Portada Directorio Debates Buscador Redacción Correo
La insignia
3 de agosto del 2002


Cuarenta años sin Marilyn Monroe

El lugar de Marilyn


Rosalba Oxandabarat
Brecha. Uruguay, 3 de agosto.


Marilyn, icono de los sesenta -casi- infinitamente prorrogado hasta hoy por una apabullante sucesión de biografías, interpretaciones, leyendas, chismes, obras de teatro, telefilmes. Mucha gente la adoraba desde antes, incluido el malicioso Billy Wilder -que no perdía oportunidad de recordar su persistente mala educación, su inconmensurable egoísmo y su misteriosa fotogenia-, pero otros tantos, cazadores de certezas, se sumaron al cortejo cuando Andy Warhol la multiplicó en colores o cuando Ernesto Cardenal -sacerdote y revolucionario- le compuso un poema enternecido rescatando a la desamparada niña Norma Jean, a cuya llamada agónica ningún teléfono respondió.

Pero la afirmación del mito durante la "década prodigiosa" no implicó su creación. Marilyn, en rigor, creció y se afirmó en la década anterior, la del 50, cuando la optimista sociedad norteamericana olvidaba los costos de la Segunda Guerra Mundial y los arrestos izquierdosos que habían sembrado las necesarias alianzas bélicas, vestía a sus adolescentes según los parámetros de Lana Lobell, bailaba a ritmo de fox-trots (mientras miraba de costado los sacudimientos de ese curioso baile de negros que ahora enloquecía a los chicos blancos, el rocanrol), levantaba árboles de navidad gigantescos, imponía la cultura del celofán, afirmaba los "valores americanos" bajo el paraguas protector de la Guerra Fría (que los aislaba de los "malos", a los que ya estaba sumándose en conjunto "la raza amarilla") y disfrutaba, sin complejos, de la plena afirmación de mayor potencia de Occidente del país que los albergaba.

Para esa sociedad puritana y autosuficiente, que todavía disfrutaba de los westerns mientras vivía su epílogo (ya preparaba la galaxia su oferta de interminables praderas a conquistar) y hallaba en Doris Day el prototipo de la buena-divertida-chica americana, existía el pecado. Todavía. (Ya se encargarían los sesenta de disolverlo en olor a comuna y marihuana, de colocarlo en su sitio tirando el código Hays por la borda y de enfrentarlo en su versión colectiva, societal y básicamente injusta con las marchas por los derechos civiles de los negros y contra la guerra de Vietnam.)

El cine "negro" había transitado el pecado con oscuras insinuaciones de corrupciones mayores, con mujeres fatales que cuidaban su cuenta bancaria aun más que al rimel de sus ojos. No estaba ahí el lugar específico de Marilyn, sino el de otras rubias -como Lana Turner o Marlene Dietrich- o no rubias, como Barbara Stanwyck. Marilyn encarnaba el pecado en versión casera, sin ambigüedades perversas; ella es la tentación que acomete al buen hombre casado que pierde los estribos por la vecinita, la pícara rubia que quiere casarse con un príncipe o un millonario pero es incapaz de engañarlo, la sentimental que teme al amor pero lo desea, y siempre siempre resulta más inocente que su apariencia. Sueño sin peligros de siesta pequeñoburguesa, capaz de atender tanto a la carne comprimida en los serios trajes y sombreros y esposa y misa de domingo, como al espíritu de Lancelot -habilitado a enternecerse con esa inocencia infantil guardada en cuerpo tan exhuberante- que todo estoico macho heterosexual de vida organizada cree guardar, o guarda, adentro. Cuando el sinvergüenza de Tony Curtis mira a Marilyn cantar tristemente en Una Eva y dos Adanes -el filme que la mostró más esencial, la versión más pura de un espíritu a través de la carne-, esa mirada ya despojada de toda ironía o picardía, "virilmente" conmovida, es la que dibuja a Marilyn en el descubrimiento -servido en bandeja por el cine y el mito- de millones de hombres.

Marilyn murió en agosto de 1962, cuando la década se desperezaba. Estaban creciendo los hijos o hermanos menores de los que soñaron con Marilyn durante los años anteriores. Ellos la heredarían, claro -de eso se trata un mito-, y hasta la trasmitirían, aun a gente que nunca vio o apenas vio sus películas. La rubia, para toda una cultura, había dejado el cine como su víctima propiciatoria preferida para ingresar al panteón de los grandes iconos. Y así como se dice de Gardel que se murió a tiempo -antes de enfrentar la vejez y la decadencia-, quizás también Marilyn se murió a tiempo. Era aún joven, es cierto, pero no lo bastante para una cultura que, poco tiempo después, recomendaría no saludar a los mayores de 30 años. Y que estaba dispuesta a abolir el pecado, al menos el pecado de los sueños secretos de alcoba donde una rubia voluptuosa y comprensiva como ella se alojaba por derecho propio. No había lugar para MM en los años sesenta más que en un solo lugar. El del mito que no se discute. Lo ocupó y, por ahora, allí se quedó.



Portada | Iberoamérica | Internacional | Derechos Humanos | Cultura | Ecología | Economía | Sociedad
Ciencia y tecnología | Directorio | Redacción