La insignia
6 de febrero del 2001


Escribir como mujer


Rocío Silva Santisteban


"Es literatura pura, incontaminada, sin sexo cual sin sexo son los ángeles..." escribe Virginia Woolf, refiriéndose a la forma como una gama de escritores ingleses comtemporáneos suyos asumen su rol en el momento de la creación. "Cuando escriben no son hombres, no son mujeres. Se dirigen hacia esa amplia zona del alma que carece de sexo..." (Woolf, 1981:83).

Virginia Woolf al señalar la palabra sexo en esta contundente frase, en realidad, se está refiriendo al género. Pero como ya lo hemos venido advirtiendo, no hay parte del alma que carezca de género, del mismo modo como no hay parte del alma que carezca de cultura (1).

En tanto el género es la construcción cultural de la diferencia sexual no podemos prescindir de él cuando nos lanzamos a construir algo, mucho menos si se trata del imaginario. La sentencia expresada con tanta contundencia por Virginia Woolf apunta a plantear la propuesta de escritor andrógino: los escritores no son masculinos ni femeninos cuando escriben, cuando escriben los escritores no tienen género.

Se trata como lo advierte Heléne Cixous de una estrategia para "entrar" en el canon desde los usos que prefieren el propio establishment androcéntrico.

"Las mujeres que escriben, en su mayoría, han considerado, hasta muy recientemente, que lo hacen no como mujeres sino como escritoras. Tales mujeres declaran que la diferencia sexual no significa nada, que no hay diferencia atribuible entre escritura masculina y femenina [...] La mayoría e mujeres son así: forjan la escritura del otro-la del hombre, y en su inocencia, la sostienen y le dan voz, y terminan produciendo una escritura que, en efecto, es masculina..." (Cixous citada por Méndez, 1994:53)

La propuesta de Virginia Woolf surge de un contesto determinado y de la necesidad de "ocultar" la diferencia para evitar que la mujer caiga en uno de los guetos culturales hacia donde se le enclaustraba: la literatura "femenina" entendida desde su versión más peyorativa: sentimental, banal, superficial, florida, pomposa. Aquella literatura que privilegia una

"sensibilidad femenina como táctica para concederle una imagen a la mujer y así invisibilizarla mejor y confirmar su ausencia de los verdaderos escenarios del poder, en este caso, del poder de la palabra" (Monsiváis, 1987; 16).

Por eso Virginia Woolf busca el poder de la palabra en la necesaria señalización de una doble marca genérico-sexual: el andrógino. Para Woolf la mujer que escribe desde el cerebro andrógino reivindica la posibilidad de poder masculino desde sí misma. Pero se trata de una propuesta imposible, debido a que al verter la experiencia al papel o imaginar, cada quien escribe desde su género e inclusive, como lo hemos venido denominando hasta este momento, desde su esquema corporal y su imagen del cuerpo.

Desgraciadamente a partir de las diversas historias de la literatura (generalmente escritas asimismo por historiadores o críticos varones) que nos han llegado, podemos saber que han sido los hombres quienes se han dedicado a trabajarla con mayor continuidad que las mujeres, pero esto no se debe a procesos genéticos laberínticos, sino simplemente a las circunstancias de la vida social, a lo que diversas teóricas feministas denominan la sociedad paterial (2), o lo que denomina Jacques Derrida como falogocentrismo (3). Es el medio, el contexto donde se desarrolla la creatividad literaria, y las taras y tabúes de una sociedad patriarcal, que no han permitido el ingreso de más escritoras a la denominada "historia de la literatura universal" y la reproducción de la especie la tabla principal que ha tapiado esa entrada. Esta es la posición que algunas teóricas sostienen cuando dicen que

"Deducir del 'silencio' de las grandes mayorías de mujeres en las letras una 'carencia' en el deseo, ha sido tan sólo una de las falencias a que han conducido algunos enfoques en los que las condiciones sociales de reproducción de la especie y otras prácticas femeninas han sido desconocidas". (Oyarzún, 1993:46).

A la mujer se la relegó desde siempre a la esfera de lo doméstico y lo intrascendente, es decir, a ese hortus clausus de lo casero-sin-importancia como lo denomina Susana Reisz (Reisz, 1991:132). Mientras que la gloria, la fama y la eternidad parecían el destino natural del hombre inteligente y virtuoso, el cuidado de la procreación de la especie, es decir, la maternidad en su relación más primaria y elemental, clasificaban a la mujer como quien debía dedicarse a los hijos y su entorno: el hogar. Las fronteras entre lo público y lo privado se construyeron a partir de las diferencias sexuales. Por lo tanto, todo lo extraño o trascendente, inclusive la propia idea de trascendencia, estaba marcada por la ideología falogocéntrica. Estando la trascendencia vinculado con el espacio de lo público, el espacio masculino por antonomasia, a la mujer sólo podía corresponderla la intrascendencia.

Esta visión de lo trascendente, sobre todo desde el aspecto literario, debió irritar a una escritora como Virginia Woolf, y por este motivo, debió plantearse una hipótesis que le permitiera, desde su cuerpo y su género, tener acceso a la trascendencia pero siempre dentro del juego falogocéntrico. Es así que concibe la idea del escritor andrógino, ni hombre ni mujer, ni masculino ni femenino, simplemente como los ángeles: ser etéreo y celeste, evanescente y vaporoso, incorpóreo y divino. Siguiendo la línea de algunas mujeres que resaltaron dentro del ámbito literario, Virginia Woolf asume que la tendencia a escribir "femeninamente" es una carencia, sólo quienes se despojen de esta limitación (con su cerebro andrógino reprimiendo o controlando sus "rasgos femeninos") podrán tener acceso a un sitio en la historia de la literatura universal, sin condescendencias.

En este sentido, escritoras desde Safo hasta George Eliot (Mary Evans, 1819-80) y George Sand (Aurora Dupin, baronesa de Dudevan, 1804-76)), pasando por Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695) y Fernán Caballero (Cecilia Böhl de Faber, 1796-1877), dentro de la literatura en lengua castellana, debieron en algún momento travestirse, literaria e incluso socialmente, desde sus propios nombres, el uso de un yo poético masculino o el rechazo a asumir la literatura desde el género (Sor Juana insistía en que "el entendimiento no tiene sexo"), para reprimir esa huella genérico-sexual en sus textos que las develaría como mujeres escritoras, y por lo tanto, escritoras marginales a la "Gran Literatura" (4).

Woolf sugiere algo similar: asumir la teoría del escritor andrógino es una propuesta que surge de un contexto que necesita ocultar la diferencia para evitar que la mujer caiga en un gueto cultural, en aquel de la sensibilidad femenina "políticamente correcta", es decir, de la exaltación del adorno, el artificio y la máscara para construir representaciones y autorepresentaciones que sean "simpáticas" ante el poder falogocéntrico desde la sumisión (desde la palabra sin poder).

Virginia Woolf, luchando contra esto, insiste en demandar al poder falogocéntrico desde una posición de igualdad: descolonizar a la palabra de la mujer con un poder masculino que emana desde su propia identidad (esa parte del "cerebro" ni masculina ni femenina). No se trataría de una crítica a las identidades fijas, sino de un reconocimiento de una "naturaleza" metafísica engañosa (Moi, 1988); se trata de la puesta en juego de un yo abstracto metafísico, permitido en la medida que es neutro y en que esta neutralidad es a su vez masculina.

Ahora la propuesta de Virginia Woolf ha sido puesta en entredicho por teóricas y creadoras. Es más, hay algunas mujeres que desde el discurso de lo intrascendente, como lo refiere Susana Reisz al hablar del libro de Giovanna Pollarollo, Entre mujeres solas, han logrado articular una unidad problemática y de dar vida a una multitud de voces femeninas, que se inscriben en el movimiento migratorio denominado desterritorialización, que incluye las literaturas menores, esto es, las construidas por minorías dentro de un lenguaje mayor.

