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La insignia
2 de diciembre del 2002


Karen Blixen, oculta en África


Higinio Polo
La Insignia. España, diciembre del 2002.


Allí estaba Karen Blixen, o Isak Dinesen, como también se hacía llamar, encerrada en una borrosa fotografía en blanco y negro, mirándome sonriente desde su escritorio africano -rodeada de cuadros, la mano en la barbilla-, en los remotos días de la Primera Guerra Mundial. Sonreía. Aún era una mujer joven, que seguía las operaciones militares desde lejos, envuelta en sospechas de colaboración con la Alemania del Káiser: no en vano, cuando tomaron esa fotografía, había tenido tratos con los militares teutones, y vivía en la Kenia del imperio británico, del que había adoptado la lengua y la inclinación al exotismo, a la monarquía y a un pasado idílico que nunca existió.

Además de aquella fotografía de 1917, conservamos muchas otras de Karen Blixen. En una de ellas está junto a dos leonas que acaban de matar: es una imagen tomada tres años atrás, cuando acababa de llegar a África. También sonríe, cubierta con un sombrero, con los anteojos colgando del cuello y una carabina en la mano, que apoya en una leona. Es una imagen evocadora, que nos trae a la memoria el África del hombre blanco, la rapiña de la colonia, los años de los grandes safaris africanos, como el que protagonizó el primer Roosevelt en esa misma Kenia, a principios de siglo, cuando se hizo acompañar por novecientos porteadores que llevaban hasta tractores para arrastrar los carros por la sabana. Eran años de excesos, que no han terminado.

Sin embargo, por alguna extraña razón que se me escapaba, yo había retenido dos imágenes de Karen Blixen, por encima de otras. La primera era completamente imaginaria, aunque posible: la escritora sonríe, siempre sonríe, en los años de la ocupación alemana en Dinamarca, durante la guerra de Hitler, mientras está conversando con soldados nazis, en el camino que corre junto al mar, delante de su casa. Era falsa: es una escena creada por la confusión, o por el delirio, aunque Karen Blixen tenía una fotografía, perfectamente real, tomada en 1942, en la que sonríe desde la puerta de su casa. Basándome en ella, había imaginado alguna esporádica visita de los oficiales de las SS a su casa de Rungstedlund, donde ella se entretenía escribiendo relatos góticos y escenas africanas y, a ratos, cocinando. Después de todo, muchos de los británicos que vivían en la Kenia de antes de la gran guerra la habían tenido por germanófila, a causa de su amistad con el general Von Lettow Vorbeck, destinado en el África oriental, en las tierras que medio siglo después se bautizarían como Tanzania. Pero, pese a ello, lo más probable es que la escritora pasase los años de la Segunda Guerra Mundial más preocupada por su hacienda que por el curso de la guerra.

En cambio, la otra imagen que retenía en mi memoria era perfectamente real, también en unos años duros, aunque distintos a los de la guerra: Karen Blixen estaba invitada en casa de la novelista Carson McCullers, en los Estados Unidos que empezaban a salir de la pesadilla macartista, todavía con el general Eisenhower en la presidencia. Éste era un hombre decidido, que se había paseado con sus soldados no lejos de donde Karen Blixen había vivido los años de guerra, bajo el dominio de las tropas nazis. Eisenhower era un hombre que ya había desembarcado en Líbano y que declaraba su intención de intervenir militarmente en Oriente Medio, en defensa de los intereses de EEUU, adelantándonos que hay gente con obsesiones que resultan familiares. Pero también es dudoso que Karen Blixen se preocupase por esas cuestiones, mientras visitaba los Estados Unidos de 1959.

