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La insignia
6 de agosto del 2002


Periodismo único


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Crisis en Argentina

Federico Quevedo
La Insignia, agosto del 2002.


"Jubilan a tres perros policía". A cielo abierto y guiados por oficiales de la fuerza, los animales retirados caminan en círculos por el centro de un patio. Al costado suenan trompetas y redoblantes; varios músicos uniformados interpretan y uno dirige. En ángulo recto respecto a la banda se extiende otra hilera perfecta de botas lustradas y sacos abotonados. El desfile acaba y los sabuesos forman fila frente a sus colegas humanos. Uno de los azules se acerca a paso militar, quiebra su posición firme, se pone en cuclillas y, con movimientos casi ensayados, cuidadosos, entrega las medallas. Los héroes sienten el roce de la cinta en la punta de sus orjeas, luego el peso del bronce sobre sus cuellos. No entienden nada, hubieran preferido un hueso. Igualmente desconcertados, pero entretenidos, los televidentes miran la película que les muestra un noticiero. El informe especial parecía una de Woody Allen.

La sátira periodístico-surrealista -vaya género- de la caja boba ofrece también sus versiones de Hunter o Arma Mortal. Poco antes de la medianoche, con cuidado de hallarse en el horario de protección al menor, un célebre comunicador utiliza una pistola automática en cámara para denunciar la inseguridad en las calles.

"Ésta usaron -dice, lamenta, y un primer plano muestra sus manos empuñando y rotando el metal- en el asalto de la semana pasada". En otra toma la máquina descansa, dura y pesada, sobre la mesa, y el conductor por fin tranquiliza: "Está descargada, claro". El contraste, sin embargo, no deja de impresionar. Micrófonos, papeles, lapiceras, columnistas y un revólver tan útil para matar como para "colorear" un discurso. La demostración sigue, el brillo del cilindro vuelve a encandilar la pantalla: "Esto -agita con su brazo derecho la empuñadura, indignado- sólo se consigue en el mercado negro. Es una arma de guerra -arenga, y el tono llega a un pico-. ¡Es ilegal!". Silencio en el estudio, estupor. Y la duda, obvia.: "¿Cómo lo consiguieron? ¿De dónde sacaron eso, que la ley no permite a un civil tener, portar o, quizás, exhibir de tal manera?. No importa, sigue el policial, que por momentos parece un curso de defensa personal. Llega entonces la explicación: cómo se carga, cómo se saca el seguro y, en fin, cómo se dispara.

Pero sería injusto dejar la tensión latiendo en el espectador. Hace falta un desenlace que cierre, que dé sentido al suspenso. Vienen, pues, las balas. Control transfiere el mando a la Unidad Móvil y la imagen, ahora, cuadra mejor. La cronista de exteriores transmite desde una playa de tiro. Jefe y subordinado intercambian saludos, hay risas, camaradería. "Bueno, empecemos". La mujer cambia micrófono por pistola, cambia auriculares -de audio, negros, por acústicos, amarillos-, suelda sus piernas al suelo, apunta, espera y descarga no menos de cuatro plomos en un segundo. "!Ta, ta, ta, ta!". Los parlantes del televisor saturan, saltan las vainas entre espasmos de humo, la cámara tantea el blanco y Control, desde estudios, aplaude. Fin de la nota, "pasemos a otro tema".

Desde un escenario de bar montado en estudio, un programa se propone reproducir las típicas polémicas y los debates que normalmente se plantean entre diálogos y cafés. Haciendo de lado la teatralización y la intencionalidad que pueda mediar en este caso, hay que admitir que algunas veces llegan a representar lo que efectivamente se dice por ahí, en el consciente juicio colectivo. Cuando tres jóvenes delincuentes -dos de ellos, menores de 16 años- tomaron rehenes en un supermercado, y por largas horas estuvieron expuestos a las cámaras y a los fusiles tras los vidrios del local, no fueron pocos los que pidieron un final de película, de esos que alivian la tensión para siempre. El polémico mayor del programa se hizo eco -y cargo- de aquel discurso, con una singular metáfora: un círculo rojo y una flor del mismo color. El primero, en la frente de los delincuentes; y los pétalos, abiertos en la nuca.

"Al revés de México, donde la crisis económica limitó la capacidad de maniobra del gobierno, acá (en Argentina) puede ser la crisis, precisamente, el pretexto para acentuar el autoritarismo y acelerar la conversión de la sociedad". En 1995, a la luz del esplendor menemista, Tomás Eloy Martínez anticipaba lo que hoy empieza a ser: un autoritarismo real, subyacente en la democracia formal, que va ganando campo en el terreno de lo normal. En el comienzo del texto, publicado en su libro El sueño argentino (Ed. Planeta, 1999), el reciente ganador del Premio Alfaguara apostaba fichas al cuarto poder: "Para defender a la Argentina de cualquier tentación autoritaria ya no queda otra cosa que el periodismo". Más adelante, la salvedad: "En el vasto teatro que vivimos, los periodistas -los verdaderos- son testigos solitarios y tenaces que siguen de cerca no sólo lo que se ve en el escenario sino también lo que pasa detrás de bambalinas. Sin ellos, no hay democracia o la democracia es sólo un simulacro".

El pasado 26 de junio todos vieron la misma obra: la policía había asesinado a quemarropa a los piqueteros Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, en lo que las imágenes delataban como atropello, caza y represión, fuera de cualquier límite democrático. El mismo medio que refería, en su informe especial, a perros que se jubilan, en su versión gráfica, al día siguiente tituló: "La crisis causó dos nuevas muertes". Lo que Eloy Martínez definía como un pretexto para el autoritarismo, aparecía entonces legitimado. Si hay crisis, hay represión; y si la represión mata, la responsabilidad es de la crisis. Propiedad transitiva y se acabó.

¿Qué queda entonces cuando el cuarto poder se amalgama y se asocia con los que lo preceden? "Cada vez que el periodista concilia o transa con el poder -por legítimo que éste esa-, se vuelve cómplice de la mentira y de la injusticia y, además de traicionarse a si mismo, traiciona la fe de sus lectores. Con eso, destroza el mejor argumento de su legitimidad y anula su única fuerza". Es posible que titulares como los que atribuyen asesinatos armados a "la crisis" puedan costar cierto descrédito o, incluso, algún que otro numerillo en las ventas. "Nadie es tan implacabale con los errores de un periodista -asgura Eloy Martínez- como los otros periodistas". Si por error se entiende pacto, transa o, en definitiva, subordinación de la verdad, evidentemente el rigor de los legítimos profesionales no ha sido suficiente. La mentira, que es lo mismo que la realidad disfrazada, se sostiene cómoda en el discurso de muchos y bien podersos empresarios comunicadores; tiene consenso, es compartida como juicio y certeza por audiencias numerosas y así, generalizada, tiende a convertirse en verdad. La mercantilización de la información -ajena a los conceptos de ética y rigor profesional- funciona dentro de sus parámetros naturales: el mercado y el consumo.

Existen, sí, y no pocos, periodistas que asumen su profesionalismo como lo que es: una función social, cuyo nombre y título otorga sólo la verdad. Existen, trabajan e informan a contrapelo, desfavorecidos por y al margen del mercado. En ellos, y en aquellos que son capaces de exigir y hacer cumplir su derecho a la información, radica hoy la posibilidad real de crítica, reflexión y cambio.



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