). O con palabras del economista liberal J.A.Schumpeter: "la forma socialista de organización garantizará de una manera `auténtica´ la realización individualista de la personalidad" (J.A.Schumpeter). Las organizaciones, los organigramas, la definición del funcionamiento todas ellas ha de adaptarse a aquellos, a su iniciativa, a su inventiva, en fin, a su implicación personal. Los límites que separan el "conservadurismo de izquierdas" y el "progresismo de izquierdas" transcurre exactamente por la capacidad de encajar la individualidad y la subjetividad, y por tanto también la pluralidad y la diversidad, dentro de su esquema político y organizativo. La diferencia entre la situación actual y los movimientos anarquistas y "radicales" de la primera mitad del siglo XX, que también reivindicaban la subjetividad frente a la objetividad de las estructuras organizativas, la "acción directa" frente a la acción institucionalizada y delegadota, es que ahora, con unos índices de alfabetización que rozan el 100%, los sujetos, poseen unos saberes y una información infinitamente superiores. Al menos poseen la posibilidad de acceder a mucha información, de apropiársela, una situación que no tienen nada que ver con la que se vivía en los años anteriores y posteriores a la Primera Guerra Mundial en que, al no existir un estado mínimamente equidistante (a su vez basado en un sistema fiscal mínimamente redistributivo) sólo unas cuantas casas del pueblo, los ateneos populares, los sindicatos y los partidos les facilitaban a millones y millones de desheredados un acceso demasiado básico al saber, a la cultura. Aunque el problema hoy no es tanto la falta de información. El problema es la falta de criterios útiles, de "universos de significados" (H.J.Sandkühler) operativos en un sentido humanista, que sirvan para filtrar y diseccionar la información en función de las propias necesidades, del propio criterio y no, por ejemplo, del de las campañas comerciales de las empresas o de los accionistas de los medios de comunicación. La calidad de una buena parte de la información que circula hoy es muy escasa ("informaciónbasura"), pura gelatina destinada a fomentar el consumo monetario (información asociada de una forma o de otra al marketing) o bien a desmovilizar a la ciudadanía (el mundo lo mueven los grandes decididores/políticos o las estructuras). No obstante no faltan hoy los sujetos con capacidad de desarrollar un criterio, una actitud crítica, de procesar información relevante que haga posible su participación activa y razonada en la sociedad. Si por algo hay que defender hoy la enseñanza pública de calidad, es porque sólo ella puede sentar las bases para el desarrollo de personas participantes, de ciudadanos dotados de estos atributos.

Pero una vez subrayada la importancia que, a mi entender, va a tener la implicación directa de los sujetos en cualquier proceso de transformación democrática, tampoco aquí queremos practicar una argumentación pendular. El sujeto, en una sociedad como la que se nos viene encima, sigue siendo parte de un sistema global contra el que no puede luchar solamente o en pequeños grupos. La invitación oficial a que la gente "se busque la vida" es un eslogan cuyo trasfondo es la ruptura de un pacto firmado en la posguerra entre fuertes y débiles socialmente. Esta ruptura está conduciendo a rapidísimo desgaste psíquico entre la población cuyos síntomas son muchos y claros tales como el espectacular aumento del consumo de psicofármacos en los últimos quince años. El individuo será más importante que antes, pero no creo yo que aguante mucho este ritmo, esa cultura del tener que afrontar individualmente un sino colectivo. Incluso aunque se desarrollen aún más algunas espacios tradicionales de solidaridad tales como la familia o las redes de amistad que, especialmente en los países del sur de Europa, mitigan mucho esa voraz individualización de las relaciones de trabajo y de vida, esa vida en permanente lucha para trincar un trozo de la precaria tarta laboral, no puede durar mucho tiempo.