Karen Blixen había iniciado su aventura literaria al otro lado del océano Atlántico, con la publicación de sus cuentos góticos, tras algunos tratos fallidos con pusilánimes editores británicos y daneses. En Estados Unidos encontró finalmente editor, en 1934, de modo que cuando, como Isak Dinesen, consiguió cierto renombre internacional tenía casi cincuenta años y una vida entera detrás, dividida entre la sabana Keniata y la casa de Rungstedlund. No eran buenos tiempos: Hitler había consolidado su poder y el mundo se dirigía hacia la catástrofe. A partir de entonces comenzó a tener una cierta relevancia pública, aunque siempre alejada del primer plano de la actualidad. Su vida, que fue investigada minuciosamente por Judith Thurman, es conocida del gran público. Al menos, se conocen sus orígenes aristocráticos, sus estudios de arte en Roma y París, su temprano matrimonio con su primo, el barón Bror Blixen-Finecke; se conocen sus casi veinte años en Kenia, sus amores con otro aristócrata aventurero, Denys Finch-Hatton, su retorno a Europa, su evocación de África en un libro autobiográfico del que se han vendido centenares de miles de ejemplares en todo el mundo. Conocemos su conservadurismo, su inclinación por los personajes femeninos, su desdén por los amores convencionales, perdidos en la bruma de la buena sociedad colonial que distraía sus ocios en Nairobi, mientras organizaba safaris o tomaba el té con galletas de mantequilla en el hotel Norfolk. Es cierto que hoy sus relatos han quedado oscurecidos por sus memorias de África, pero tampoco importa mucho.

Ella, que era danesa, escribía en inglés, y llevaba el título de baronesa, en un mundo en que las dignidades nobiliarias eran cada vez más un recuerdo del pasado. Pero ella siempre se interesó por el pasado, igual que se preocupó por su prestigio y su memoria, hasta el punto de encargar una biografía, no sin tomar la precaución de dejar en la oscuridad aquellos aspectos de su vida que no le agradaban demasiado. Ahora, nos quedan de ella, además de sus páginas y de algunas fotografías memorables, dos casas y una leyenda creada por el cinematógrafo moderno, gracias a una película que puso en las pantallas sus amores con Denys Finch-Hatton, un aviador británico, cazador de leones, amante de la música y de Shakespeare, como la baronesa. Una de las casas está en su Dinamarca natal, con sus recuerdos; la otra, en África, no lejos de la tumba de su amante.

En Rungstedlund, la casa de Karen Blixen está ante el mar, cerca de Copenhague. No queda lejos del castillo de Elsinore, donde Shakespeare sitúa la acción de Hamlet, extremo que la escritora, sin duda, comentaría en África muchas veces con Finch-Hatton. Aquí, en Rungstedlund, empezó su vida la baronesa, y aquí la terminó, en septiembre de 1962, dejando papeles y recuerdos de África. Su más célebre libro, sus memorias de África, también lo escribió aquí. Ahora, hasta este lugar llegan muchas feministas europeas, atraídas por la aureola de Blixen, por la seducción de la mujer aventurera, libre, capaz de prescindir de convencionalismos sociales para vivir amores más o menos prohibidos. El lugar es tranquilo, aburrido, danés. Hay gravilla ante la fachada, y un árbol con un banco circular, que ya estaba en una época lejana, recogida en algunas fotografías borrosas del siglo XIX, antes de que su familia se hiciera propietaria del lugar. La hiedra cubre la fachada, aunque sólo hasta la altura del primer piso.

En la primera planta de la casa hay una muestra de fotografías: en una, de 1908, Karen Blixen está con un lazo en el pelo, blusa y larga falda negra. En ese momento, es joven: tiene 23 años y aún no se ha casado con su primo. En otra fotografía, la vemos en el salón, con su marido el barón von Blixen, antes de salir para cuidar de la The Karen Coffee Co. Ltd, en Kenia, como llamaron a la compañía y al cafetal en el que la escritora vivió durante tantos años. Se habían casado en 1914, aunque no iban a estar juntos durante mucho tiempo: se separaron en 1921.

Para entrar en las estancias donde vivía Karen Blixen, el visitante tiene que calzarse unas fundas en los zapatos. Se llega primero a una sala de invitados, forzado el curioso por la señora que enseña la casa. En esa primera sala hay un armario-vitrina con libros, una mesa con flores, una estufa. Todas las paredes de la estancia están decoradas en color verde, con suelos de madera. Hay una sola lámpara en el techo, pequeña, de lágrimas. En una repisa, en la ventana, descansa un pequeño elefante. En otra sala para invitados está el comedor, con una alfombra blanca y azul, y, sobre ella, la mesa para comer, con seis sillas dispuestas. Hay aquí una extraña estufa negra con una esfinge en relieve, y algunos cuadros con escenas de diligencias tiradas por caballos, en el camino, o vadeando ríos: todas las pinturas son horribles. Se ven también tres samovares de cobre, relucientes, sobre unas cómodas y ante un espejo. Al lado, un salón para invitados: en él, otra alfombra, tres sillones con una mesita de cerámica, un biombo con escenas campestres y orientales. Hay un secreter y un reloj que la baronesa se llevó consigo a África y que trajo de nuevo hasta Rungstedlund, un gran diván, con mesita baja y lámpara para leer, y otro diván, con mesa alta y sillas.

