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La insignia
15 de agosto del 2002


Edición bilingüe español-portugués

Dominó


Julio Monteiro Martins
La Insignia. Italia, agosto del 2002.

Traducción de Luis César Bou.


El viejo Ariosto Albuquerque era el rico propietario de la única escribanía de la pequeña ciudad de Piraí, hasta mediados de octubre de 1930, cuando las tropas revolucionarias de Vargas subieran desde Río Grande y tomaran la Capital. Ligado por todos los lazos a la oligarquía agraria entonces derrotada, Ariosto Albuquerque ve su escribanía confiscada y cedida a un comerciante de bebidas. El viejo no sobrevivió a la situación de encontrarse en la miseria, y dejó como herencia a su única hija Marieta, grávida de cinco meses, algunas deudas, papeles viejos y un yerno poeta y epiléptico, de apellido Castilho, que a su vez la dejaría viuda cuatro años más tarde, cuando destetaba a un niño de nombre Herbert.

Más o menos por esta época, en un barrio pobre y mugriento de Piraí, nacía un bebé prematuro y feo, víctima de un accidente obstetricio, mezcla de parto y aborto, del vientre de una prostituta negra cuyo nombre nadie recuerda. Creció como un mulato gordito, pero creció poco, sin pasar de metro y medio: un rollizo débil mental, folclore de la ciudad por sus risotadas por todo y por ninguna cosa, risotadas que resonaban en las noches, despertaban bebés y aterraban a los insomnes. Lo llamaban Bolota, y como no hablaba y no tenía documentos, era imposible saber su verdadero nombre. Así el negro terminó siendo Bolota y apenas esto, motivo de chacota y burlas de niños y desocupados, a condimentar con su figura estólida e idiota el bucólico cuadro de una ciudad del interior.

Doña Marieta ganaba algún dinero auxiliando en la confección de vestidos de novia. Había de tres a cinco casamientos de clase media por mes en Piraí. La señora costeó a duras penas la alfabetización de Herbert Albuquerque de Castilho, no porque ganase demasiado poco, sino porque en esta fase de su vida ya se había enviciado con las partidas de dominó de la Pensión Roma, apostando en ellas siempre más de lo razonable.

La vida de Bolota era mucho más simple. En los intervalos en que no estaba respondiendo con carcajadas a bofetadas en la cabeza, insultos o eventuales puntapiés en las asentaderas, el casi-enano limpiaba los vidrios y la carrocería de los taxis de la Rua Direita, al lado de la estación de autobuses, y a cambio recibía propinas de los motoristas o una taza de café con leche, servida en el bar de la estación y engullida en segundos, entre carcajadas, con los ojos húmedos y agradecidos.

La vida de Herbert era un poco más complicada. El joven alto y pálido, heredero de la biología tísica del padre, no irá mucho más allá de la alfabetización. Tenía sin embargo un temperamento histriónico, que le proporcionaba la mitad de sus réditos, trabajando, de diez a doce de la noche, como payaso en el prostíbulo Vista Alegre, de propiedad de la vieja Doña Neuza, que atendía desde reclutas en licencia y viajantes de comercio, pasando por comerciantes, policías, un gerente de banco frecuentador asiduo, hasta la histórica visita de un ex alcalde de la ciudad de Vassouras. Las "chicas" recogidas por Dona Neuza para la casa de citas conformaban un mosaico de razas y tipos que atontaba a los "clientes": rubias, pelirrojas, morenas, mulatas de todos los matices, mestizas, albinas, negras y negrísimas. Variaban ricamente en la distribución de huesos, carnes y gorduras en los cuerpos de alquiler, y tenían en común apenas el hecho de que todas habían sido expulsadas del lar paterno por haberse embarazado al principio de la adolescencia de alguno de los tantos sementales desdentados que había en los alrededores.

