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La insignia
13 de octubre del 2001


Café, espías, amantes y nazis /III (México 1941-42)


Paco Ignacio Taibo II
La Jornada. México, 12 de octubre.


III. El café ''mexicano''

En una franja de 140 kilómetros de largo y entre 15 y 35 kilómetros de ancho, entre el Pacífico y la Sierra Madre del Sur, en el trópico húmedo al sureste de los surestes; en un territorio que aún es México, aunque algunos dicen que es el culo del mundo y otros dicen que no existe, casi en el rincón del estado de Chiapas haciendo frontera con Guatemala, se encuentra la región del Soconusco, zona aislada y despoblada en el inicio de los años cuarenta, falta de carreteras y puertos, condenada a ser la periferia de la periferia.

Aquí una simple influenza, un sarampión, una tosferina traídas sin querer por los conquistadores arrasaron con los naturales. Guatemaltecos y mexicanos se mataron por esta región, que ninguno de ellos quería, con particular saña. En nombre de mil razones, todas ellas siniestras, razones de patriotismo barato, oscuros intereses comerciales, explotación bárbara, codicia desmedida, se ha asesinado, esclavizado y expoliado con furor por estos lugares.

Hay cierta maldad en la tierra, que se desquita de las salvajadas que los hombres han hecho sobre ella. Matías Romero, ex ministro de Hacienda juarista trató de colonizar estos lares y nunca encontró la mano de obra; introdujo el café y no halló cómo cosecharlo, hizo de esto una obsesión y fracasó con ella. Su finca, que llevaba el nombre de Juárez, en el límite de los símbolos, fue incendiada por órdenes de un presidente de Guatemala.

Pero el café se quedó como un rumor en la tierra y en el deseo de que algunos hombres tienen de ella desde la tercera mitad del siglo XIX.

En las dos vertientes de la zona montañosa, descendiendo desde los mil 200 metros, se sembraba el arbolito de hojas oscuras, flores blancas y fruto en forma de pequeñas bolitas rojas; un árbol que necesita sombra y clima húmedo, cuyo fruto será más tarde secado al sol, tostado, molido y luego bebido en infusión a lo largo del planeta. Los gringos de la Land Company pensando en explotarlo trajeron en condiciones de esclavitud a 300 kanakas de las Islas Gilbert; los importaron a estas tierras como animales, bajo engaños y poco más tarde una epidemia de viruela acabó con todos. Sus fantasmas tristes pueblan el Soconusco.

En 1896 apareció por la región Gissemann, empleado de una casa comercial de Hamburgo con sede en Guatemala que prefirió irse a la aventura en solitario y abandonar el confort de la burocracia. Tras él llegó su esposa, una sirvienta también alemana que algo sabía de ordeñar las vacas, y un piano. Su alianza con Wilhem Sticker en 1902 permitió que el capital alemán comenzara a fluir y crecieron las fincas cafetaleras. Los patrones se apellidaban: Luttmann, Pohlenz, Edelmann, Kahle, Henkel, Ziegler, Schlotefeldt, Langhoff, Furbach, Dietze, Widemaier.

No bastaba con cultivar el café. Los finqueros alemanes se relacionaron con casas comerciales de Hamburgo, Bremen y Lubeck e hicieron del pueblo de Tapachula su capital. Pronto hubo tres paisajes: por un lado una selva semitropical, ácida y llena de misterios, fantasmas y serpientes; por otro una zona simétrica y ordenada, geometría de las cosechas del fruto rojo, con sembradíos en terrazas e interminables hileras de cafetales; finalmente un pueblo de aluvión lleno de aventureros y parias, con todo y una lavandería de chinos, una casa cambiaria de un ex preso inglés, un prestamista ucraniano, un sastre catalán, seis cantinas.

El café chiapaneco comenzó a moverse hacia el mundo por extrañas rutas sin llegar a los mexicanos y junto con él una serie de rumores, de ésos que suelen acompañar a un alimento cuando se pone de moda: aumentaba la energía, era bueno para la digestión, moderaba la histeria, propiciaba la conversación, despertaba a los dormidos y hacía coherentes a los insomnes. De las haciendas alemanas era transportado en recua de mulas a los pequeños puertos guatemaltecos de Ocós, San José o Champerico, donde vapores de líneas alemanas lo transportaban hacia Hamburgo y al puerto de Bremen. Mientras Tapachula se multiplicaba con su aire desgarbado de campamento minero y el café era un orillo rojo que repartía fortuna, Bremen prosperó y creció con su barrio de ladrillos art decó debido a la genialidad del arquitecto Hoetger y al dinero del fundador de la Hag Company en 1906 e inventor del café descafeinado, su mecenas Ludwig Roselius, controlador de las redes del café mexicano en Alemania.

Gracias a la estructura comercial de Roselius el café chiapaneco adquirió fama en toda Europa; era más fino, más suave, más exótico, más delicado que el colombiano o el brasileño; lejos estaba de su antecesor abisinio o turco. Una moda es una moda y tiene un porcentaje de inexplicables componentes que el aroma del Soconusco transportado a su café no podía explicar.

Pronto, más de la mitad del café que se producía en México surgió de las 30 mil hectáreas de tierras dedicadas al cultivo por los finqueros alemanes. Desde 1900 Chiapas se convirtió en el primer estado productor de café del país. Un café que en México se volvió más apreciado porque los mexicanos no lo tomaban. Detrás del milagro cafetalero estaban esas 32 fincas alemanas en las que vivían no más de 300 súbditos germanos y sus familias y las 25 haciendas propiedad de sus socios mexicanos, pero sobre todo cientos de peones acasillados que subsistían en condiciones miserables y 30 o 40 mil trabajadores de temporal con salarios de hambre. La Revolución mexicana no llegó a esta zona, cuyo orden agrario permaneció intacto. Tapachula era cosmopolita, rancho universal; el castellano, la lengua franca para transmitir órdenes, originadas en alemán, a peones que hablaban dialectos mayas. Y las lenguas seguían sumándose en las periferias de Babel: inversores japoneses que llegaron tarde, estadunidenses que venían a buscar las sobras del tesoro del fruto rojo; prestamistas gachupines, ingeniosos microindustriales que creaban una fábrica de refrescos y una empresa que producía hielo, ingleses dedicados a la venta y el acaparamiento de tierras.

Al iniciarse la guerra mundial en 1939, la estructura creada por Roselius y los finqueros seguía funcionando y el café mexicano llegaba a Alemania en barcos de banderas neutrales. Sus productores, los finqueros alemanes, no estaban ajenos a la guerra, no era raro ver un retrato de Hitler presidiendo la gran sala de la hacienda y se celebraban frecuentes reuniones del Partido Nacionalsocialista Alemán, que se había refundado en México en la zona, atrayendo sobre todo a la segunda generación de jóvenes alemanes, muchos de ellos nacidos en México, pero que habían estudiado en Alemania. ¿Café nazi?



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