Virgina Woolf, contradiciendo su propia hipótesis (actitud muy poco angelical), siete lustros antes que Susana Reisz, pero partiendo de la misma perspectiva y sensibilidad para captar el problema en su meollo, sostuvo lo siguiente

"[hay]en la literatura femenina un elemento totalmente ausente de la literatura de los hombres, salvo cuando el autor es un obrero, un negro, o cualquier otro hombre que, por una razón u otra, tiene conciencia de ser injustamente tratado. Este elemento produce una deformación, y a menudo, es causa de la debilidad de la obra..." (Woolf, 1981:55)

En esta afirmación podemos encontrar esa irritación, una actitud que describe un problema y no sabe cómo abordarlo. Más adelante, Virginia Woolf asumirá otra postura.

Desde otras hipótesis y observaciones, la crítica uruguaya Marta Traba en su famoso artículo Hipótesis sobre una escritura diferente sostiene que la literatura femenina, es también una "literatura marginal, para marginales, más que una literatura fetiche para iniciados" (Traba, 1982:11) como lo serían las vanguardias. La mujer posee esa ansiosa búsqueda de lo íntimo, de lo interior, busca una trascendencia en lo cotidiano, en el hortus clausus de lo casero-sin-importancia, porque una mujer escribe desde los márgenes, desde lo subalterno, desde otro lugar diferente y diferenciado al lugar del varón en la cultura.

Esta es la otra postura a la que nos referíamos anteriormente:

"...es probable que tanto en la vida como en el arte, los valores de la mujer no sean los mismos valores que los del hombre. Por lo tanto, cuando una mujer se pone a escribir una novela, nota que está deseando constantemente alterar los valores establecidos, convertir en serio lo que a un hombre le parece insignificante y en trivial lo que para un hombre es importante (...)las mujeres comienzan a explorar su propio sexo, a escribir acerca de las mujeres cual las mujeres nunca habían escrito, por cuanto desde luego, hasta hace muy poco, las mujeres, en la literatura, eran creación de los hombres..." (Woolf, 1981:57-58)

La escritora se contradice: su posición irritada por la guetización de la mujer y su insistencia en una escritura sin sexo, se ve parcialmente trastocada por el párrafo anterior, en el cual, tras un análisis de autoras como Charlotte Brönte y George Eliot, llega a la conclusión de que las mujeres escriben de una manera diferente.

Por otro lado, la Virginia Woolf metafísica se ve contradicha por la Virginia Woolf materialista. En su clásico Una habitación propia, es Virginia Woolf quien introduce tres criterios teóricos que posteriormente ha desarrollado la misma crítica literaria feminista. Estos tres criterios son los siguientes:

1. La historicidad de la mujer , al referirse a la "imposibilidad histórica" de la existencia de un Shakespeare mujer.
2. A la problematización de las condiciones de producción: el cuarto propio es el espacio indispensable para que una mujer escriba, así como la renta propia el recurso sine qua non para que la mujer se dedique a la creación.
3. La importancia de relacionar las condiciones de producción con la reproducción de la especie: no es que las mujeres no hayan escrito a lo largo de la historia porque no deseaban hacerlo, sino por que no podían hacerlo, es decir, el silencio literario de la mujer está vinculado con la reproducción humana (Woolf, 1980)

Algunos años más adelante Virginia Woolf sostuvo, en un artículo publicado en The Forum en marzo de 1929, que la [literatura escrita por mujeres] "No insiste en su feminidad. Pero, al mismo tiempo, el libro de una mujer no está escrito cual un hombre lo escribiera..." En otro artículo sostiene: "la literatura de la mujer siempre es femenina. La única dificultad radica en saber qué entendemos por femenina..." (Woolf, 1981)

¿Entonces la pregunta básica que debe focalizar nuestro problema se debe referir a la esencia de la feminidad? ¿Pero existe acaso una esencia femenina? Entrar en este terreno pantanoso sobre la discusión de lo esencial, universal o simplemente cultural nos empujaría a dedicarnos varias páginas sobre la revisión del estado de la cuestión (5). Lo importante es dejar bien en claro que el asunto de la feminidad o no-feminidad en un texto no pasa sólo por lo que cuenta una mujer sino por cómo lo cuenta, por su cuerpo -por la percepción de su esquema corporal y por la construcción de su imagen del cuerpo- y por los rastros de ese cuerpo que se quedan en el texto (la huella derridiana), por la deconstrución de un yo literario masculino "enmascarado" como neutral y por las significaciones que surjan de estas confluencias.

"Creo que triunfé en mi primera aventura, la de matar al Angel de la Casa. Sí, murió. Pero no creo que haya triunfado en mi segunda aventura, la de decir la verdad acerca de mis propias experiencias en cuanto a cuerpo. Dudo que mujer alguna haya resuelto esta dificultad..." (Woolf, 1981:72)

Muchas mujeres escritoras resolvieron esa dificultad en su propio trabajo creativo de forma intuitiva, incluso la propia Woolf, en sus novelas y en sus ensayos quizás sin saber ella misma de sus victorias (aunque sin duda lo supo pero también se autosaboteó como muchas mujeres grandes). La huella derridiana del cuerpo de la mujer en los textos creativos no está expresada en versiones obvias sobre el sexo o la corporeidad tangible, sino en un entramado de símbolos que triunfa también en el plano de la expresión como se dio en el caso de Orlando, de Al faro o en Entre Actos. Más adelante Woolf regresaría sobre el espinoso asunto de las diferencias y la igualdad al momento de escribir, sosteniendo una hipótesis totalmente diferente a la del escritor andrógino:

"En primer lugar se da la palmaria y enorme diferencia entre la experiencia del hombre y de la mujer. Pero la diferencia esencial no radica en que los hombres escriban sobre batallas y las mujeres sobre el nacimiento de hijos, sino en que cada sexo se describe a sí mismo (...) Por fin se nos plantea la consideración del muy difícil asunto de la diferencia entre el parecer del hombre y el parecer de la mujer en lo tocante a qué es más importante en un determinado tema. De ahí surgen no sólo marcadas diferencias en la trama y los incidentes, sino también infinitas diferencias en la selección, método y estilo " (Woolf, 1981:83-84)

Con estas palabras de Virgina Woolf concluimos este parágrafo pues precisamente en esta últimas líneas, de forma algo tangencial, ella sostiene uno de los puntos más polémicos de la diferencia entre la escritura de un hombre y la escritura de una mujer: no se trata simplemente de tocar temas diferentes (el plano de la significación), sino de la forma de hacerlo (el plano del significante). Mientras tanto, para plantear otra entrada al análisis de la escritura de mujeres y el poder de la palabra baste aquí recapitular lo propuesto páginas atrás sobre la imagen del cuerpo de la mujer, además de revisar lo que algunos teóricos han denominado la lectura deconstructiva de la mujer.


Leer como mujer/escribir como mujer

"Leer como una mujer no es necesariamente lo que sucede cuando una mujer lee, las mujeres pueden leer y haber leído como hombres" esto es lo que sostiene provocadoramente Carolyn Heilbrun en el libro que comenta las reacciones al clásico libro de Kate Millet Sexual Politics (Culler, 1991:48). Teniendo esta lúcida sentencia en cuenta, habría que pensar asimismo si basta ser mujer para escribir como mujer. O como lo propone Shoshana Felman,

"¿es suficiente ser una mujer para hablar como mujer?, ¿hablar como una mujer está determinado por alguna condición biológica o por alguna posición estratégica o teórica, por la anatomía o por la cultura?" (ibidem).

Asimismo para Jonathan Culler, profesor de la Universidad de Yale y glosador de las críticas literarias feministas citadas anteriormente, leer como una mujer no es simplemente una posición teórica, dado que refiere a una identidad sexual definida como esencial y privilegia a las experiencias asociadas con ese identidad. En este sentido Culler es claro cuando privilegia la "experiencia de las mujeres" como punto de equilibrio para emprender la lectura de la diferencia y para formular la hipótesis de la mujer lectora (7).

Las experiencias construidas a partir de una imagen del cuerpo que identifica a la mujer como tal, todo esto interrelacionado con los patrones, paradigmas y valores de una cultura determinada -y que determina las representaciones de la mujer- constituyen la fuente de la cual una mujer bebe para leer o no como mujer, escribir o no como mujer.