Todas las noches, durante dos horas, el centro de la gran sala del prostíbulo, rodeado por mesas repletas de botellas de cerveza, donde los "clientes" acomodaban sobre las piernas a las putitas ávidas, se transformaba en una especie de circo pornográfico, en el cual el payaso Simplicio era la mayor atracción. Además de él, que hacía piruetas y daba cabriolas mostrando los cojones, contaba anécdotas pornográficas con mucha gracia y finalizaba el número sacando de dentro de los pantalones de raso rojo una enorme cobra en lugar del sexo, ofreciéndola de mesa en mesa a los jadeantes señores, había una trepada del tragador de fuego con la mujer barbuda, que en una de las flameantes vomitadas de su compañero casi perdía la preciosa barba; estaba el tragasables que, proeza mayor que hacer pasar por la garganta espadas y floretes, acababa por engullir hasta los testículos el inmenso órgano de enano Coleirinho, bajo los aplausos y los brindis de la platea. El fondo musical del espectáculo era conducido por el "maestro" Borboleta, un viejo legañoso que babeaba sobre las teclas del piano, auxiliado por un joven de la Banda Marcial del Colegio Piraí, que batía velocísimos golpes en el tambor, para aumentar la tensión de los momentos cruciales, y por un trompetista afásico de nombre Washington.

La mezcla de circo y lenocinio había sido una brillante invención de Dona Neuza, que promovía al relajamiento y a la euforia de los "clientes", en general agotados por el día de trabajo, facilitando con esto el espíritu de libertinaje, el relajamiento irresponsable, e incrementando un poco más el consumo de cervezas, parte significativa del lucro del cabaret circense Vista Alegre, orgullo y vergüenza de Piraí.

La otra mitad de los rendimientos de Herbert venía entre medianoche y las diez de la mañana, cuando trabajaba como conductor de taxi, en un viejo Citroen negro, en la parada de la estación de autobuses. Los autobuses sólo comenzaban a llegar a partir de las siete de la mañana, pero Herbert era el único taxista de guardia durante a madrugada en toda la ciudad, y a él recurrían en medio de la noche los amantes clandestinos, algunos enfermos crónicos, parturientas e infartados de última hora, pagándole siempre el doble todos los viajes.

Herbert, o Simplício, no había sido educado por la vieja Marieta para conducir taxis y mucho menos para ser payaso en el burdel. La madre le había enseñado buenos modales e insistía en depositar sobre el único heredero todas las esperanzas de ver recuperada la fortuna que el dictador Vargas robara a los Albuquerque. Herbert no correspondió a esto, lo que le costó un medido desprecio de la madre, que se negaba terminantemente a tomar conciencia de los oficios del hijo y a siquiera imaginar de dónde venían diariamente los dineros que le garantizaban la supervivencia y le costeaban el nefasto vicio del dominó. Para sí mismo, Herbert no gastaba más que un quinto del dinero que recaudaba al volante y en el escenario.

Dona Marieta era vieja, alienada, y más o menos feliz. Herbert era divertido, frustrado y profundamente infeliz. Su contrato con la dueña del prostíbulo era severísimo, y ni el mismo Citroen era suyo, sino del avaro dueño de la Librería Auriverde, que le cobraba los ojos de la cara por el alquiler del vehículo. A ambos él odiaba mucho, a los otros odiaba un poco, a Vargas remotamente. Y la víctima física y moral de los odios del payaso, su saco de golpes verbales y receptáculo exclusivo de su ira genérica contra el mundo, era el loco Bolota, el culo-hinchado que noche tras noche de todas las lunas del año sufría toda suerte de castigos e improperios del blanco Herbert, que le tiraba de las orejas hasta sangrar o le repetía en voz alta y clara, rodeado de terceros, que la madre del negro loco era famosa por la grandeza del agujero de su culo, que el culo de la genitora del retardado chorreaba esperma para lo alto como un caño pinchado, y que solo por el culo la negra podría haber concebido tamaña monstruosidad. En estos momentos, Bolota solo reía, como si no fuese de él, sino de su peor enemigo, la oreja que ardía o el tímpano que vibraba con las maledicencias de su verdugo. Y cuando paraba de reír, el pequeño corría al Citroen, con su franela gastada y parda, y lustraba cuidadosamente los guardabarros y el vidrio trasero del instrumento de trabajo de Herbert, como que agradeciendo por la sádica atención a él dispensada.

