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La insignia
4 de diciembre del 2002


Le juro que fue por amistad


Guido Eytel
La Insignia. Chile, diciembre del 2002.


Le digo que los primeros que pasamos a buscar fueron los Medinas. Los cuatro hijos y el viejo. Los agarramos de a oscuras, ya bien dormidos, y no hubo más que sacar a cada uno de la rancha que se habían hecho al lado de la casa del viejo y después juntarlos a todos en el patio y llevarlos al camión. Al José, el mayor, lo conocía de cuando jugábamos juntos en el Estrella, los dos en la defensa, los últimos baluartes nos decían, por eso le dije "tranquilo, huachito, no te preocupís que es pura rutina", pero igual tuve que darle un culatazo para disimular, porque mi teniente dijo que había que apurarse.

Después pasamos a buscar a los Muñoces y a los Molina y completamos los diez, tirados en el piso del camión.

"Agáchense bien, no les vaya a llegar un tiro de sus compañeros", les dijo mi primero Castillo y se rió, todos nos reímos porque era cosa sabida que ya no quedaban extremistas y mi teniente había dicho que con esos diez completábamos la cuota y el pueblo quedaba limpio.

—Y vos que eras impasable, José —dije, aprovechando que mi teniente se había ido a la cabina y podíamos estar más en confianza.

—Con su ayuda —respondió, mirándome apenas, con la cara pegada al piso— con su ayuda.

Al ratito llegamos al pueblo, que estaba casi igual que ahora, con sus tres cuadras de calle principal y algunas pocas casas desperdigadas en las otras calles de puro ripio y polvo.

El retén estaba donde mismo, en la calle principal, la única pavimentada. Ahí los bajamos y los echamos al calabozo.

—No los desaten —dijo mi teniente— porque mañana mismo los llevamos al Estadio.

"Primera vez que vai a jugar en el Nacional", le dije al José Medina, porque en esos meses del 73 llevábamos a todos los extremistas a Santiago y ahí veían qué podían hacer con ellos. La verdad es que no habíamos llevado muchos, porque usted ya sabe que el pueblo siempre ha sido tranquilo se me huele que mi teniente andaba medio amostazado por eso. En otras partes, decían, las balaceras habían andado a la orden y nosotros no habíamos detenido a más de treinta, sobre todo en el campo, que era donde andaban más alzados.

—Después ni se van a acordar que nosotros existimos —me acuerdo que decía mi teniente— y todo porque en este pueblo de mierda nunca pasa nada.

—Si me hubiera tocado estar en Santiago —decía, y palabra que yo no lo entendía. No es que fuera cobarde, pero a mí siempre me ha gustado la tranquilidad y en el pueblo hasta amigos teníamos, por eso mismo volví después de todos estos años, porque tenía pensado quedarme a vivir aquí para siempre. Hasta le había echado el ojo a una quintita y en las noches soñaba con la huerta, llegaba a soñar con las lechugas, los repollos, las acelgas, sueños verdes si usted quiere, pero no del verde del uniforme sino del otro, ese verde tranquilo de los campos que dan ganas de echarse a dormir bajo los frutales.

Pero él no era para pueblo chico. El rico no va a sacrificarse por una chacrita ni va a gozar paseando por las calles llenas de polvo. Además que el oficial hace carrera en pura ciudad grande no más, dónde ha visto un general en pueblo chico, mientras que para uno es preferible ser sargento en pueblo chico que en ciudad grande. Ahí lo miran con respeto y lo saludan y no le voy a negar que hasta se puede hacer su negocito bajo cuerda, no mucho para que no se note, pero lo suficiente para casa y quinta, que era lo que yo soñaba.

Por eso sufrí con el traslado y por eso volví, a pesar de todo, para que vea lo mucho que los había estado extrañando.

Y no es que quiera sacarme el bulto echándole toda la culpa al teniente, pero desde el 11 que lo había visto amargado. Se lo pasaba en su oficina escuchando la radio y pensando. Tal vez qué pensaría, pienso yo, cuando en las noches nos mandaba a echar unos tiros al aire para puro meter ruido y sacarse la rabia, porque no es cierto lo de los ataques nocturnos que declaró después.

Por eso digo, en qué habría estado pensando todo ese tiempo, si a la mañana siguiente de agarrar a los últimos diez sacó un mapa del bolsillo y dijo que se lo había encontrado al viejo Medina.

—Para que vean cómo estaban preparando el asalto al retén —nos dijo, y mandó al Lloco González que se lo fuera a buscar. Y el Lloco, que era malo como él solo, se lo trajo a patadas y ahí se encerraron los tres todo el día hasta que empezó a oscurecer.

Los gritos del pobre viejo me ponían nervioso, ya me tenían medio loco, me iba a cada rato a las caballerizas para no escuchar pero igual sentía, y también vi cuando salieron con él, arrastrándolo como un trapo.

Mi teniente nos reunió y le brillaron los ojos cuando dijo: "Ahora vamos a ir a buscar las armas. Échenmelos a todos arriba del camión."