La lectura, así como el hecho de escribir, es una actividad aprendida que, como muchas otras estrategias aprendidas en nuestra sociedad, está inevitablemente codificada según sexo o género. Esto quiere decir que la mujer al aprender a leer o escribir, lo hace según lo determinado por una experiencia masculina que se presenta, siempre tramposamente, como humana en general. La neutralidad del lenguaje y del discurso científico es una falacia:

"decir que el lenguaje y la escritura son in/diferentes a la diferencia genérico-sexual refuerza el poder establecido al seguir encubriendo las técnicas mediante las cuales la masculinidad hegemónica disfraza con lo neutro -lo im/personal- su manía de personalizar lo universal" (Richards, 1993:34).

Es recién a partir de la crítica feminista que los "supuestos" se cuestionan y se presenta así la posibilidad de leer o escribir desde otro lugar sin saber con exactitud cuál es ese otro lugar, pero sí entendiendo que se trata de un lugar diferente y diferenciado de lo que denominamos líneas arriba "humano en general".

Las características de lo "humano en general" y la mayoría de paradigmas de la mujer en la literatura universal han determinando que la mujer muchas veces se vea en algunas obras como un elemento de "obstáculo" hacia la libertad y que, no sólo no pueda identificarse con los personajes femeninos, sino que tenga una posición contraria a ellos pero no por sus características peculiares, sino por el solo hecho de ser mujeres.

Es así que la mujer se identifica con las características masculinas en contra de sus propios intereses como mujeres, de la misma manera como muchas veces a raíz del enfrentamiento con estos paradigmas, la mujer "preserva su yoidad pensando en los hombres, no en las mujeres, como sus propios iguales" (Culler, 1991:52).

Esta sensación se desprende de que la mujer comparte con el hombre, sentimientos anti-femeninos, que surgen por un rechazo intuitivo a las practicas de segregación, y que se van consolidando cada vez que nos encontramos con uno de estos "esquemas de mujer". En este tipo de ficciones se le pide a la mujer que se identifique con una experiencia de la que está explícitamente excluida, es decir, que se identifique en contra de sí misma. La mujer entonces terminará identificándose con el héroe que hace de la mujer, sino su enemiga, por lo menos su oponente. Esta sensación perturbadora de estar en contra del personaje que "representa al género" se la ha denominado tragedia de la lectora.

La tragedia de la lectora como la denomina Marina Gambaroff, es la identificación con el héroe de la narración y el detentor del poder que se traduce en una censura hacia su propia identidad (Gambaroff, s/f). De la misma manera como las mujeres no han podido evitar las proyecciones del miedo del varón al poder de la mujer (la maternidad, el tabú de la menstruación) sino que las asumieron conduciéndolas a una actitud contradictoria, a la formación de un profundo sentimiento de culpa, una tendencia a la desvalorización y un miedo arcaico a la propia autonomía; las lectoras asumieron por completo las normas masculinas de textualización.

Leer de esa manera es hacerlo como un hombre. Esto no sólo produce la búsqueda de ideales y paradigmas en los varones protagonistas desde su masculinidad sino también una complicada contradicción y confusión de identidad en la lectora.

Esto también se ha dado cuando las propias mujeres reprimen ciertos elementos considerados femeninos en sí mismas para "masculinizarse", entendiendo que dentro de lo masculino se encuentra el terreno de lo intelectual. Tal es el caso de Simone de Beavouir y algunos de sus consejos de El segundo sexo para que una mujer no sea desdeñada justamente por cumplir con lo previsto en estas representaciones de mujer: ser bonita.

Plantear la creación desde el "cerebro andrógino" para reivindicar el poder masculino desde sí misma o masculinizar una actitud frente a lo literario o incluso frente al propio cuerpo para acercarse a la "neutralidad" exigida por los detentores de la razón ha sido una sutil forma de autosabotaje: aceptar que el poder sólo se genera desde el Otro-hombre.

Pero existe otro lugar que no sólo sirve como atalaya ante un paisaje marcado por el falogocentrismo. Ese otro lugar, diferenciado y diferente, se debe construir a partir de una nueva entrada a "lo femenino" que descarte de plano la intención de convertir a la mujer en un chivo expiatorio de los problemas de la condición humana. Leer como mujer, como lo sostiene Culler, la nueva crítica feminista y la deconstrucción, es evitar leer como hombre, identificar las defensas y distorsiones específicas de las lecturas masculinas y proveer correctivos, es apuntar hacia las máscaras de la verdad con que el falogocentrismo esconde sus ficciones.

Esto no significa asumir las relativas oposiciones que "lo universal" ha designado entre lo masculino y femenino (las oposiciones racional/emocional, seriedad/frivolidad, reflexivo/espontáneo o empírico/intuitivo) y aceptar el estatuto de "literatura femenina" con que se califica a las obras de variadas escritoras, asumiendo, por supuesto, las características "del lado derecho", es decir, una literatura afectiva, intuitiva, espontánea y sobre todo emocional. Por el contrario, la tarea de leer como mujer/escribir como mujer se concentraría en hacer caer la idea de que la imagen de la mujer es especular a la del hombre. La "lectora -mujer", así como el sujeto-mujer de la escritura, emergen del peligroso vaivén entre la diferencia o escritura marcada, a un extremo, y la "neutralidad" o cancelación de los contrarios al otro (Méndez, 1994). Entre ambos debe construirse un intersticio que dé cuenta de un espacio propio.

El otro lugar como lo apunta Teresa de Lauretis está vinculado a los puntos ciegos y el espacio oculto de las representaciones, lugar que se encontraría en la periferia de los discursos hegemónicos, de los espacios sociales excavados en los intersticios de las instituciones y en las grietas y ranuras de los aparatos de poder y de conocimiento. De Laurentis utiliza la comparación cinematográfica para plantear este otro lugar, se trataría del espacio oculto, el space-off, es decir, lo que "está fuera del encuadre" pero que en el cine de vanguardia construye tanto la película como lo que "está en cuadro".

En términos literarios podríamos señalar que el otro lugar estaría oculto detrás de la hipérbole temporal en el orden cronológico del relato, es decir, lo que no se dice, lo que está más allá de lo narrado, pero se entiende, se supone, se presupone, se percibe y es fundamental para el avance y la comprensión de la obra. Tanto el espacio oculto como el espacio visible no están en oposición, se encuentran ensartados en la cadena de la significación, y por lo tanto, son mutuamente necesarios.

En el caso de la escritura patriarcal y la escritura femenina y/o feminista la relación entre un espacio y el otro será conflictiva, como lo ha señalado Reisz, se trata de una relación de intersección con el sistema dominante, que en parte coincide con él y en parte lo erosiona o lo desborda.

Escribir como mujer, entonces, no sólo se refiere a tocar temas de mujeres o utilizar el yo en la primera persona del femenino en el texto o plantearse una historia desde el punto de vista de una mujer. Significar desafiar al poder falogocéntrico, en primer lugar, romper con el silencio.

"Al escribir, desde y hacia la mujer, y aceptando el desafío del discurso regido por el falo, la mujer asentará a la mujer en un lugar distinto de aquel reservado para ella en y por lo simbólico, es decir, el silencio. Que salga de la trampa del silencio." (Cixous, 1995:56)

Una vez fuera del silencio, una vez planteado el espacio de ese otro lugar, es necesario crear otro poder. Considero que ese poder está en la palabra propia (y no apropiada). El hecho de una escritura desde la posición de una mujer debe penetrar también el soporte de la significación: romper con los códigos, infligir las normas, perturbar el signo y establecer la originalidad de una identidad; palabra, subjetivididad y representación deben desencajar los registros ideológicos y culturales (pre)establecidos para mostrar el otro lado de la unidad lingüística, ese lado que no está amarrado a la economía libidinal de las estructuras patriarcales de la cultura y el signo.