En el segundo domingo después de carnaval, la ciudad fue visitada por una banda de turistas alborotadores de Rio de Janeiro, suburbanos de Inhaúma, que viajaban a Piraí especialmente para conocer el Vista Alegre. Esa noche no quedó una sola mesa disponible para los frecuentadores locales. Doña Neuza estaba exultante. Mandó doblar el precio de las bebidas y triplicar el de los orgasmos. Simplício quiso comenzar el espectáculo más temprano, pues había combinado con el subprefecto de llevarlo con su amante, a huesuda Marivalda, a un motel de una ciudad vecina a medianoche en punto, y traerlos de vuelta a las cinco, por una buena suma. Sus argumentos, sin embargo, no convencieron a la meretriz. Él era la atracción principal, y debía presentarse último, como de costumbre, mayormente tratándose de una noche tan especial. Y que hiciese reír a los turistas hasta explotarles las tripas, ordenó la bruja. No le quedaba a Simplício sino obedecer.

Sentose frente al espejo del camarín improvisado, el cuarto de la puta Amalia, y se puso a maquillar, pintando de blanco el rostro, el gran círculo rojo en torno a la boca, las sobre-cejas altas y el azul en los párpados, la bolita colorada en la punta de la nariz. Pensaba en estrangular uno por uno a los vecinos que le extorsionaban a través del vicio de su madre, en las partidas de dominó de la Pensión Roma. Indirectamente vivían todos a costillas suyas, aprovechándose de Dona Marieta, que casi siempre perdía por no saber hacer bien las cuentas y ser mala jugadora, a pesar de haber estado dos décadas eligiendo piecitas negras y colocándolas en fila. No sabia cuál de los dos males era el peor. Si la dictadura de Vargas o la mierda del dominó.

Completó los preparativos, encajándose la calva, pegando la goma en la cabeza, y rodeándose los cojones con la falsa y obscena serpiente. A esta altura, ya escuchaba los gritos y berridos del público vibrando con el número de la contorsionista, que de tanto doblar la cabeza hacia atrás de las espaldas, metía la propia lengua dentro de la vagina.

Había llegado su hora. Simplício derramó por el esófago medio vaso de cachaza pura, tomó aire y entró al salón, dispuesto a realizar el más brillante espectáculo de su carrera de bufón de prostíbulo.

Así lo quiso, y así fue. El público carioca deliró de tal forma con sus payasadas e invenciones, que Simplício fue obligado a interrumpir su número por tres veces para pedir que no tirasen envases vacíos de cerveza para lo alto, pues Vista Alegre era una casa para carajos duros, y no para cabezas quebradas. Desesperado con el horario, el payaso tuvo además que repetir varias veces el número de la cobra genital para que lo dejasen por fin abandonar las gradas del prostíbulo, corriendo por las calles desiertas, a las doce y media de la noche, en busca de su Citroen. El compromiso con el subprefecto era cosa seria, muy seria… Y allá fue Simplício, disparado en busca de la parejita, sin tener tiempo siquiera para deshacer el maquillaje.

Llegó al lugar combinado, esperó, miró en derredor, espero, toco la bocina, esperó, y nada. Tal vez habían tomado otro taxi… Pero probablemente, desistieran de la aventura. Lo mejor por hacer sería aguardar en la parada de la estación. Quien sabe si los dos no aparecen camuflados por allí… Estacionó el auto y pensó en tirar aquella ropa ridícula de payaso allí mismo, pero no tenía qué vestir, sus pantalones y camisa habían quedado en el Vista Alegre, además, la luz era poca, casi nula. En la penumbra, apenas pudo divisar un bulto aproximándose, y reconocer por las risotadas al loco Bolota. Más que a todo y a todos en la Tierra, Simplício odiaba las risotadas, que retumbaban en su mente como una pesadilla repetitiva y cruel. Bolota reía de la misma manera que los cariocas del cabaret, incluso más fuerte, solo que la actuación de Simplício como payaso ya había terminado. Él ahora era Herbert, el motorista. Se miró en el espejo retrovisor. Ya no sabía más quién era. Salió del auto y le dio a Bolota un golpe en la cara que lo dejó en el suelo, entonces lo escupió, salivó varias veces la cara del negro. Bolota reía. Agarró al negro por los hombros y le dio rodillazos en el estomago, le pisó los pies con todas las ganas, saltando sobre ellos. El retardado reía más, reía de dolor y de locura, reía de todo, reía de él. El payaso dio puñetazos en su cuello, seguidos, potentes, mientras susurraba que el fin del negro sería acabar con el culo tan lleno de esperma como el de su madre. El negro reía a carcajadas.