Por eso, la obsolescencia de una determinada cultura de la participación (participación delegada) no significa la obsolescencia de las organizaciones en sí mismas. Depositarlo todo en el "individuo" entendido como ser autónomo que lucha por su bienestar individual frente a las estructuras, es tanto como decir que no hay ninguna posibilidad de cambio global hacia una sociedad más democrática y solidaria. En un estudio realizado recientemente entre jóvenes alemanes (11) queda muy claro, por ejemplo, el deseo de reconocimiento profesional y de intervención directa no tiene porqué conducir a una negación de las importancia de las grandes organizaciones. Todo lo contrario, el deseo de reconocimiento profesional, de ver un "sentido" en lo que se hace, tiende a alejar a las nuevas generaciones de visiones localistas y autosuficientes (la pequeña parcela laboral, social o familiar sin vínculos con el entorno), las empuja tendencialmente hacia proyectos más globales, más "sistémicos". Esto es un excelente caldo de cultivo para el asociacionismo, si bien este así también el estudio tiene que reunir ciertas características tales como permitir el intercambio informal de información e iniciativas, tener programas abiertos para que todos puedan participar en su elaboración, que estos programas aporten algo al propio desarrollo antes que para solicitar una determinada disciplina de comportamiento etc.

En la combinación entre lo viejo y lo nuevo tiene que estar la clave del futuro. Aquí, las estrategias corporativas, que pasan inevitablemente por la concentración de la negociación y por la consolidación de las organización sindicales, no van a perder tan rápido su función. "Las investigaciones empíricas transnacionales han confirmado que los medios más efectivos para hacer avanzar la democracia industrial son, de hecho, la maquinaria legal o la "movilización" a través del sindicalismo o bien una mezcla de ambas" . Desde luego a mi me parece demasiado simplón enfrentar a esas alturas la "la lucha de clases" a las "estrategias de cooperación" tal y como sugiere Ilse María Führer en su libro sobre los sindicatos en España (12). En su propio país, Alemania Federal, la máxima efectividad del coporativismo de clase ha venido de la mano de una larga cadena de movilizaciones y luchas, la configuración del propio corporativismo de clase también es el hijo de la movilización ciudadana. La estrategia corporativa ha sido, en la mayoría de los casos, más exitosa cuando se ha combinado con formas de implicación y acción directas de los asalariados, cuando existen organizaciones o corrientes importantes que, dentro de los partidos y sindicatos, apuestan por dinamizar el corporatismo desde dentro con formas de implicación directa. Cuando existe una movilización social (en un contexto de pleno empleo preferentemente) es cuando más efectivo ha sido el propio corporatismo, cuando más y mejor ha servido como instrumento de democratización económica y empresarial.


V. Las fronteras de la mercantilización y la capitalización

Llegamos, como no, al tema del mercado. No queremos entrar aquí a comentar una vez más el efecto destructivo que tiene el mercado desregulado, sin domesticación, para la civilización humana. Lo que no es nada probable es que sea sustitituible sin más como mecanismo ágil para la adaptación entre oferta y demanda, entre necesidades y capacidades productivas en sociedades cada vez más complejas e interdependientes. Las teorías económicas, presuntamente sólo presuntamente basadas en Marx, que entienden el valor como algo separable de su exteriorización en el mercado, es decir, de la forma del valor, que imaginan una esfera de la producción desvinculable de los procesos de intercambio, son construcciones mentales sin interés que sólo dan, si acaso, para hacer una crítica, como mucho académica, del capitalismo. Los modelos económicos que se instalaron definitivamente en la URSS a partir de 1928 aplicaron esa especie de ficción, una ficción que "funcionó" durante algunas décadas en aquel país sólo gracias a una interminable sucesión de situaciones excepcionales (guerra, reconstrucciones, necesidad de competir militarmente con los Estados Unidos), pero a costa de ir alejando el sistema económico cada vez más de las necesidades cambiantes de una cada vez más compleja población soviética (14). Por tanto el tema relevante para el próximo ciclo será, previsiblemente, no tanto el del mercado en sí mismo, sino el grado de desmercantilización más deseable, será el debate sobre cómo domesticar este mecanismo para que satisfaga necesidades humanas y asegure la sostenibilidad del planeta, sobre cómo mezclarlo con otras formas de regulación económica o dónde y cómo limitarlo.