Se ve después la sala donde Karen Blixen escribía. Hay en ella un pequeño escritorio, que había pertenecido a su padre, con el panel inclinado y una silla con brazos: apenas podía tener nada sobre la mesa, ni libros, ni documentos o mapas, como pensaríamos con la imaginación encendida por las llanuras y los ríos de África. En la pared, a su espalda, lanzas africanas y puñales, escudos, adornando todo el espacio. Las lanzas son masáis y somalíes. También, un par de fotografías, y dos rifles. Hay una estufa del siglo XVIII, enorme. Hay también una mesa redonda, un canapé y dos silloncitos, y un sillón importante, al menos para la escritora: aquí leía y pensaba en África. El sillón, de orejas, era su favorito. Además, un par de armarios, que la severa vigilante no deja mirar a nadie. Observo un cuadro, de un loro, recuerdo de sus años con Finch-Hatton, que fue pintado por la misma Karen Blixen. El cuadro muestra al loro, un libro y un puchero. El mueble bajo que contiene libros, que no pueden verse, guarda una pequeña balanza y algunas vasijas de cerámica.

Cualquiera se preguntaría cuáles de aquellos libros serían propiedad de Finch-Hatton. La propia Karen Blixen nos cuenta que ella los guardaba en su casa de las colinas Ngong, en Kenia, y que cuando ya preparaba su regreso a Europa hablaban de su destino, aunque su amante nunca llegó a empaquetarlos para llevárselos: murió antes de que pudiera hacerlo, en un accidente, mientras pilotaba su aeroplano. No puede dudarse que la escritora no los abandonó, de manera que debían estar entre los que guardaban celosamente en vitrinas cerradas, en esta casa de Rungstedlund.

Pueden verse después fotografías dispuestas por la casa: Finch-Hatton está en una de ellas, ante su avión, ataviado con salacot y abrigo de aviador. En otra, se ve el monolito de su tumba en las colinas Ngong, de la que ambos solían hablar, aunque pensando que las tumbas de los dos estarían allí, una al lado de la otra. En otra fotografía, Karen Blixen está vestida como Pierrot, en el carnaval de 1954. Más allá, se muestra también una curiosa caricatura: en ella Hemingway está con la escritora, los dos ante la puerta de la Academia sueca, y el norteamericano dice "After you, Baroness", indicando que hubiera preferido que le diesen antes el premio Nobel a la "that beautiful writer Isak Dinesen". Otra versión, que todavía corre, mantiene que Hemingway creyó que Isak Dinesen era un hombre, y que así lo mantuvo en su discurso de recepción del Nobel.

Allí mismo, veo otra fotografía célebre: Karen Blixen está brindando con Arthur Miller, Marilyn Monroe y Carson McCullers, en la casa de ésta en Nyack-on-Hudson, en febrero de 1959: se la ve vieja, arrugada, prisionera de la sífilis, con un pañuelo tapándole el pelo, y abrazando el bolso, como si temiera que los otros invitados le robasen: tal vez Marilyn Monroe, que la mira sonriente. En otra imagen, con Ilya Ehrenburg, puede verse a la dueña de la casa en 1962, el año de su muerte. Ehrenburg fuma un gran habano y Blixen un cigarrillo: está cubierta con una gran pamela negra que le oculta los ojos, y lleva un abrigo de pieles. Devorada por la sífilis, Blixen se aferra aún a la vida, como si estuviera dentro del bolso, pero apenas le quedaba tiempo. En una vitrina, enseñan también un bote con el café que Karen Blixen cultivaba en África. Por último, se ve una fotografía realizada por Peter Beard, el fotógrafo que se enamoró de la Kenia de la que hablaba en Lejos de África hasta el punto de recorrerla para plasmarla en miles de fotografías, y que visitó a la escritora durante el último verano de su vida: en ella, la baronesa casi sonríe, vieja y arrugada, con la profunda mirada ya perdida, el pelo corto, y, aún, un brillo africano en la mirada. Desde las ventanas de atrás se ve el cuidado jardín, con césped y flores, que tanto cuidó durante su vida. Más allá, un camino de gravilla lleva hasta su tumba, en un jardín de pájaros, solitaria.