Simplício se agotó. Sus manos le dolían y su disfraz estaba respingado de sangre. Se tumbó en el auto y se tendió sobre el capot. Bolota, mas que rápido, procuró levantarse, y sacando su franela engrasada, se puso a lustrar el Citroen. El payaso sabía que seria pérdida de tiempo pedir al loco que parase con aquello. Bolota no entendía nada, no comprendía… Apenas sonreía, ensangrentado, mientras trataba de hacer de cada guardabarros un espejo. Simplício entró en el auto y se quedó mirando al negro y pensando en la madre de ambos. Mejor para el loco sería no haberle dado a la madre el disgusto de conocerlo. En cuanto a la suya propia, mejor sería que hubiese jodido con Vargas!

La cabeza le dolía. Estaba tonto y confuso. Sentía la resaca de su propia violencia. El payaso recostó la falsa pelada en el volante, lo abrazó y se durmió.

Bolota lustró los cuatro guardabarros mientras Simplício dormía. Luego desenroscó la tapa del tanque de gasolina, la guardó en el bolsillo, y del mismo bolsillo retiró una caja de fósforos. Introdujo la franela en el tanque y puso fuego al borde del paño. Se alejó, y segundos después asistió a la mayor explosión jamás ocurrida en la ciudad. Una enorme carcaza negra en llamas, el Citroen, escupió fuego por todos los agujeros. Dentro de él, el motorista, el payaso Simplício y el prometedor Herbert Albuquerque de Castilho.

Los turistas cariocas llegarán bebidos a la estación, caminando dificultosamente, y verán la fachada blanca inmaculada de la pequeña iglesia iluminarse de rojo vivo. A las seis de la mañana saldría el primer ómnibus Piraí-Rio. Era de noche todavía. Los cariocas miraban el fuego medio que fascinados, y de tan bebidos acabarán abrazándose unos a otros y rindo, acompañando las carcajadas convulsas de un mulato bajito, con aspecto de loco, que debajo de la marquesina del bar parecía estar asistiendo al mejor cuadro cómico del Vista Alegre.

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O velho Ariosto Albuquerque era o rico proprietário do único Cartório de Ofícios e Notas da pequena cidade de Piraí, até meados de outubro de 1930, quando as tropas revolucionárias de Vargas subiram do Rio Grande e tomaram a Capital. Ligados por todos os laços à oligarquia agrária então derrotada, Ariosto Albuquerque teve seu cartório confiscado e cedido a um comerciante de bebidas. O velho não sobreviveu nem mesmo para acompanhar a sua própria miséria, e deixou como herança para a filha única Marieta, grávida de cinco meses, algumas dívidas, papéis velhos e um genro poeta e epilético, de sobrenome Castilho, que por sua vez a deixaria viúva quatro anos mais tarde, ainda desmamando um garoto de nome Herbert.

Mais ou menos por esta época, num bairro pobre e poeirento de Piraí, nascia um bebê prematuro e feio, vítima de um acidente obstetrício, misto de parto e aborto, da barriga de uma prostituta negra cujo nome ninguém mais se recorda. Cresceu o crioulo gordinho, mas cresceu pouco, sem atingir metro e meio: um roliço débil mental, folclore da cidade pelas suas risadas por tudo e por coisa alguma, risadas que varavam as noites, acordavam bebês e apavoravam os insones. Chamavam-no Bolota, e como não falava e não portava documentos, era impossível saber-lhe o verdadeiro nome. Assim o negro ficou sendo Bolota e apenas isto, motivo de chacota e sacanagens de crianças e desocupados, a compor com sua figura bisonha e idiota o bucólico quadro interiorano.

Dona Marieta ganhava algum dinheiro auxiliando na confecção de vestidos de noiva. Havia de três a cinco casamentos de classe média por mês em Piraí. A senhora custeou a duras penas a alfabetização de Herbert Albuquerque de Castilho, não porque ganhasse assim tão pouco, mas porque nesta fase de sua vida já se tinha viciado nas rodadas de dominó da Pensão Roma, apostando nas pedrinhas sempre mais que o razoável.

