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La insignia
8 de agosto del 2002


La dura defensa de los derechos humanos


Ariel Ruiz Mondragón
La Insignia. México, 8 de agosto.


Barreda Solórzano, Luis de la. El corazón del ombudsman. México, Aguilar Nuevo Siglo, 2002. 358 p.


En lo que ya se anunciaba como las postrimerías del México del régimen autoritario clásico, se creó la Comisión Nacional de Derechos Humanos, y posteriormente, de forma gradual, se han ido instituyendo organismos similares en varios estados de la República. El abuso del poder y la violación cotidiana de las garantías individuales de los ciudadanos -el caso más grave, la tortura- eran ya intolerables para la moderna sociedad mexicana, por lo que fue necesario crear el ombudsman en su versión nacional. Pese a lo criticable que ha resultado su actuación, algunas comisiones han tenido una actuación loable en su todavía breve existencia. Entre ellas es de destacar la del Distrito Federal, la que, desde su creación en 1993, ha tenido una gran actividad, no poca de ella polémica.

En un libro anterior, El alma del ombudsman, Luis de la Barreda relató sus vivencias como presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal en la época de los últimos gobiernos priístas; en este volumen narra su dura travesía en defensa de las garantías individuales de los capitalinos bajo el primer gobierno democrático del DF. De entrada, si el primero fue duro, puede destacarse que el tono en este lo es más.

De la Barreda inició la segunda etapa de su ejercicio bajo una circunstancia halagüeña: parecía casi total el reconocimiento a la labor de la Comisión por parte de gobernantes, organismos no gubernamentales, articulistas, por lo que fue reelegido de forma unánime por Asamblea Legislativa del Distrito Federal en 1997. La democratización del Distrito Federal también parecía ser una buena noticia para la causa de los derechos humanos, pero pronto empezaron los choques con el gobierno de la capital.

El relato de los casos de impunidad resulta impresionante: desde el de los seis jóvenes ejecutados en la colonia Buenos Aires en septiembre de 1996, en el que tres de los presuntos autores intelectuales, jefes policiacos de extracción militar, finalmente quedaron exculpados, hasta la escalofriante búsqueda y hallazgo de Nellie Campobello.

Las relaciones ásperas con el Procurador General de Justicia del DF, Samuel del Villar, empezaron muy pronto, tan pronto como el nombramiento de colaboradores de dudosa procedencia. El primero de ellos fue Jesús Carrola, coautor de tortura y asesinato en Baja California Sur. Pese a que hubo varios testimonios en contra de Jesús y su hermano Migue Ángel por su actuación policiaca en aquel estado, del Villar lo apoyó hasta donde pudo. El escándalo en los medios hizo que Carrola terminara renunciando.

(Cabe mencionar que tres hermanos Carrola fueron ejecutados en marzo de 2001 en las calles de la ciudad de México.)

En adelante los diálogos con del Villar serían especialmente ríspidos, como con ningún procurador del autoritarismo priísta. Vale la pena rescatar la descripción que el autor hace del siniestro personaje: "Mi interlocutor no estaba desprovisto de inteligencia, pero sus conocimientos sobre el orden jurídico mexicano no eran sólidos y la hilación (sic) de su discurso distaba de ser fluida. Un tema tomaba atropelladamente el lugar de otro que aún no terminaba de exponer. En su afán de externar todo lo que le cruzaba por su cabeza, él mismo se arrebataba la palabra. No parecía dueño de su mente.

"Ya siendo el procurador y yo presidente de la Comisión, en dos ocasiones desayunamos para hablar de quejas contra la procuraduría. El doctor del Villar se iba alterando, irritando, descomponiendo, a medida que le planteaba cosas que le resultaban desagradables -aunque él sabía que eran reales- por más que se las expusiera con impecable cortesía. Su respiración se hacía difícil. Se revolvía incómodo en su silla. Le costaba trabajo articular las frases. Un hilillo de saliva asomaba por la comisura de sus labios. Las cenizas de su cigarrillo caían sobre las solapas de sus saco, que ya antes se había manchado de comida. Enrojecido, interrumpía mis exposiciones. No había propiamente un diálogo."

Las actitudes de iracundia irracional, la terquedad, el capricho, dificultar cualquier diálogo o enredar hasta lo imposible cualquier discusión por parte de del Villar es legendaria: basta revisar su actuación en el IFE como representante del PRD en 1994, o sus frecuentes choques con el Secretario de Seguridad Pública, Alejandro Gertz Manero, en las postrimerías de la administración cardenista, para tomarse muy en serio lo que dice de la Barreda.