Y también será el debate sobre las características internas del propio sector demercantilizado, así como sobre la financiación de aquella parte de él que necesita una base monetaria (productos y servicios no destinados al mercado pero financiados con impuestos). El sector desmercantilizado es todo un mundo, todo un rosario de esferas, e instituciones sociales como la familia, las ONG, los servicios públicos no destinados al mercado, aquellos otros desmercantilizados sólo a medias etc. etc.. Cada uno de ellos se funciona en claves distintas, cada uno de ellos cumple una función diferente de forma que el análisis tendrá que ir particularizando, afinándose mucho más. Lo que, desde luego, va a ser insuficiente, es hacer coincidir totalmente la esfera desmercantilizada de la sociedad con aquella financiable con redistribución fiscal, con impuestos. No porque los impuestos vayan a tener que seguir disminuyendo. Personalmente no me cabe ninguna duda de que ser "progresista" y apostar por reducir el peso relativo de la caja común sobre el PIB, son dos cosas irreconciliables, es un auténtico engaño a la población que lo único que persigue es ganarse el apoyo electoral de las clases medias y altas, de los pagadores netos. Hay razones poderosas para no tirar por la borda la política fiscal como un residuo del período fordista. Hoy, ya lo hemos visto, las empresas son redes, redes que ocupan un territorio cada vez más grandes, que utilizan un tejido humano, cultural y científico cada vez más disperso. Y esas redes se desgastan con el uso de forma que va a ver que establecer sistemas contables novedosos, sistémicos, que reflejen ese uso y que permitan organizar el fisco sobre una base más realista, más global, que no parta de una concepción de la empresa y de los consumidores como si de átomos se trataran que se mueven en un espacio vacío. Hay cosas como la salud humana, la biosfera o la cultura para cuyo desarrollo sostenible es y seguirán siendo imprescindibles las cajas comunes, las contabilidades sociales aunque no sólo o no tanto las contabilidades privadas.

Desde luego, irreconciliable con cualquier dinámica democrática, es la reducir impuestos indiscriminada de impuestos para adaptarse a los imperativos de la competitividad internacional, abstenerse de intervenir en su regulación, también de su regulación con impuestos, tasas o fondos de desarrollo. Lo nuevo, dentro de este bloque de medidas fiscales, habrá de ser la creación de una multiplicidad de fondos nacionales e internacionales, en sustitución de aquel fondo único del estadonación que conocemos de los años del fordismo. Los segundo (también nuevo en este sentido) será la necesidad de democratizar su gestión, la implicación de muchos más ciudadanos en la definición de sus objetivos, de sus contenidos y procedimientos. Y no ya sólo para ampliar el radio de intervención de la ciudadanía, sino para que los nuevos sistemas de recaudación, más complejos, cambiantes y diversos, más vulnerables y fáciles de eludir, tengan alguna posibilidad de funcionamiento. Los fondos empresariales, regionales y nacionales (no nos resistimos a dejar de mencionar los experimentos yugoslavos de los años cincuenta y sesenta así a los experimentos suecos de los años setenta), van a tener que ir multiplicándose (y democratizándose) para adaptarse a esa naturaleza no atomizada y cada vez más sistémica de los flujos empresariales, económicos y sociales en general.

Es verdad que la mayoría de las fuerzas de izquierda han tenido una auténtica fijación con el estado durante todo el siglo XX, pero de ahí a considerarlo un residuo del fordismo hay un enorme trecho. Lo que está demostrando la realidad es que un determinado nivel de intervención, infraestructuras y regulación estatales son absolutamente imprescindibles incluso ahí lo curioso para que las propias políticas neoliberales tengan alguna posibilidad de éxito. Las discusiones que hoy se libran en América Latina, por ejemplo, un continente que ha sufrido las consecuencias devastadoras de una reducción del espacio público desmercantilizado a su mínima expresión (el caso de Colombia es el más extremo pero no el único), apuntan en ese sentido: hacia la necesidad de consolidar un sector público desmercantilizado incluso para poder cumplir las condiciones leoninas impuestas por el FMI. Y si di de lo que se trata es de crear un orden distinto al que postulan los neoliberal, con espacios compartidos, regulados y gobernados por todos y no por los responsables de las multinacionales y sus emisarios políticos, entonces no habrá más remedio que pensar cómo financiarlos. Es verdad, los impuestos no son la única solución, pero, y aún mucho más si se recaudan de forma progresiva, seguirá siendo una pieza clave en el futuro. La caja común creada recientemente en la cada vez más neoliberal Unión Europa para hacer frente a las inundaciones en Centroeuropea, son una buena prueba de ello.