A vida de Bolota era bem mais simples. Nos intervalos em que não estava respondendo com gargalhadas a cascudos na testa, xingamentos ou eventuais pontapés na bunda, o quase anão limpava os vidros e a lataria dos táxis da Rua Direita, ao lado da estação Rodoviária, e em troca recebia gorjetas dos motoristas ou uma média de café com leite, oferecida no botequim da rodoviária e engolida em segundos, entre risadas vãs, com os olhos úmidos e gratos.

A vida de Herbert era um pouco mais complicada. O jovem alto e pálido, herdeiro da biologia tísica do pai, não passara mesmo da alfabetização. Tinha porém um temperamento histriônico, e disto tirava metade de seus rendimentos, trabalhando de dez à meia-noite como palhaço no puteiro Vista Alegre, de propriedade da velha cafetina Dona Neuza, que atendia desde recrutas em folga a caixeiros-viajantes, passando pelos comerciários, policiais, um gerente de banco freqüentador assíduo, até a histórica visita de um ex-prefeito da cidade de Vassouras.

As "meninas" recolhidas por Dona Neuza para a zona de meretrício compunham um mosaico de raças e tipos que estonteavam os "clientes": louras, ruivas, morenas, mulatas de todos os matizes, cafuzas, sararás, negras e nigérrimas. Variavam ricamente na distribuição de ossos, carnes e gorduras nos corpos de aluguel, e tinham em comum apenas o fato de todas terem sido expulsas do lar paterno por terem engravidado no princípio da adolescência de algum dos tantos garanhões desdentados que as escondiam nos arredores. Todas as noites, durante duas horas, o centro da grande sala do puteiro, rodeado de mesas repletas de garrafas de cerveja, onde os "clientes" acomodavam nas coxas as putinhas ávidas, transformava-se numa espécie de circo pornográfico, no qual o palhaço Simplício era a maior atração. Além dele, que fazia piruetas e dava cambalhotas com os culhões à mostra, contava anedotas sujas com grande graça e finalizava o número puxando de dentro das calças estufadas de cetim vermelho uma enorme cobra no lugar do sexo, oferecendo-a de mesa em mesa aos ofegantes senhores, havia a trepada do engolidor de fogo com a mulher barbuda, que numa das flamejantes vomitadas do parceiro quase perde a preciosa barba; havia o engolidor de espadas que, proeza maior que fazer passar pela garganta gládios e floretes, acabava por engolir até as bolas do saco o imenso órgão do anão Coleirinho, sob os aplausos e os brindes da platéia. O fundo musical do espetáculo era conduzido pelo "maestro" Borboleta, um velho remelento que babava sobre as teclas do piano, auxiliado por um jovem da Banda Marcial do Colégio Piraí, que batia velocíssimas baquetas no tarol, para aumentar as tensões dos momentos cruciais, e por um pistonista fanho de nome Washington.

A mistura de circo e lenocinio havia sido uma brilhante invenção de Dona Neusa, que promovia o relaxamento e a euforia dos "clientes", em geral esgotados pelo dia de trabalho, facilitando com isto o espírito de sacanagem, o tesão irresponsável, e incrementando um pouco mais o consumo de cervejas, parte significativa dos lucros do cabaré circense Vista Alegre, orgulho e vexame de Piraí.

A outra metade dos rendimentos de Herbert vinha entre meia-noite e dez da manhã, enquanto trabalhava como motorista de táxi, num velho Citroen negro, no ponto da estação rodoviária. Os ônibus só começavam a chegar periodicamente a partir das sete da manhã, mas Herbert era o único motorista de plantão durante a madrugada em toda a cidade, e a ele acorriam no meio da noite os casais clandestinos, alguns enfermos crônicos, parturientes e enfartados de última hora, pagando-lhe sempre em dobro todas as corridas. Herbert, ou Simplício, não havia sido educado pela velha Marieta para dirigir táxis e muito menos para ser palhaço de zona. A mãe lhe ensinara etiqueta e insistia em depositar no único rebento todas as esperanças de ver recuperada a fortuna que o ditador Vargas roubara dos Albuquerque. Herbert não correspondeu, o que lhe custou um medido desprezo da mãe, que se recusava terminantemente a tomar consciência dos ofícios do filho e a sequer imaginar de onde vinham diariamente as suadas notas que lhe garantiam a sobrevivência e lhe custeavam o nefando vicio do dominó. Para si próprio, Herbert não tirava mais que um quinto do dinheiro que arrecadava no volante e no picadeiro.