Y así no más hicimos, pero no tan suave como al principio porque él nos iba diciendo que con esas armas los extremistas pensaban matar a todos los parientes, a más de nosotros, y ahí sí que yo tampoco aguanto porque una cosa es uno, que está para eso, y otra cosa la mujer y los niños, que no tienen la culpa de nada. Por eso los pateamos y los culateamos bien, aunque ahora lo evité al José porque no quería darle tan duro. Yo sabía que era bueno y si andaba metido en eso era nada más por engañado, no iba a cambia tanto desde los tiempos del Estrella, cuando me cuidaba las espaldas si me iba adelante, y yo a él lo mismo, usted debe saber cómo llega uno a entenderse cuando se juega juntos a la pelota, uno va conociendo a su compañero, lo ve si va jugando derecho, si no se quiere mandar las partes, si es orgulloso, o cobarde, todo eso lo sabe más que nada ahí, los dos últimos contra tres o cuatro delanteros, no me podía olvidar, y más rabia me daba y más duro les daba a los Muñoces, que nunca habían jugado por el Estrella y siempre andaban metidos en política y revolviéndola por los campos.

Les fuimos dando todo el camino hasta que llegamos a la mina donde había dicho el viejo que tenían escondidas las armas, pero qué íbamos a encontrar si estaba oscuro como nunca y las luces de las linternas se perdían por los recovecos y los matorrales. De todas maneras anduvimos su buen par de horas con el viejo a la rastra y dónde están, le decía mi teniente, y el viejo callado, como si se le hubiera olvidado hablar, como si ya no pudiera, entonces mi teniente y el Lloco González y un poquito nosotros, para qué le voy a negar, le dábamos con las culatas y también sus buenas patadas en los cocos para que dijera dónde, y más patadas y más culatazos hasta que el viejo dijo que era en otro lado, en un pirquén abandonado que había al otro lado del estero.

Otra vez nos subimos al camión y otra vez les seguimos dando, ahora con más tirria porque ellos empezaron a los insultos. Pacos maricones, traidores, y otras groserías por el estilo, así que seguimos y seguimos, porque usted sabe que uno empieza a calentarse cuando le sacan la madre y también cuando ve sangre, aunque no sea la de uno. Por eso, cuando llegamos al pirquén ya iban todos charquiados y ni con eso dejaban de insultarnos.

Al bajarnos vi otra vez al José, que se me había perdido entre tanto bulto y tanto desorden. Me bajó algo parecido a la pena cuando le noté la sangre en las narices y un ojo casi entero cerrado. Volvía a acordarme del Estrella y de las pílsener después de los partidos y me le acerqué como disimulando.

—Di donde están, José, que va a ser pa mejor.

Me miró con el único ojo que podía.

—No hay. ¡No hay ninguna! ¿Todavía no te dai cuenta de que no hay ninguna?

Le pegué un culatazo por porfiado y porque mi teniente me estaba mirando y después iba a decir que yo era amigo de los extremistas. Ya sabía que no me la tenía muy buena y que había andado diciendo que yo era un ladino y un arrastrado, quién sabe cuántas otras cosas más, y los tiempos iban harto peligrosos como para que anduvieran sospechando de uno. Por eso le pegué y le juro que todavía me duele cuando me acuerdo.

—Llévenlos a todos por delante —fue la orden.

Amarraditos de a pares los llevamos, alumbrándolos con las linternas para que no se nos fueran a escapar. Igual de repente tropezaban y había que pararse a levantarlos para que no se fueran separando.

Como a los doscientos metros llegamos al pirquén y mi teniente agarró al viejo y lo hizo arrodillarse.

Me parece estarlo viendo, bien enfocada la cara por la linterna del Lloco, con un goterón de sangre que le caía por la media barba canosa, las manos a la espalda y la cabeza agachada. Parecía un santo de estampita. Tal vez por eso me vino como un frío cuando mi teniente lo agarró de las mechas y le tironeó la cabeza.

—Ahora tenís que decirme la firme —le dijo— si no, te vai cortado.

El viejo lo miró despacito a los ojos, pero bien fijo.

—No haga más teatro y sea hombre. Dispare, no más, a ver si se hace famoso.

Parece que eso estaba esperando mi teniente, eso era lo que había estado esperando desde que se encerraba por horas y horas a escuchar la radio en la oficina, porque le afirmó el revólver en la sien y el tiro sonó seco, el viejo cayó de lado como un saco de papas, se fue de repente para la sombra, se nos desapareció de la vista, el teniente alumbró a todo el grupo y empezó el griterío y la balacera. No sé qué gritaban ellos ni qué gritábamos nosotros. Para qué le voy a decir que yo no disparé. También ayudé a echarlos al hoyo y les tiré tierra y piedras con las botas y recogí las vainas y me quedé callado todos estos años porque el que se iba de lengua ya podía irse despidiendo de este mundo.

Después me trasladaron, igual que a los demás, y para que vea que la vida es para la risa, a mí me mandaron a la capital y a mi teniente a un pueblo cagadita de mosca allá en el sur, por donde el diablo perdió el poncho.

Como le dije antes, yo no me hallo en ciudad grande. Por eso volví cuando me dieron el retiro.

Yo de usted ni me acordaba, para serle franco. Claro que tiene que haber sido un mocosito y diez años son diez años, es cierto, y veo que ahora ya se está pareciendo al José de cuando jugábamos por el Estrella. Lo único que puedo decirle es que cuando vi al José boquereando pensé que no era justo enterrar vivo a un amigo y le puse el fusil en la nuca y le largué un tiro para que no siguiera sufriendo.

Ya sé que usted no me lo va a perdonar, pero le juro que fue por amistad, le juro que era lo único que podía hacer por ese amigo.



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