Pero la cultura de la desmercantilización va a tener que ir mucho más allá de la política impositiva. Para generar bienestar social y participación, para generar democracia en un sentido no restrictivo y transversal parece del todo insuficiente hacerlo sólo con infraestructuras sociales, sanitarias y educacionales financiadas con impuestos. La satisfacción de las necesidades básicas (educación universal, derecho universal a la vivienda, salario básico universal etc.) se ajusta a la idea de las cajas comunes, pero no así todas aquellas que van a ir aumento y completando a aquellas otras a medida en que los gustos y las formas de vida se vayan haciendo más y más complejos. Por eso, es probable que en el futuro haya que ir explorando aún mucho más que hasta ahora los espacios de vida, las formas de producción de riqueza y de satisfacción de necesidades que no estén vinculadas a la generación de un beneficio monetario y, en consecuencia, al aumento de la recaudación fiscal, que no sean comprables en el mercado y dependan directamente de la expansión del PIB. Todas ellas se nutren del crecimiento económico y hemos dicho que el crecimiento económico no puede ser ya la única locomotora del desarrollo. La reconversión social y ambiental no se puede abordar ya simplemente haciendo más asalariados, más profesionales de la administración, de la sanidad o de la educación pagados con más impuestos (o con demanda no pública), delegando más tareas, actividades y saberes en círculos cada vez más especializados de expertos y administradores. Tampoco se va a poder hacer produciendo a más escala, para mercados más y más distantes, reventando circuitos económicos locales, eliminando lo que queda de las formas de producción simple, de la agricultura tradicional, de la pequeña producción, del consumo de productos locales, de la prestación de servicios de proximidad. Esto no sólo genera desgarro y desempleo entre las poblaciones que viven en entornos menos "modernos", y que luego tienen que buscar su futuro trabajando en empresas vinculadas a la economía mundializada, emigrando a zonas donde nacen y mueren los espejismos de la vida occidental para que, antes o después, empiecen a consumir productos importados de los países centrales, empiecen a pagar impuestos y esos impuestos sirvan para reparar la destrucción y las externalidades de las nuevas formas de vida y de producción. La mercantilización sin límites, y las exportaciones que son su continuidad natural, tienen empiezan a tener unos efectos no sostenibles y el colapso ambiental del planeta será un hecho mucho antes de que todos esos espacios tradicionales se hayan incorporado a las formas de vida y de consumo occidentales, es decir, adopten los hábitos de consumo occidentales generando un crecimiento de su PIB.

La salida a esta situación es más autoayuda, más solidaridad directa, más producción y consumo no mediatizados o mediatizados sólo en parte por el intercambio mercantilsalarial, más proximidad entre producción y consumo, más mercados locales y más "autoproducción" en terminología de Guy Aznar. El futuro lo vemos en que más tareas, más trabajo, más soluciones a los problemas concretos y cotidianos de las personas se generen fuera de la relación salarial es decir, en el barrio, la familia, dentro del círculo de amistades, de asociaciones de autoayuda, en los pequeños núcleos municipales etc. Como tendencia silenciosa todo esto ya se ha empezado a imponer desde hace tiempo, y no sólo en la Argentina, que está volviendo a una cultura del trueque o en las economías del ex bloque soviético después de su desmoronamiento. También se está intercalando en la vida de muchos habitantes de las zonas más bollantes del planeta. Y eso a pesar de que las empresas y las instituciones no lo fomentan precisamente o, si lo hacen, lo hacen sólo para reducir gasto público, para combatir la inflación (un objetivo, desde luego importante si forma parte de una política distinta), a pesar de que nadie crea las infraestructuras necesarias para que funcione sino todo lo contrario. La política de horarios de las empresas, la política de inversiones públicas y privadas, las políticas de desarrollo urbano y rural de las administraciones, las jornadas de trabajo etc. todo está encaminado a mercantilizar aún más la vida y el tiempo libre. Intentar salvar los espacios desmercantilizados financiados con impuestos o, a veces, ampliarlos (sanidad, educación, infraestructuras públicas etc.) no debe impedir empezar a pensar el problema también desde otro ángulo, desde un ángulo postfordista, desde un ángulo desmercantilizado. Una sociedad compleja es inimaginable sin una forma o de otra de monetarización pero monetarizarasalarizarprofesionalizar no es siempre sinónimo de prosperidad, de desarrollo aunque sí de crecimiento. A veces se convierte en sinónimo de todo lo contrario y ese punto de inflexión es justamente el que estamos empezando a traspasar.