La construcción del yo poético

Construyendo paradigmas

Como lo hemos visto en el acápite anterior, la teoría feminista ha aportado, lo que Derrida denomina una lectura deconstructiva del mundo desde el sujeto-mujer, y con ello por supuesto todo un aparato teórico sobre las diferencias de género. Lo relevante para esta parte de la investigación es adentrarse en las diferencias como hombres y mujeres se sitúan frente a la página en blanco o frente al texto escrito. En este sentido ya hemos puesto de relieve la importancia y la diferencia que consiste en que una mujer lea como una mujer, y que una mujer escriba como una mujer.

Pero, ¿cómo llega la mujer a sentirse diferente al hombre, y desde esta ubicación diferenciada asume, ya no el texto como lo señala Culler, sino la página en blanco?, ¿existe una radical diferencia entra la construcción de un yo poético masculino y la construcción de un yo poético femenino?, ¿en qué elementos radican las diferencias?, ¿qué es lo que le parece a la mujer de mayor relevancia?, ¿cómo se acerca a la construcción de una imagen de mujer a partir de su propia experiencia y de la imagen del cuerpo que posee y que ha construido, así como su relación con la imagen del Otro cuerpo, esto es, el cuerpo del varón?

Para entrar al análisis de la construcción del yo poético femenino, hemos de detenernos primero en la revisión de la construcción de lo que la crítica moderna ha aceptado en llamar el yo lírico del autor, diferente y diferenciado del yo del emisor en tanto tal, y al mismo tiempo, con una serie de vasos comunicantes que no por ello invalidan su condición de ficcional.


La figura del poeta

Conviene señalar aquí la importancia de la construcción, en la teoría y crítica literaria moderna, de las diferencias entre el yo de la enunciación y el yo del enunciado. Walter Mignolo, en un ya clásico artículo sobre el tema (Mignolo, 1982), desarrolla las características esenciales y especiales de ese yo lírico no fingido, sino internalizado en lo ficcional de la misma forma como lo es el yo de la enunciación en la historiografía o filosofía moderna. Y es interesante observar aquí que una de las formas que utiliza Mignolo para posicionarse en su discurso es preguntarse sobre el cuerpo: "Pero, ¿dónde esta ese cuerpo?" dice cuando se pregunta por el cuerpo del yo del enunciado en Altazor de Huidobro. Para Mignolo el yo del enunciado, que se diferencia con tanta transparencia en la narrativa y en la épica, en la lírica se confunde con el yo de la enunciación, o por lo menos se estrechan sus distancias, pues la poesía al evitar la narratividad o reducirla al mínimo, privilegia el plano del discurso en oposición al plano de la historia.

Es así que en la enunciación lírica se acercan el polo del sujeto al polo del objeto. De esta manera la figura o imagen textual del poeta no sólo se confunde con su imagen social (el autor) sino que no hay distinción tan clara entre la imagen del poeta que enuncia y del que actúa en oposición a la clara distinción entre el narrador que cuenta y el personaje que actúa. Pero esta confusión no proviene de la misma estructura del lenguaje, sino de la institución literaria misma. Se confunden porque están tan estrechamente ligados el rol social del poeta con su rol textual. En un poema el yo lírico generalmente estará representado por un poeta (hay excepciones que confirman la regla, como el Martín Fierro, aunque por lo demás, el gaucho es también en esencia trovador y poeta).

En la poesía confesional, es aún mucho más fácil confundir yo lírico con yo social, el cuerpo del poeta con el cuerpo del poeta como es el caso de la mayoría de poetas mujeres contemporáneas a Sylvia Plath, citada líneas arriba (Ann Sexton y Adrianne Rich serían dos de las más destacadas), pues la anécdota personal se mezcla con el texto formando el discurso, indiferenciado de lo realmente vivido por el autor y de lo ficcionado.

Para Mignolo una de los procedimientos que sobresalen en la construcción de la figura del poeta (del yo poético) es la referencia al cuerpo y su situación en el espacio. En la medida en que se nombra al cuerpo en el texto, se acerca la prefiguración del yo lírico. En el caso de las mujeres, que veremos con mayor relieve más adelante, la forma más fácil de ubicar el yo lírico a partir del género es simplemente ubicando con exactitud no sólo las partes del cuerpo que prefieren las mujeres para definirse (senos, cavidades, bulbos) sino sólo el accidente gramatical correspondiente al femenino:

"Aquí me tienes como siempre
dispuesta a la sorpresa
de tus pasos..."

En el segundo verso de esta estrofa del poema Casa de Cuervos de Blanca Varela ya podemos dilucidar con facilidad, sólo a partir del reconocimiento del accidente gramatical, que se trata de un texto cuyo yo poético es femenino y que bien podría ser el de una mujer o el de un hombre que travestido por el lenguaje, pretende una simulación de un discurso femenino. En este caso se trata de una mujer.

Pero pareciera facilista y lo es, sostener que la construcción de un yo poético femenino se limita a la utilización del accidente gramatical. La construcción de ese yo es mucho más complejo, en tanto parte de una fragmentación y de una negación: de la negación de un supuesto universal neutro que califica a lo "humano" como lo masculino travestido de andrógino.


La huella derridiana

Junto con su propuesta de lectura deconstructiva de los textos escritos por mujeres y junto con su concepto de falogocentrismo, Jacques Derrida, filósofo franco-argelino-judío ha planteado el no-concepto de huella, que es fundamental dentro del análisis de las marcas que deja el cuerpo en la textualización.

Derrida, desde una posición post-estructuralista, recupera y pone en duda algunos conceptos básicos de Sausurre, Husserl y Heidegger. Sostiene por ejemplo, a diferencia del autor del Curso de Lingüística General, que en realidad el signo no ocupa el lugar de la cosa ni la representa, sino que el signo está en el principio, esto quiere decir que en los juegos del lenguaje lo importante y trascendental no es sólo el significado sino también el propio significante. Para Derrida no existe significado separado de su significante puesto que el significado no es más que un significante situado en cierta relación con otros significantes: la separación entre significante y significado no es nada.

"La deconstrucción del signo entraña la ausencia de tal significado trascendental: todo significante remite a otros significantes, no se llega nunca a un significante que se remita a sí mismo..." (Bennington/Derrida, 1994:99)

Siguiendo esta lógica lo que garantizaría la mismidad del signo a través de innumerables repeticiones es una idealidad. Esta idealidad se combina con la diferencia de las repeticiones. Derrida a partir de esta propuesta desarrolla su crítica a la "sustancia de la expresión": no hay signo puro, el signo cobra sentido en la medida que es un significante en relación con otros significantes. No hay un significado sino sólo sus efectos. De esta manera Derrida pone al descubierto la metafísica del signo y enfatiza que inclusive para hablar de él se ha tomado prestado al propio lenguaje y a los criterios de coherencia que estipula desde el lenguaje, el logos occidental. Lo único que puede hacer la crítica deconstructiva es asumir la metafísica del signo y darle prioridad al significante frente al significado, de esta manera, Derrida insiste en la prioridad de lo secundario.

En cuanto a la crítica deconstructiva de la escritura, Derrida continua con la misma lógica negando que la escritura sea el "otro" del habla, apenas una transcripción del referente fónico. No se trata de la "hija bastarda" del logos occidental, sino que precisamente desde la escritura se ha construido ese mismo logos. La escritura estaría en el origen:

"...si escritura ha querido decir siempre significante que remite a otro significante, y si, tal como hemos visto, todo significante remite sólo a otros significantes, entonces 'escritura' designa con propiedad el funcionamiento de la lengua." (ibidem, pág.71)

Derrida de esta manera le da una prioridad a la textualización, en este sentido, la textualización va más allá que la propia lengua.

"En la descripción platónica, el logos necesita la presencia de su padre, del cual, en principio, dispone en el habla, mientras que la escritura sólo existe en ausencia de un padre que respondería por ella" (ibidem, pág. 218).

La escritura abre paso a la importancia de lo "secundario" pero que entendido dentro de estos términos de estudio, es una piedra madre del desarrollo del pensamiento.