La otra casa de Karen Blixen está cerca de Nairobi, en un lugar que se llamaba Kikuyu, que a principios de siglo era la estación de ferrocarril. En ella está encerrada la memoria de la escritora, aunque sea una memoria parcialmente falsa, reconstruida por el cine. Es una casa muy frecuentada también, aunque no tanto como la de Rungstedlund, sin duda por la distancia. Está en una explanada verde, cuidada por el gobierno Keniata. Tiene un salón central en el que hay una mesa para seis personas, con la vajilla azul inglesa con motivos de flores y un tapete de ganchillo. Hay también un reloj, fabricado por la compañía Waring & Gillow LTD, de Londres: es de pared, de madera noble, que se yergue desde el suelo, al lado de un gran mueble con numerosos cajones.

El día es neblinoso, pero el sol sale a ratos. Hay en el mismo salón dos muebles secreter, con pequeños cajoncitos, y, en la chimenea de piedra, dos fotografías cuadradas en las que está Karen Blixen, y otra imagen más, ovalada, en la que aparece más joven, con el pelo recogido encima de la cabeza. En la biblioteca, hay una piel de leopardo y un escritorio con teléfono de gancho y manivela, una pequeña máquina de escribir y una lámpara. También, un canapé, un biombo y una mesita egipcia o magrebí. Todo parece dispuesto para una velada: tiene un gramófono con un disco puesto, como si estuviera allí a punto de sonar, para alegrar una cita con Finch-Hatton: es el Concierto en D minor, nº 466, de Mozart, por Edwin Fischer, grabado por la London Philarmonic Orchestra. Curioseo los libros: Thomas Hardy, Shakespeare, su autor preferido; Tom Bevan. No se ve, al menos a la distancia a la que los vigilantes obligan a mirar los libros, Las mil y una noches, otro de los libros preferidos de Karen Blixen, del que en los años de la gran guerra sin duda se detendría en la noche 754, la que narra la historia del joven enamorado de su prima.

En otra sala de la casa hay ejemplares en distintas lenguas de las Memorias de África, así como otros libros suyos, que nadie puede pensar que estuvieran allí cuando la escritora la habitaba, puesto que los escribió tras su retorno a Europa y nunca más volvió a África. En uno de los lados se ve una fotografía de Karen, vieja ya, fumando, y otra más, ante un jabalí derribado. En una tercera, la podemos ver ante el escritorio, con la máquina de escribir y una rosa sobre la mesa. En esta misma sala está la caja fuerte, fabricada en Austria, importada por la casa Importers Madatally Suleman Verjeee & Sons, de Mombasa y Nairobi. Los visitantes se detienen aún ante otra fotografía, también en el escritorio, en la que Karen Blixen mira, soñadora.

Al lado, está su habitación: en ella hay una cama doble, blanca, con un cuadrito de flores en la cabecera, y un sofá y un sillón forrados con tela floreada. En el suelo, la piel y la cabeza de un leopardo. En un extremo, un gran armario de madera pintado también de blanco. El tocador, con un espejo redondo y un quinqué, los cepillos para el pelo y un gran baúl, con el salacot sobre el sofá. En la mesita de noche, un libro abierto, con una lámpara. Todavía, un velador con faldón blanco, con otro libro, flores y una fotografía; y las botas, descuidadas, como si acabara de quitárselas. Todo es muy cinematográfico: parece un escenario dispuesto para el rodaje. Junto a esa estancia, hay una habitación de invitados: se ve una estantería baja con libros, una piel de león en el suelo, un baúl con las iniciales K. C. D., Karen Christentze Dinesen, como fue bautizada; la cama es individual, y hay también un armario de luna, al lado de un gran arcón labrado. En la mesita de noche, un quinqué, un libro abierto y una taza, además de unas flores amarillas. Se supone que es la habitación de su amante, Denys Finch-Hatton. En el cuarto de baño, una bañera de patas, un retrete cuadrado como un cajón, y la jofaina, porque no hay agua corriente. Es sorprendente para los usos modernos, porque es un cuarto de baño muy pequeño.

