Portada Directorio Buscador Álbum Redacción Correo
La insignia
19 de diciembre del 2002


Pueblo paraíso


Guido Eytel
La Insignia. Chile, diciembre del 2002.


Fue visión o sueño, o es que lo oí al pasar por la feria, pero van a venir a buscarte, Tito, van a venir a buscarte y te dirán "por hocicón" y el cuchillo aleve te cortará el buenas noches buenos días, ya no sé si será (fue) cuando las luces traten de disimular la noche y la hagan más evidente o cuando el sol duerma al perro que tú encuentras, encontrabas, demasiado delicado para un pueblo como éste, en que hasta las palomas parecen aves de rapiña.

Nos equivocamos de pueblo, Tito. Iban a venir campesinitos ingenuos y fuertes a mi escuela, todos los días "La Alborada" (tu diario) hablaría del crecimiento de San Ignacio, tendríamos una huerta pequeña pero bien cuidada: "lechugas, zanahorias, rabanitos, te agachas y tienes la ensalada, Elenita". Yo también creía, éramos tan jóvenes, pero en estos dos años se nos arrugó el alma, se nos hizo trizas el alma y nos quedó un cuerpo delgado y triste que apenas sí se reanimaba cuando hacíamos el amor casi con rabia, con llanto, sobre todo con amor, y decidíamos irnos a la mañana siguiente, aunque siempre --cuando se nos entremezclaba el furibundo amor y la suave, triste, seria serenidad que le sigue-- nos quedábamos, quizás por lo duro, lo difícil que nos resultaba el que debía haber sido nuestro pueblo paraíso.

Nosotros llegamos en verano, con un sol que abrillantaba las manzanas y refulgía en algunos techos de cinc. Llegamos en verano y sol y fruta y una vecina vino a ofrecernos un vaso de fresca chicha, de pura chicha, pero deberíamos haber adivinado los caminos lluviosos del invierno, la incansable gotera que nos carcomería la casa, la manta oscura que algún día debía llegar y golpear con fuerza a nuestra puerta para que tú abrieras y recibieras el cuchillazo aleve que te cortaría el qué pasa, el buenas noches, y te dejaría la boca abierta como llamándome y los ojos infinitamente mirando al infinito.

Nosotros deberíamos haber adivinado los duros caminos del invierno, cuando el pueblo se volvía un inmenso lobo y un odio subterráneo lo recorría, cuando los árboles suplicaban ante la lluvia y el viento, cuando todo concluía en una noche de borracheras desesperadas y trágicas, de asesinatos fácilmente presentibles, una noche cubierta de ruidos y brujas y visiones como la de ahora, Tito: un chorro de agua o de sangre que es como un camino que lleva hasta la puerta de nuestra casa.

Sí, algo debería habernos presagiado esta historia. Quizás el polvo que se arremolinaba en la calle, el mismo que nos hizo cerrar los ojos, riendo, y tomarnos de la mano, el remolino de polvo que tiene que haber sido un aviso, una señal, un intento de desenmascarar al pueblo. Así, pronto, solapado, nos fue llegando el otoño. Todavía con belleza, pero también con soledad, que podía advertirse en una última manzana en lo más alto del árbol del patio, o en la luz que nos escaseaba, o en la figura que ya supimos siniestra del sargento, del gordo sargento Sanhueza, que venía junto con la tarde y empezaba a insinuar ya sus primeras amenazas: " su marido no la cuida, señora Elena, aunque quizás usted debería cuidarlo a él". Entonces, el temor que me empezó a nacer, el temor que te decía: "cuídate, Tito", el temor que me hacía ver figuras en las ventanas, oír aullidos por las noches, el deseo de irse, de huir, de amanecer al otro día en verano, con huerto y gallinero y yo llevándote el desayuno con un par de huevos revueltos.

Era tan poco lo que pedíamos, pero nuestro pueblo era una piedra, era un pueblo infierno con el sargento Sanhueza y su amigo don Pedro, dueño de todas las cantinas de San Ignacio.

Todo empezó cuando dijiste que San Ignacio no podría nunca surgir, dejar de ser el paradero del diablo, si seguían existiendo todas esas cantinas --una por cada cinco casas-- con su mal vino y su peor deseo, donde quedaba el trabajo del verano, el trigo, la fruta, todo, y donde las deudas alcanzaban siempre para dos veranos después. Allí empezó, con tu artículo en "La Alborada", y siguió después con el sargento Sanhueza rondando nuestra casa, rondándome, con un asedio cruel y paciente, amenazándome, amenazándote, solapado, sabiendo que algún día huiríamos, el sargento Sanhueza buscándote la espalda cuando se venía la noche para volver después donde su amigo Pedro Piedra y decirle que todavía soportábamos la oculta gotera que nos carcomía la casa.

Así empezamos a vivir el sobresalto diario y los dos años se nos volvieron puro invierno, los dos años se nos hicieron veinte, se nos aguaron los ojos, el cuerpo, y empezó a venir la visión en que abres la puerta y de afuera --de la noche, estoy segura-- viene la muerte que hace meses acecha nuestra casa y te sorprende con el saludo en la boca y todo es una luz o un trueno y tú dejas una laguna de sangre en la puerta de la casa.

Así fue, Tito, y no es hora de reprocharte nada. No quisiste escapar y quizás por eso más te amaba, porque tú eras mi héroe y yo tu dama, y éste --tanto más triste ahora-- el castillo donde tuvimos horas mágicas cuando a fuerza de amor hacíamos huir la tristeza y el pueblo no era San Ignacio, era Pueblo Paraíso donde nos hacíamos el amor bajo los árboles, sobre una hierba verde como ninguna, donde yo recogía tomates y jugábamos con ellos, y era Pueblo Paraíso donde nacería nuestro hijo, otro Tito tan testarudo y bueno como tú.

Así fueron estos dos años. Cada día las amenazas del sargento Sanhueza se hicieron más evidentes, cada día los presagios se hicieron más cercanos y así fue como anoche, cuando llovía como nunca, golpearon a la puerta de verdad, de verdad el cuchillazo aleve te alcanzó la garganta, el buenas noches sargento, y de verdad fue un charco de agua y sangre desde el que parece que me miras y vuelves a decir que éste no es Pueblo Paraíso, que de alguna manera me seguirás queriendo, que me mandarás un hijo pero que me vaya, que de verdad me vaya y te lleve --ahora que estás muerto-- que te abrace, me dices, parece que me dijeras, que cierre la puerta para no oír los pasos y la risa del sargento Sanhueza que mañana nos verá partir en el tren, yo ya de negro, como debimos adivinar en el remolino de polvo que al llegar, como un aviso, se levantó frente a nuestra casa.



Portada | Iberoamérica | Internacional | Derechos Humanos | Cultura | Ecología | Economía | Sociedad
Ciencia y tecnología | Directorio | Redacción