Dona Marieta era velha, alienada, e mais ou menos feliz. Herbert era engraçado, frustrado e profundamente infeliz. Seu contrato con a cafetina era severíssimo, e nem mesmo o Citroen era seu, mas do avarento dono da Papelaria Auriverde, que lhe cobrava os olhos da cara pelo aluguel do veículo. A ambos ele odiava muito, aos outros odiava um pouco, a Vargas remotamente.

E a vítima física e moral dos ódios do palhaço, seu saco de pancadas verbais e receptáculo exclusivo da sua ira genérica contra o mundo, era o doido Bolota, o bunda-inchada que noite após noite de todas as luas do ano sofria toda sorte de castigos e impropérios do branco Herbert, que lhe puxava as orelhas até sangrar ou lhe repetia em alto e bom som, por vezes rodeado de terceiros, que a marafona mãe do negro maluco ficara afamada pela largura do buraco do seu cu, que o cu da genitora do retardado jorrava esperma para o alto como um cano furado, e que só pelo cu a negra poderia ter concebido tamanha monstruosidade. Nestas horas, Bolota só fazia rir, como se fosse não dele, mas de seu pior inimigo, a orelha que ardia ou o tímpano que vibrava com as maledicências de seu verdugo. E quando parava de rir, o baixote corria ao Citroen, com sua gasta e parda flanela, e lustrava cuidadosamente os pára-lamas e o vidro traseiro do instrumento de trabalho de Herbert, como que agradecendo pela sádica atenção a ele dispensada.

No segundo domingo depois do carnaval, a cidade foi visitada por um bando de turistas arruaceiros do Rio de Janeiro, suburbanos de Inhaúma, que viajaram a Piraí especialmente para conhecer o Vista Alegre. Nesta noite não restou uma só mesa disponível para os freqüentadores locais. Dona Neuza estava exultante. Mandou dobrar o preço das bebidas e triplicar os dos orgasmos. Simplício quis começar o espetáculo mais cedo, pois havia combinado com o subprefeito de levá-lo com a amante, a ossuda Marivalda, a um motel da cidade vizinha à meia-noite em ponto, e trazê-los de volta às cinco, por quantia polpuda. Seus argumentos, porém, não convenceram a cafetina. Ele era a atração principal, e devia apresentar-se por último, como de praxe, mormente em se tratando de noite tão especial. E que fizesse rir os turistas até estourar-lhes as tripas, ordenou a megera. Não restava a Simplício senão obedecer. Sentou-se defronte do espelho do camarim improvisado, o quarto da puta Amália, e pôs-se a maquiar-se, pintando de branco o rosto, o grande círculo vermelho em torno da boca, as sobrancelhas altas e o azul nas pálpebras, a bolinha rosada na ponta do nariz. Pensava estrangular um por um os velhinhos que lhe extorquiam através do vício da mãe, nas rodadas de dominó da Pensão Roma. Indiretamente viviam todos às suas custas, aproveitando-se de Dona Marieta, que quase sempre perdia por não saber fazer contas direito e ser má jogadora, mesmo após duas décadas escolhendo pedrinhas negras e as colocando em fila. Não sabia qual dos males, o pior. Se a ditadura de Vargas ou a merda do dominó.

Completou os preparativos, encaixando a careca, colando a borracha na testa, e contornando os culhões com a falsa e obscena serpente. A esta altura, já escutava os berros e uivos do povo a vibrar com o número da contorcionista, que de tanto vergar a cabeça para trás das costas, enfiava a própria língua por inteira na vagina.

Era chegada a sua hora. Simplício derramou pelo esôfago meio copo de cachaça pura, prendeu a respiração e entrou no salão, disposto a realizar o mais brilhante espetáculo de sua carreira de bobo de putaria. Assim o quis, e assim o fez. O público carioca delirou de tal forma com as suas palhaçadas e invencionices, que Simplício foi obrigado a interromper as anedotas por três vezes para pedir que não atirassem cascos vazios de cerveja para o alto, pois o Vista Alegre era uma casa para caralhos duros, e não para cabeças quebradas.