Para poder entender esta idea es necesario entrar a revisar uno de los no-conceptos fundamentales del pensamiento de Derrida: la diferenzia. Según Geoffrey Bennington, discípulo de Derrida y autor de uno de los libros que pretende plantear las bases del pensamiento derridiano, la diferenzia en Derrida es tan importante como el concepto Dassein en Heidegger. Es imposible tratar de plantear un acercamiento a la diferenzia en apenas unas cuantas líneas pero por lo menos para poder acercarnos, intentaremos proyectar una sombra pespunteada sobre los alcances de esta definición.

La diferenzia es un no-concepto forjado para dar cuenta del "perturbador fenómeno de lo que escapa a la razón". En principio la disimilitud entre diferencia y diferenzia (8) sólo es posible de distinguir en la propia escritura, pues en el habla "suenan" igual. Por otro lado la diferenzia se refiere a tres cuestiones:

1. Las diferencias en el sistema de la lengua, es decir, la fuerza que las mantiene agrupadas en su dispersión.
2. A la demora o retraso que hace que el sentido siempre se anticipe o se establezca posteriormente (hay un final que organiza a los elementos de una manera retrospectiva), es decir que se refiere al hecho de diferir.
3. La posibilidad de toda distinción conceptual entre lo sensible y lo inteligible

La diferenzia da cuenta por lo tanto de diferenciar y de diferir, además nunca es pura (por eso no se trata de un "concepto") sino que se refiere siempre a relaciones en tensión. La diferenzia está en "entre", "está siendo" sin ser ella misma, sin estar nunca presente. De alguna manera, retomando a Teresa de Laurentis, la diferenzia daría cuenta de lo que está en los pliegues, en las fisuras, en las grietas, entre "uno y otro sin estar en ninguno de los dos".

"La vida se encuentra en su diferenzia. De ahí se deduce que el principio de realidad no está en oposición con el principio de placer, sino que es la misma cosa en diferenzia, el desvío por el que rige y se rige el principio de placer. Pero ni siquiera este desvío puede ser absoluto, infinito (ya sabemos que la diferenzia no puede ser infinita), porque no se trata más que del paso del placer por las limitaciones de la realidad" (Ibidem, pág. 155).

Al igual que la diferenzia la idea de huella es un no-concepto, es decir, que no se trata de "esto y aquello" sino que es "ni esto ni aquello". Si ningún elemento del sistema posee una identidad sino por su diferenzia respecto a los demás, cada elemento está marcado por todos aquellos que no son él. En este sentido la huella es la marca de la ausencia del otro elemento, que a su vez, es la huella de otros elementos ausentes. Se trataría en resumidas cuentas del encabalgamiento del otro en el mismo.

"Estas huellas no son lo que cierta lingüística denomina rasgos distintivos, sino sólo las huellas de la ausencia del otro 'elemento' que por otro lado, no está ausente en el sentido de 'presente en otro lugar' sino formado, él también, por huellas" (Ibidem, pág.96)

La posibilidad de signar la huella sería quizás de este manera: ser , pues la huella no puede concebirse simplemente como ser, en tanto "ser" necesariamente implica una presencia en otra parte. Lo que sucede, y esto es la base principal del pensamiento del filósofo, es que la lengua sobrepasa sus propios recursos. Derrida en este sentido "duda" que todo pensamiento tenga que ver con el lenguaje, el no-concepto huella es una forma de asir lo que está más allá del lenguaje pero no es la metafísica. Quizás podría decirse (me aventuro a proponerlo) que "huella" es una forma de asir lo que está más acá del lenguaje pero palpita por salir de alguna manera convirtiéndose como sea en sentido (en su acepción semiótica) y por supuesto no tiene ninguna vinculación con lo que Hegel entendería como lo sublime o lo inefable. Más bien la huella podría estar vinculada con alguna forma de poner en "símbolo", sin hacerlo verdaderamente, lo real lacaniano. A través de las fisuras del logos occidental es posible que lo innombrable salte dejando su marca en huellas que al mismo tiempo remiten a otras huellas.

Así el propio Derrida asume que, por ejemplo en su caso, la circuncisión como marca de identidad (judío-masculino-"otro"-alteridad), ha dejado su huella en prácticamente toda su producción filosófica.

"Circuncisión, nunca he hablado más que de ello, tened en cuenta mi discurso sobre el límite, las márgenes, las marcas, los pasos, el cierre, el anillo (alianza y don), el sacrificio, la escritura del cuerpo, el phármakos excluido o retraído, el corte/costura del Glas, cortarlo y volverlo a coser, que da pie a la hipótesis según la cual eso, de lo que sin saberlo, sin hablar jamás de ello (o hablado de paso) he hablado (...) Yo he sido, soy y seré siempre, un circunciso (...) todo el léxico que atormenta mis escritos, CIR-CON-SI..." (Ibidem, Pág.93-94)

Pero al mismo tiempo el propio hecho de ser circuncidado, inclusive en el momento de su propia circuncisión, no es otra cosa que una huella; en este caso la huella que remite a rituales anteriores de pertenencia a una comunidad. Así la marca está puesta sobre el cuerpo: ella asimismo producirá sentidos que se escaparán a toda racionalización y emergerán en el momento menos esperado.


Campo textual y construcción de un texto femenino

Como lo señala enfáticamente Elizabeth Grosz, a estas alturas del desarrollo de la crítica literaria y cultural, no podemos regresar a plantear un mapa de correspondencias entre el exterior y el interior de un texto a partir de la resurrección de la correlación entre yo social del autor y el yo del texto (yo poético) (Grosz, 1995).

Grosz, que casi con seguridad no ha leído a Mignolo pero si a Benveniste y sus propuestas sobre la correspondencia entre yo del enunciado y el yo de la enunciación, sostiene que tanto la condición de patriarcal, femenino o feminista de un texto literario no estarían vinculadas sólo al autor, ni al contenido, ni a los temas, ni al lector ni al estilo paródico, experimental o tradicional del propio texto. Ella sostiene que la relación entre lo patriarcal/feminista de un texto está vinculado a un complejo de relaciones que incluyen, por supuesto, la corporalidad del autor, las marcas (huellas) de textualidad que deja el autor en el propio texto, así como los efectos de estas marcas en los cuerpos de autores y lectores, tanto como la productividad de los lectores. De alguna manera podríamos hablar de la necesidad de puesta en marcha de un campo textual (tomando el término de Bourdieu) o de una constelación textual (Oviedo) para caracterizar a un texto desde el género.

Después de dilucidados los puntos necesarios a tomar en cuenta para la elaboración de una interpretación válida sobre lo femenino/masculino de un texto, el asunto es ¿qué elemento pone en operatividad este campo textual? Si no existe una línea específica que separe un texto femenino de uno masculino, ¿cómo se construye toda esta serie de relaciones y de qué manera se perciben para poder poner en marcha la maquinaria textual?

Si bien es cierto que el sexo del autor o del lector no tiene relación directa con la posición política del texto (ya hemos advertido sobre las lectoras-hombre) así como los factores de la vida privada o profesional del escritor no tienen una explicación directa en el texto, hay por supuesto, marcas de la subjetividad y corporalidad del autor que se "quedan" en el texto, así como el propio proceso de la producción textual deja marcas sobre el cuerpo del autor (y los lectores). Esto significa, según lo remarca Grosz, que tanto cuerpos como discursos se modifican mutuamente. Esta modificación no se refiere a nombrar o etiquetar al cuerpo y sus partes, sino a la profunda relación en pugna entre representación y corporalidad. La relación entre texto y autor/lector está mucho más comprometida de lo que el realismo y el expresionismo reconocen.

Sostiene Grosz que su interés va por saber de qué manera el cuerpo del autor -dentro de los caracteres del cuerpo, por supuesto, la sexualidad y el género- se introduce y al mismo tiempo es producto del texto.

"Poniendo atención a la producción del texto (incluida en ella lo que usualmente se denomina la recepción del texto) podremos ser capaces de ver con mayor claridad de qué manera la cuestión de la sexualidad -lo que en la sexualidad es específico- es relevante para la cuestión de la textualidad" (Grosz, 1995: 22).