El siguiente enfrentamiento fue por el nombramiento de subprocurador que del Villar hizo a favor de Víctor Carrancá Bourget, que había sido defensor de aquellos guardaespaldas violadores de Javier Coello Trejo, caso que indignó a la opinión pública. Por si fuera poco, la complacencia con don Samuel empezó a demostrar el fariseísmo sin medida de muchos: "Desde ese momento se empezó a advertir lo que sería una constante en la actitud de numerosas organizaciones no gubernamentales y militantes de movimientos progresistas ante el gobierno del PRD: omitir protestas y críticas para no enemistarse con un gobierno de izquierda y para no hacerle el juego a los enemigos reaccionarios."

Allí está perfectamente descrita la gran herencia estalinista de la izquierda mexicana: ni críticas ni denuncias a un gobierno de sus filas para "no darle armas al enemigo." Ese es su viejo, reaccionario e insuperable apotegma.

El ombudsman es contundente en su calificación del desempeño de del Villar, el gran mito justiciero de la izquierda: "El procurador no logró disminuir los añejos vicios de la procuraduría: la lentitud en el trámite de las indagatorias, la ineficiencia en la persecución de los delitos, las corruptelas. En eso no fue distinto de sus antecesores. En cambio se distinguió porque fracasó en todos los casos importantes, armó o permitió que se armaran falsas acusaciones y sus fracasos los convirtió en insano afán persecutorio."

El autor abunda en los ejemplos que respaldan con hechos sus afirmaciones: desde el hostigamiento a jueces, periodistas y funcionarios de la Comisión hasta el encubrimiento de corruptelas, pasando por la fabricación de acusaciones y el falseamiento de pruebas.

Con mucho el más famoso de los casos de ineptitud y revancha de del Villar fue el del caso de Paola Durante. Lo fue porque se trató de una guerra del procurador y el gobierno que representaba contra una poderosa compañía televisora, con abusos de ambas partes. Hace bien en recordar el ombudsman la conducta de TV Azteca cuando el asesinato de Paco Stanley: su reacción "fue furibunda, histérica e injusta: responsabilizó al gobierno del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas de la inseguridad pública y, por ende, del clima social que propició el crimen."

La acusación contra la edecán se sostuvo con un alfiler sumamente frágil: un testimonio inverosímil de un mentiroso conspicuo. Nada más tuvo del Villar. Como es de todos conocido, el caso cayó por su propio peso.

Es cierto lo que señala Jaime Sánchez Susarrey del procurador: "La lista de abusos es tan larga y escandalosa que ni siquiera en los peores tiempos del autoritarismo priista se vieron cinismo y venalidad tan extremos. Por una décima parte de los que ha hecho del Villar se han visto obligados a renunciar varios procuradores, pero él sigue en sus funciones y se ha convertido en el mejor ejemplo de la prepotencia y el abuso de autoridad."

¡Ese es el hombre que Andrés Manuel López Obrador, en el colmo del delirio, comparó con Benito Juárez!

Por enfrentar los abusos de poder de del Villar de la Barreda tuvo que padecer muchas recriminaciones. En los medios de comunicación la más fuerte, indudablemente, fue la guerra sucia que en los últimos días de su gestión le hizo La Jornada, basada en infundios de Miguel Ángel Velázquez. Las acusaciones jornaleras (bonos excesivos, no pago de impuestos) se disolvieron con facilidad. Parecían diseñadas por Samuel del Villar.

(La Jornada había resaltado y elogiado en sus páginas la labor de la Comisión mientras el PRI gobernó la capital. Después le ganó la corrección política.)

La defensa y promoción de los derechos humanos es harto difícil. Al contrario de lo que creen los democráticos gobernantes de la ciudad desde 1997, su partido y sus tinterillos, hay que estar de acuerdo con Fernando Savater cuando aclara que los "derechos individuales no pueden estar supeditados ni a los más decentes proyectos políticos" -suponiendo sin conceder que tengan alguno de éstos-. Ellos han asumido la defensa de dichas garantías no por amor a la justicia, ni siquiera por temor a la injusticia: fue (es) una coartada más de su vasto arsenal de oportunismo político.

Por eso y por muchas otras experiencias, podemos concluir de los dos libros memorísticos de de la Barreda que el abuso de poder, la injusticia, la impunidad y la mezquindad no conocen de ideologías ni de partidarismos. Por eso es tan difícil y extenuante su combate.



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