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La insignia
16 de diciembre del 2002


Perú

Somos estudiantes, no terroristas


Rocío Silva Santisteban
La Insignia. EEUU, diciembre del 2002.


Una de las universidades más ricas del mundo es sin duda alguna Harvard. El campus, ahora blanco por la nieve, está abierto a todo aquel que quiera entrar o cruzar por sus jardines, atravesando los clásicos edificios al estilo Nueva Inglaterra. A la biblioteca, en cambio, sólo se puede entrar con una credencial especial, y a través de un complicado sistema de seguridad más parecido a un aeropuerto, con cámaras de televisión vigilando pasillos y escaleras, y guachimanes en lugares estratégicos. Pero adentro, en el extraordinario mundo encerrado de sus anaqueles, cualquier estudiante universitario es feliz. Hay todo. Todo de todo. Los libros están ahí a la distancia de tu mano (nada de colas ni de impertinentes mediadores). Y se pueden conseguir los textos más difíciles, no sólo en inglés, en castellano, italiano, árabe o incluso diccionarios de suahili. Las salas de lectura tienen computadoras con acceso a Internet y al catálogo de la impresionante biblioteca que está en línea. Las lámparas tienen focos que no dañan la vista. El silencio es monacal y los sillones acolchados de cuero verde.

A todos aquellos que hemos pugnado -papelito bulky entre las manos con un código anotado- entre decenas de otros cuerpos intentando que el bibliotecario nos haga caso sólo por un libro (y que el texto exista, que no se lo hayan robado, que no le falte precisamente la página que necesitamos, que no lo hayan ultra-subrayado con resaltadores naranjas), esta situación de extrema comodidad y acceso a la información no sólo provoca envidia sino indignación. Las brechas son obvias y sádicas. Perversas.

En América Latina nuestra pobreza no es sólo material, no es sólo por falta de recursos o porque no tenemos computadoras, se trata del más simple acceso a la información. Los universitarios que voltean un ómnibus en Satipo para atollar la carretera marginal de la selva o que toman el local de la Escuela de Bellas Artes Ignacio Merino en Piura, exigen presupuesto, exigen nivel académico, pero sobre todo, exigen dignidad. No sólo aulas con infraestructura mínima, bibliotecas implementadas, laboratorios con maquinaria que, por lo menos, no esté obsoleta sino, sobre todo, dignidad. El estereotipo del universitario terrorista tiene que ser sepultado ya, pero bajo rumas de libros y de posibilidades concretas, no bajo la lluvia de perdigones y bombas lacrimógenas, mucho menos de falsas promesas. ¿O acaso se está esperando que se cristalicen, como hace veinte años, las frustraciones en más violencia?

Nunca supe con certeza si el presidente Alejandro Toledo estudió o no en Harvard, pero sí es seguro que en Stanford, otra universidad de la "liga" de las privilegiadas en los Estados Unidos, así que en su carrera universitaria debe de haber tenido acceso a toda la información que requería para una investigación: libros, lámparas con focos que no dañan la vista, sillones acolchados. Desgraciadamente no todos los universitarios son un "error" de las estadísticas, como él tanto pregona cuando quiere recalcar su origen popular, y para evitar mayores gérmenes de violencia absurda, es imprescindible dotar a las universidades peruanas, si no de materiales, infraestructura, dinero para sus alicaídas arcas, de un mínimo de respeto por la propia condición estudiantil. Eso sólo se puede conseguir y entender cuando se entienda que el estudiante no es un terrorista en potencia o un subversivo enmascarado, si no un posible migrante en las peores condiciones, con un bello título de letras góticas en la mano y sin posibilidades reales de subsistencia en su propio país.



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