No se trata entonces de establecer una relación directa entre autor y narrador, ni entre los temas trabajados y el sexo del autor, sino que teniendo estos elementos también en cuanta, profundizar en la textualidad y las marcas del cuerpo del autor en el texto.


La problemática construcción del yo poético femenino

Las mujeres, según lo apunta Matilde Ureta desde la perspectiva del psicoanálisis, construyen su identidad sexual y de género de combinar los elementos relativos a la reproducción de la especie con aquellos concernientes a su criatura personal. Es decir, combinan un mandato biológico que podrán tomar o dejar (identidad sexual) pero cuya inscripción corporal-física, su imagen del cuerpo, y sus correspondientes correlatos psicológicos no podrán soslayar. Y luego, un ser psíquico (identidad de género), cuya articulación es de una finura, sutileza y complejidad tal que cualquier descripción resultaría corta e inexacta. La identidad femenina para constituirse tendrá que hacer enormes y difíciles tránsitos afectivos, vinculares (de la madre al padre), sociales, cognitivos, cuyas huellas quedaran sobre su cuerpo y alma a manera de cicatrices, recuerdos de esta travesía (Ureta de Calplansky, 1992).

Todo esto se refiere a la construcción de una identidad propia. Sin embargo, esa ruta no es garantía para lograr un discurso propio y no apropiado. ¿Cómo hacen y qué es lo que hacen las poetas cuando construyen un yo femenino singular más allá del yo poético aceptado como universal, ese falsamente neutro, que esconde detrás de él la marca de una particular concepción de la Literatura Universal?

"Las mujeres que deseaban ser confundidas con hombres en sus escritos abundaban, ciertamente (...) si estas mujeres hubieran sido substituidas por aquellas que desean ser identificadas como tales mujeres, el cambio de modo alguno hubiera mejorado la situación, ya que destacar, sea por orgullo, sea por vergüenza, conscientemente el sexo de un escritor no sólo es irritante sino también superfluo..." (Woolf, 1981).

Superfluo para una Virginia Woolf contradictoria e irritada por una crítica en la que se destaca como femenino cualidades que coadyuvarían a la mujer a odiarse a sí misma. Lo sostiene con mucha claridad la propia Susana Reisz cuando afirma que

"se da por sentado que la tendencia natural de las mujeres es escribir femeninamente -en el sentido de una limitación o una deficiencia- y que por lo mismo sólo alcanzan la excelencia aquéllas que logran reprimir o controlar lo femenino en su lenguaje..." (Reisz,s/f:6).

Como señala Margo Glantz, por qué la escritura de la mujer debe responder a ninguna especificidad, por qué andrógina si se le sexúa, por qué temática si su ritmo escondido se ramifica y se convierte en estructura. La escritura femenina acusa su procedencia en una sensibilidad gestada en la corporeidad (Glantz, 1982).

Pero tanto como los seudónimos de las escritoras del s.XIX, los cambios de designaciones gramaticales han servido para que las mujeres intenten una entrada neutra y universal a lo literario. ¿Por qué se ha dado este fenómeno?, ¿por qué muchas mujeres hasta ahora se han limitado a repetir las palabras de hombre, la posición masculina en lo literario?

"Los conflictos de género, se refieren, a fenómenos tan dispares [...] como los roles sexuales, las desinencias gramaticales, y tipos de discurso, tres magnitudes cuya relación lógica no es, en absoluto, evidente (...) La primera de ellas sería materia de un tratado aparte (...) La segunda, parece, en cambio menos problemática: si quiero comunicar mi cansancio siendo, como soy, mujer, mi única opción gramatical es decir estoy cansada. Es sabido, sin embargo, que en el terreno de la literatura ésta no es mi única posibilidad. Como escritora podría escribir estoy cansado y nadie se admiraría... a menos que atente contra las normas del género literario en el que inscribo mi frase" (Reisz, 1994).

Pero -siempre hay un pero en toda disquisición sobre neutralidades- "Cuando una mujer introduce en su discurso poético mínimos cambios de género, sorprende y perturba a lectores y críticos" (ibidem). Aquí Susana Reisz se refiere específicamente a los cambios y giros de género introducidos por Blanca Varela.

"Casi nadie ha dejado de observar, en efecto, que en su primer libro Ese puerto existe, Blanca Varela vistió esporádicamente a su yo lírico con adjetivos masculinos. Aunque las gramáticas nos ensañan que el sufijo masculino puede funcionar como universal y no marcado, válido para ambos sexos, en la voz de una poeta expresiones como Sé que estoy enfermo o He de almorzar solo siempre, al parecer no suenan ni neutrales, ni metafóricas, sino simplemente, extrañas" (ibidem).

Hay muchos críticos, con Octavio Paz a la cabeza, que han considerado el discurso vareliano como "poco femenino" y a su vez muy "valeroso y mujeril".

"...nada menos 'femenino' que la poesía de Blanca Varela; al mismo tiempo nada más valeroso y mujeril..." (Varela, 1959:13)

Según Reisz, esta postura, sólo encubre la idea generalizadora de que lo universal es lo masculino, y que lo femenino sería lo singular, lo irregular:

"los presupuestos en los que se funda esta valoración desigual son que la gran poesía es la hecha por los hombres y que, cuando un hombre escribe, su discurso no es masculino (...) sino universal" (ibidem).

Es por este motivo que una mujer deberá masculinizar su discurso para conseguir la ansiada universalidad. Discrepo con Reisz y considero que Octavio Paz, emulando la misma propuesta de Virginia Woolf, cae en una incongruencia, pero no por intentar forzar la poesía de Varela e introducirla en la Literatura Universal escrita por los neutros-hombres a través de este trevestismo del lenguaje. En realidad lo que pretende Paz con esta afirmación de ser "poco femenina" pero muy "mujeril" es precisamente sacar a Blanca Varela de esa visión peyorativa que se le otorga a la mujer desde la visión de la "sensibilidad femenina", alejarla lo más posible del gueto "literatura femenina = literatura banal". Paz da cuenta del cambio de yo poético de Varela de los primeros poemas del libro (Ese puerto existe) a los últimos. Este cambio de proyecto poético se produce, según Paz, por la "revelación" de la mujer:

"demasiado orgullosa (demasiado tímida) para hablar en nombre propio, el yo del poeta es un yo masculino, abstracto. A medida que se interna en sí misma -pero asimismo en la medida que penetra el mundo exterior: la mujer se revela y se apodera de su ser..." (Varela, 1959,13)

Y en esta propuesta no es posible dejar de coincidir con él y convergir en su acuciosa mirada para dar cuenta de ello, aun cuando algunas líneas más adelante, jalando las riendas de sus concepciones, frene su propio discurso consagratorio y caiga él mismo en lo que ha criticado sosteniendo que

"¿Por qué no decir, entonces, que Blanca Varela es, nada más y nada menos, un poeta, un verdadero poeta?" (Varela, 1959:14)

¿Y por qué no decir que es una verdadera poeta? La corriente "naturalizada" de entender lo literario como el discurso de la neutralidad-masculinizada vuelve a tomar fuerza en las apreciaciones de Paz, a pesar de su propia fuerza intuitiva para romper con la categoría fija "literatura femenina" (recuérdese que se trata de un texto de finales de la década del 50). Sin embargo no termina de convencerse a sí mismo sobre lo "mujeril" de la poesía de Varela. Finalmente Octavio Paz termina con una frase que bien podría recoger, nuevamente, esta intención aunque mucho más atenuada por su propia ambigüedad: "(la poesía es) Una conciencia que despierta." Si en estos primeros poemas de Blanca Varela, la poesía fue "una conciencia que despertó", se trató sin duda, de una manera de situarse con un yo poético en-generado en su restante discurso poético.

Para ilustrar mejor la cuestión, sería importante que entre a colación lo que Alicia Dujovne ha señalado con humor, pero no por eso con menos firmeza,

"me he pasado la vida pelándome con quienes caballerescamente me explicaban que no existe literatura de hombre o de mujer, sino que existe literatura a secas, o mejor, Literatura de Ser Humano con mayúsculas, engañosas mayúsculas, pensaba yo, trampa de lo ideal [...]Los genocidios antipáticos -quema de brujas, quema de judíos, esclavización de negros- fueron seguidos por los genocidios simpáticos 'Todos somos iguales, es decir, todos ustedes son iguales a mí'..." (Dujovne, 1982: 28-30).