Desesperado com o horário, o palhaço teve ainda que bisar várias vezes o número da cobra genital para que o deixassem por fim abandonar às carreiras o puteiro, correndo pelas ruas desertas, meia-noite e meia, à procura de seu Citroen. Compromisso com o subprefeito era coisa séria, seríssima… E lá foi Simplício, disparado atrás do casalzinho, sem ter tido tempo sequer para desfazer a maquiagem.

Chegou ao lugar combinado, esperou, olhou em volta, esperou, buzinou, esperou, e nada. Talvez tenham tomado outro táxi… Mais provavelmente, desistiram da aventura. O melhor a fazer seria aguardar no ponto da rodoviária. Quem sabe os dois aparecem camuflados por lá…

Estacionou o carro e pensou em tirar aquela roupa ridícula de palhaço ali mesmo, mas não havia o que vestir, sua calça e camisa tinham ficado no Vista Alegre, e além do mais, a luz era pouca, quase nenhuma. Na penumbra, pôde apenas divisar o vulto mirrado aproximando-se, e nele reconhecer pelas risadas o doido Bolota.

Mais que a tudo e a todos na Terra, Simplício odiava as risadas, que ecoavam na sua razão como um pesadelo repetitivo e cruel. Bolota gargalhava do jeito dos cariocas do cabaré, até mais forte, só que o expediente de Simplício como palhaço já havia terminado. Ele agora era Herbert, o motorista. Olhou-se no espelho retrovisor. Ele agora não sabia mais quem era.

Saiu do carro e deu um chute na cara de Bolota que o deitou no chão, e então cuspiu, escarrou várias vezes na cara do negro. Bolota ria. Agarrou o negro pelos ombros e desferiu-lhe joelhadas no estômago, pisou-lhe os pés com vontade, pulou sobre eles. O retardado ria mais, ria de dor e de loucura, ria de tudo, ria dele. O palhaço deu socos em seu pescoço, seguidos, potentes, enquanto sussurrava que o fim do negro seria acabar com o cu tão cheio de porra quanto o da mãe dele. O negro gargalhava alto.

Simplício esgotou-se. Suas mãos doíam e sua fantasia estava respingada de sangue. Encostou-se no carro e debruçou-se sobre o capô. Bolota, mais que depressa, procurou levantar-se, e puxando sua flanela ensebada, pôs-se a lustrar o Citroen. O palhaço sabia que seria perda de tempo pedir ao doido que parasse com aquilo. Bolota não entendia nada, não compreendia… Apenas sorria, ensangüentado, enquanto tentava fazer de cada pára-lama um espelho. Simplício entrou no carro e ficou a observar o negro e a pensar na mãe de ambos. Melhor para o bobo não ter dado à mãe o desgosto de conhecê-lo. Quanto à dele próprio, antes tivesse fodido com Vargas!

A cabeça lhe doía. Estava tonto e confuso. Sentia a ressaca de sua própria violência. O palhaço encostou a falsa careca no volante, abraçou-o e dormiu. Bolota lustrou os quatro pára-lamas enquanto Simplício dormia. Então torceu a tampa do tanque de gasolina, guardou-a no bolso, e do mesmo bolso retirou uma caixa de fósforos. Enfiou a flanela no tanque e pôs fogo na beiradinha do pano. Afastou-se, e segundos depois assistiu à maior explosão já ocorrida na cidade. Uma enorme carcaça negra em chamas, o Citroen, cuspindo fogo por todos os buracos. Dentro dele, o motorista, o palhaço Simplício e o promissor Herbert Albuquerque de Castilho.

Os turistas cariocas chegaram bêbados à rodoviária, trocando perna por perna, e viram a fachada branca imaculada da igrejinha iluminar-se de vermelho vivo. Às seis horas da segunda-feira sairia o primeiro ônibus Piraí-Rio. Era noite ainda. Os cariocas olhavam o fogo meio que fascinados, e de tão bêbados acabaram cutucando-se uns aos outros e rindo, acompanhando as gargalhadas convulsivas de um crioulo baixote, com jeito de maluco, que debaixo da marquise do boteco parecia estar assistindo ao melhor quadro da comédia do Vista Alegre.



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