Todo es falso. Tampoco los libros de la biblioteca son originales: los pusieron aquí para rodar la película de Sydney Pollack que tanto éxito tuvo. Aun sabiéndolo, los miro, al azar, clandestinamente. Están La vida de Stanley, la Enciclopedia Británica, Gil Blas de Santillana, Schiller, el Nuevo Testamento comentado, la Vida de Cristo de Dean Farrar, algunos libros de Oscar Wilde, el catálogo de la London Library de 1888, La Vida de Gladstone, de John Morley, y las Memorias del príncipe Von Bülow (1909-1919), un canciller alemán que tuvo la presencia de ánimo de criticar al Káiser. Los desocupados visitantes hablan de la película, como si los personajes hubieran vivido allí y Karen Blixen fuera apenas un pretexto. Aunque es probable que así sea.

Fuera de la casa, en un galpón, la cocina. Dentro, recipientes, un fregadero, un filtro hecho en Inglaterra, la cocina de troncos de madera para los pucheros, la cacerola para el pan, una tetera, y cosas semejantes. No hay mucho más. Los alrededores están primorosamente cuidados, con césped y arbustos para alegrar las cálidas tardes africanas. Desde la puerta que da al césped del jardín posterior se ve una buganvilia de color granate, alta como un árbol, y, al fondo, los nudillos de las colinas Ngong, donde está todavía la tumba de Denys Finch-Hatton. La gigantesca buganvilia se sostiene sobre un descomunal cactus, grande como un castaño. Por encima de la granja, por las colinas, por la reserva de caza, nos cuenta Karen Blixen que, a veces, hacían cortos vuelos en el aeroplano de Denys.

La bucólica casa de piedra africana refleja la impostura de la película -cuyos personajes han pasado a ser los que se amaron en sus estancias-, aunque a nadie le importe, y los turistas hablan sin descanso de los personajes: han ido hasta allí por ellos, sabiendo que son unos actores que han entrado en los recuerdos de Karen Blixen, al menos para ellos, lo que significa que se han quedado para siempre. Tal vez dentro de un siglo nadie sabrá quiénes eran unos y quiénes los otros. Igual que ahora los libros de la biblioteca, acarreados para la película, se confunden ya con los que de verdad había tenido Karen Blixen y los de Kenia son más reales que los que se guardan en Rungstedlund.

Nada en la casa de los alrededores de Nairobi recuerda a la Karen Blixen decrépita, la que se encontraba con Arthur Miller en los Estados Unidos de Eisenhower, apretando su bolso, o la que se cubría la cabeza con un gorro de lana, con el rostro surcado de arrugas, el último verano de su vida. Karen Blixen nos cuenta que, cuando desmontó su granja de las colinas Ngong, antes de abandonar para siempre el cafetal, recibía a veces a Denys Finch-Hatton, y cenaba con él, sentados ambos sobre los cajones que contenían sus pertenencias, preparadas para ser enviadas a Europa, las mismas que ahora vemos en Rungstedlund. No podía saber que, aunque las embarcaría hacia Copenhague, se quedarían allí para siempre, porque no hay duda de que el poder del cine ha hecho que para el público, para nosotros, Isak Dinesen sea la joven mujer enamorada de las sabanas de África, la que posa junto a unas leonas que acaba de abatir en un safari, la que ríe junto al atrevido cazador de elefantes británico, aunque algunos -absurdamente- la imaginemos en la Dinamarca ocupada por los nazis, o la veamos reflejada en los ojos tristes de Marilyn Monroe. Allí, en Kenia, está ahora Karen Blixen, oculta en África, aunque sus despojos estén en Rungstedlund, cerca del mar.



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