Repasemos: el siglo XXI demanda una transición de un modelo secuencial a un modelo simultáneo de crecimiento/desarrollo. Esto requiere de una democratización fuerte y decidida de las empresas. Por su parte hace falta ir a un intercambio mucho más fluido entre empresas y sociedad, entre productores y consumidores que no es sino adaptar las políticas, las mentalidaes y las organizaciones a una situación de producción sistémica a nivel planetario que ya se da de hecho. La implicación subjetiva en todo este proceso parece decisiva y cierta desmercantilización y desprofesionalización (a parte de la defensa y/o la ampliación de la que ya existe) han de contribuir también a desvincular (parcialmente) la satisfacción de las necesidades del desarrollo de la sociedad salarial pública y/o privada. Pero hay un eslabón fundamental que falta aquí para que toda esta espiral no conduzca, una vez más, a la consolidación de la desigualdad dentro de esa otra "bolsadeciudadanosamedias", dentro de espacio opaco y nunca tenido en cuenta a la hora de hablar de alternativas pero que absorbe casi todo el tiempo de vida de las personas una vez descontado el trabajo remunerado y el sueño: la familia. Hay que hacer algo más para que todo esto no conduzca a lo que está conduciendo hasta ahora en la mayoría de los casos: a un reparto desigual de las tareas domésticas entre hombres y mujeres (insostenibilidad violeta), a un estancamiento de la natalidad o a un empobrecimiento de la vida familiar. ¿Pero qué hacer para que una sociedad civil pueda definir y satisfacer una parte de sus necesidades fuera de la relación salarial, con democracia en la empresa, con participación directa de una parte creciente de los ciudadanos y cerrando la brecha entre tiempo de trabajo y tiempo de vida sin que todo esto vaya acompañado de un aumento o una perpetuación de la desigualdad en el hogar, para que la democracia no se traduzca en nuevas formas de desigualdad ocultas detrás de los visillos?. Respuesta: a parte de un fuerte cambio cultural, hace falta tiempo, falta tiempo, toneladas de tiempo. O mejor: falta el eslabón de la gestión democrática del tiempo.


Notas

(8) Ver Fernández Steinko (2002:12)
(9) Monereo Pérez (1996:236s.).
(10) (1983:326)
(11)
(12) Poole (1995:187)
(13) Publicado en 1996.
(14) Obviamente no podemos entrar aquí en esta discusión. En mi tesina de fin de carrera (1986) lo he intentado demostrar y no parece, a estas alturas, excesivamente relevante esta discusión si no fuera para darle vueltas, una vez más, al origen del fracaso de las economías centralizadas del este de Europa que, efectivamente, no entendieron nunca la relación entre valor y forma del valor en Marx, su indiscutible descubridor. Hablar de producciones sin hablar al mismo tiempo de la realización del valor social medio en el mercado, hablar de valores y valores de uso sin tocar al mismo tiempo el problema de los valores de uso, es quedarse muy por detrás de Marx, es volver a David Ricardo o a una vulgarización académica de la Crítica de la Economía Política que personalmente no me ha interesado nunca. Pero este debate nos llevaría aquí demasiado lejos.



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