Es por este hecho que Culler, junto con Derrida, señalan que la mujer debe aprender a escribir como mujer saliéndose del logos androcéntrico. Reisz es aún mucho más enfática cuando afirma imperiosamente que:

"Insisto, pues en que escribir (o leer) como mujer es una opción política y que, cuando se la asume, el producto de tal actividad ingresa en un sistema literario que se puede caracterizar como en relación de intersección con el sistema dominante, es decir, que en parte coincide con él y en parte lo erosiona o lo desborda" (Reisz, 1994).

La posición y la búsqueda de neutralidad de Blanca Varela en su primer libro Ese puerto existe, en realidad se inscribe dentro de lo que líneas atrás hemos dominado la identificación del yo, ella intentaba preservar su yoidad pensando en los hombres, no en las mujeres, como sus propios iguales (9).

Pero por otro lado, también es necesario resaltar, que en un poema del mismo libro titulado Fuente (Varela, 1959:53) el yo poético se resiste al traje neutral: surge verdaderamente como agua de una fuente la característica de género femenino singular de la gramática

Estuve junto a mí
llena de mí, ascendente y profunda...

"Llena" y "Profunda" son los adjetivos que se saltan de la armadura del yo poético masculino para hablar precisamente de las profundidades de ese yo, escondido detrás del neutro andrógino que el mismo Octavio Paz reconoce como transicional. Recordemos la analizada cita de Paz para volver sobre la neutralidad poética. Paz señala que "demasiado orgullosa (demasiado tímida) para hablar en nombre propio, el yo del poeta es un yo masculino, abstracto".

¿Realmente se trata de timidez?, ¿o antagónicamente de orgullo, el orgullo de los humildes, la vanidad de los santos?

La cuestión del "travestismo poético" no tiene su origen en un sentimiento vinculado con la autoestima del yo del autor, sino con la necesidad de ocupar un espacio caracterizado universal e históricamente como masculino.

Se entiende con más exactitud cuando críticos del prestigio de Roberto Paoli desdeñan la confesión abierta dentro del tono autobiográfico por patética. La confesión entonces, para que sea aceptada, debe transitar por la línea de lo difuso, de lo que celebra el crítico antes citado en el prólogo a la Poesía Reunida de Varela: ese "sorprendente yo lírico masculino" (Varela, 1986:8). La confesión patética, entonces, será la confesión femenina.

Quizás por este mismo cuadro de valores dentro de lo literario se ha rescatado con tanta vehemencia la virtud de Varela de "saber callarse a tiempo" (Paz), "esa fuerza que se origina en la mesura" (Paoli), se percibe cierta satisfacción ante el silencio y cierta irritabilidad ante la expansión expresiva: la mujer debe callarse a tiempo (10).

Pero hay muchas formas de textualizar la mudez en el poema y no necesariamente surgen de un silencio voluntario. Ante la imposición de un silencio revestido de "neutralidad" es posible establecer una serie de estrategias que discurran por los bordes de lo no-dicho y subviertan el sentido ese vacío.

"El silencio impuesto por los regímenes totalitarios (...) es un silencio de muerte que nada tiene que ver con el espacio regenerador de la palabra poética, salvo cuando el inacabamiento o el descuido se convierten en la expresión de una resistencia todavía capaz de expresarse (...) La lucha contra la coerción ideológica (tenga la forma de represión política, personal o social) transforma muchas veces el miedo de hablar en un hablar sobre el miedo: la mutilación, el inacabamiento, la atenuación de las conexiones, los comienzos in media res, los vacíos gráficos, las tachaduras y todos aquellos interludios de lectura que sabotean la fluidez del decir, se convierten en representaciones del silencio que adquieren de este modo categoría textual (...) se erigen como resistencia frente a la represión que impone el silenciamiento de la palabra (Chirinos, 185-186).

Si la palabra con poder es silenciada a través de su enmascaramiento y su transformación en una palabra sin poder ("sensibilidad femenina"), hay intersticios en el texto, de donde puede surgir, un poder que provenga de aquello que ha sido "silenciado" atravesando el propio silencio. De esta manera el silencio textualizado subvierte el silenciamiento de la palabra: si la palabra del poder no se puede escribir, en cambio sí se puede inscribir en el texto.

Una de las fuentes de ese poder que se textualiza es el cuerpo. El cuerpo también "habla" a través del texto sin estar presente en el texto: el cuerpo deja su huella. En este sentido, si bien es cierto que escribir como mujer es una actitud política sobre todo porque permite construir diversas variables de textualización desde múltiples ángulos -y esto, por supuesto, no significa que sea necesario marcar el yo del texto con el accidente gramatical correspondiente al femenino- a pesar de que muchas mujeres eviten señalizar sus textos desde la diferencia genérico-sexual, ellos llevarán las huellas de sus cuerpos. Esta huella aparecerá en el momento menos previsto y en múltiples formas de simbolización.

La toma de una actitud "política" frente al texto en realidad está vinculada con la conciencia de parte de la autora del "gesto de la escritura" como un gesto de alto rendimiento frente a las estructuras tradicionales de poder. Se trata sin duda de un acto heroico, pues el heroísmo consiste en la capacidad de absorber la frustración y de resistir los aspectos más duros de la realidad (la marginación de las mujeres del poder de la palabra) (Reisz, s/f).

Para finalizar este largo y extenso parágrafe es necesario dejar en claro que asumir una posición dentro de la gramática, sobre todo dentro de la construcción de un yo poético femenino, no es ni gratuito ni ligero. Es una opción a construirse (autorrepresentarse) a partir de la página en blanco. Es una toma de posición política dentro del ejercicio del poder de la palabra. Es asumir una entrada a lo literario desde lo subalterno al falogocentrismo, pero al mismo tiempo, una búsqueda por una expresión diferente que trascienda la subalternida Es romper con la pretensión de silenciar y acallar una voz que se expande. Es plantear estrategias de textualización desde la palabra acallada, es descubrir otras formas de significación y de representación.


Bibliografía

Bennington, Geoffrey y Derrida, Jacques
1994 Jacques Derrida. Derridabase y Circonfesión. Cátedra, Madrid.

Cixous, Hélène
1995 La risa de la Medusa. Ensayos sobre la escritura. Serie Cultura y diferencia. Anthropos-Comunidad de Madrid, Madrid.

Culler, Jonathan
1991 De la Deconstrucción. Teoría y crítica del estructuralismo. Cátedra, Madrid.

Chirinos, Eduardo
1998 La morada del silencio. Una reflexión sobre el silencio en la poesía a partir de la obras de Westphalen, Rojas, Orozco, Sologuren, Eielson y Pizarnik. Tierra Firme, FCE.

Dujovne, Ortiz, Alicia
1982 El cuerpo transparente. En: FEM, Vol.IV, N.21, febrero-marzo.

Gambaroff, Marina
S/F El Poder de la Mujer. En: Grau, Olga (Editora).Ver desde la Mujer. La Morada - El Cuarto Propio, Santiago de Chile.

Glantz, Margo
1982 La escritura y el cuerpo. En: FEM. Vol. VI, .21, Feb-Marzo. Grozs, Elizabeth
1995 Feminis after the death of the autor. En: Space, Time and Perversion. Routledge, London.

Lohman, Guillermo
1993 Amarilis Indiana. Lima, Pontificia Universidad Católica.

Méndez, Adriana
1994 Tradición y escritura femenina. En: Berenguer, Carmen y otros compiladores. Escribir en los bordes. Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana 1987, Editorial Cuarto Propio.

Mignolo, Walter
1982 La figura del poeta en la lírica de vanguardia (V. Huidobro, O. Girondo, O. Paz). Revista Iberoamericana N.118-119, enero-junio. Moi, Toril.
1987 Teoría Literaria Feminista. Cátedra, Madrid.

Monsiváis, Carlos
1986 "De la construcción de la sensibilidad femenina". En: FEM, Año 10, N.49, diciembre 86-enero 87. Oyarzún, Kemy
1980 Literaturas heterogéneas y dialogismo genérico-sexual. En: Revista de Crítica Literaria Latinoamericana. Año XIX. N.38, 2do semestre. Richard, Nelly.
1989 Masculino/Femenino. Prácticas de la diferencia y cultura democrática. Francisco Zegers Editor, Santiago de Chile. Reisz, Susana
S/f Escritura femenina y estrategias de autorepresentación. Lehman College y The Graduate Center of The City University of New York. Inédito.
1991 Las Mujeres sí tienen afán. Reseña al libro "Entre Mujeres solas" de Giovanna Pollarolo. En: Hueso Húmero N. 28. Lima, Francisco Campodónico y Mosca Azul, diciembre.
1991a ¿Una Scheherazada hispanoamericana? Sobre Isabel Allende y Eva Luna. En: Mester, Vol. XX, N. 2, 1991.
1994 Conflicto de 'género' (y de géneros) en la poesía peruana de nuestro fin de siglo. Ponencia presentada en la Graduate Center y Lehman College, CUNY, Nueva York.
1996 Voces Sexuadas. Género y poesía en Hispanoamerica. Serie América, Universidad de Lleida-Asociación Española de Estudios Literarios.

Traba, Marta
1981 Hipótesis sobre una escritura diferente. En: FEM, Vol. VI, N.21, Feb-Marzo.
Ureta de Caplansky, Matilde
Claroscuros. Ponencia presentada para el Primer Festival de Videos de Mujeres, Lima. Varela, Blanca
Ese Puerto Existe (y otros poemas). Universidad Veracruzana, Xalapa, México.
1986 Canto Villano, Poesía Reunida 1949-1983. Fondo de Cultura, México.

Woolf, Virginia
1981 La Literatura y las Mujeres. Lumen, Ediciones de Bolsillo, Barcelona.


Notas

(1) Esto es lo que sostiene el antropólogo Clifford Geertz cuando insiste en descartar la concepción estratificada de cultura y propone una sintética, es decir, que la cultura no son complejos esquemas concretos de conducta sino sobre todo mecanismos de control que gobiernan la conducta. Este concepto comienza con el supuesto de que el pensamiento humano no es una actividad íntima sino que es sobre todo social y pública, es decir, que pensar es un tráfico de símbolos significantes por lo tanto resulta totalmente imposible eliminar el género a la hora de escribir "desde el alma". (Geertz,1997).
(2) Paterial es un concepto que se refiere a la Palabra como la palabra del Padre, el Padre ha sustituido al ser mujer con la palabra mujer, y el encuentro con lo más inmediato y lo más evidente se hace imposible sin romper, subvertir, la palabra del Padre. La paterialidad es la línea del Padre y del poder (Elejabaita, 1980).
(3) Falogocentrismo es un término acuñado por el filósofo argelino Jacques Derrida para demostrar la estrecha unión entre el logos paterno (el discurso de lo universal) y el falo como significante privilegiado. Como lo sostiene el propio Derrida entrevistado por Cristina de Peretti: "Debido a que la solidaridad entre logocentrismo y falocentrismo es irreductible, a que no es simplemente filosófica o no adopta sólo la forma de un sistema filosófico, he creído necesario proponer una única palabra: falogocentrismo, para subrayar de alguna manera la indisociabilidad de ambos caracteres" (Peretti, 1990).
(4) Un caso patético es el de la escritora española María Lejárraga, quien al principio escribió obras de teatro junto con su marido, aunque más tarde ella le suministraba enteramente el material y él firmaba. Este "enmascaramiento" se mantuvo durante muchos años, incluso separada la pareja -él se enamoró de una actriz de la troupé-, hasta que ella reveló la verdad luego de que él muriera (Montero,1995). Por otro lado, las "poetisas" peruanas de la Colonia, sobre todo Amarilis -de quien sabemos, con exactitud, que se trataba de María de Garay gracias a las pesquisas de Guillermo Lohmann, (Lohmann, 1993)- también debieron esconderse detrás de otra máscara: el anonimato. Esta no-presencia enfática que da la autoría y la firma, es otra forma de distinto matiz de construir una palabra desde el no-poder establecido por los cánones literarios de la época.
(5) Dentro de la crítica feminista y no-feminista que trabajan el tema de la literatura escrita por mujeres existen diversas posiciones heterogéneas. Las críticas de la escuela norteamericana, con Elaine Showalter (Guerra, 1994)a la cabeza, insisten en enfocar los análisis de la escritura de mujer o el "texto femenino" como el producto de un grupo subalterno al dominante, es decir, dentro de relaciones de poder Opresor-Oprimido. Por otro lado dos críticas de la escuela francesa, Heléne Cixous (1995) y Luce Irigaray (1980), construyen sus postulados a partir de un recorrido corporal por la mujer, pero continúan planteando que "lo femenino" y "lo masculino" estaría vinculado a ciertos rasgos esenciales. Por el contrario, la propuesta de Julia Kristeva (1987), también del grupo de las teóricas francesas, estaría por recuperar lo anterior a la construcción simbólica falogocéntrica -lo innombrable pero que posee sentidos- para desentrañar los elementos construidos de lo femenino.
(6) Se podría estar tentada a contestar que tanto por la anatomía como por la cultura, porque una y otra son indesligables, en todo caso, esta propuesta será revisada con detenimiento más adelante.
(7) En este punto estoy en desacuerdo con las denuncias, avaladas por Teresa de Laurentis, de quienes censuran a Culler por ser un crítico patriarcal. Tania Modleski dice: precisamente en el momento en que parece ser más feminista -es decir, cuando se arroga a sí mismo y a otros críticos varones, mediante la adopción de la hipótesis de las mujeres lectoras, la capacidad de leer como mujeres (citada por De Laurentis, Teresa. Pág. 366).
Al menos que la traducción de mi libro sea errónea, no encuentro el momento en que Culler se arroga esta pretensión, al contrario, son varios los lugares en los cuales él resalta la experiencia de la mujer como entrada básica a una lectura problemática de textos androcéntricos o ginocéntricos. La propuesta de rechazo de la hipótesis de la mujer lectora, que bien se podría revisar y cuestionar desde otras perspectivas, es aquí liquidada para promover a la "mujer lectora real", es decir, para regresar al dilema del huevo o la gallina.
(8) En francés se trata de différence y différance.
(9) Cuando Blanca Varela responde a la pregunta de por qué esribió su primer libro en la primera persona del masculino, dice: "lo hice así porque todos lo hacían de esa manera". ¿A qué se refiere con ese todos? Por supuesto a sus compañeros de generación, sus únicas referencias inmediatas con lo literario, a Sebastián Salazar Bondy, Javier Sologuren, Jorge Eduardo Eielson. Esto demuestra lo señálado arriba, pero además también lo que propone Matilde Ureta sobre la diferencia de una lectura/escritura de mujer, cuando señala que la mujer desea "todo": respetar su mandato biológico y tomar en cuenta su criatura esencial, dos aspectos muy difíciles de articular. Luego con la maternidad, como la propia Varela lo refiere, vendría otra posición, "a partir de cierto momento yo no soy el yo masculino y me asumo como mujer e incluso tengo cierto empeño en reivindicar ciertos temas de mujer como la maternidad, por ejemplo..." Entrevista de Roland Forgues (Forgues, 1991).
(10) No se trata del silencio como el espacio del Otro de los discursos multiculturalistas. Ni del silencio como ese otro lugar donde también se construye la significación del poema y que no sólo se limita al texto sino también involucra al autor (el silencio del suicidio) o al propio lector (Chirinos:1998). Se trata del silencio impuesto de los sistemas cerrados de significación. Un silencio obligado a nombre de "una Verdad".



Portada | Iberoamérica | Internacional | Derechos Humanos | Cultura | Ecología | Economía | Sociedad
Ciencia y tecnología | Directorio | Redacción