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La insignia
6 de agosto de 2001


Revista de prensa

La fábula del hombre clonado


Dario Fo
Corriere della Sera. Italia, agosto de 1998.

Traducción de Carlos Vidali Rebolledo


En un relato satírico medieval, se cuenta la historia de la joven esposa de un rico mercader que se encuentra desde hace más de un año confinado por sus negocios en Oriente Medio, en Jassafath. La mujer, que sufre por esta lejanía, suplica al marido que le permita alcanzarlo. La joven esposa, después de algunos días de viaje marítimo, desembarca en Jassafath, abraza al marido que la conduce a una casa lujosa, cenan, ella tiene tantas cosas que contar, querría saber sobre su marido, sobre sus negocios y su vida. Pero el marido, que parece de mal humor, no dice ni escucha nada. Finalmente van a acostarse.

La joven querría expresar su felicidad con abrazos y juegos amorosos, pero el hombre, a penas se acuesta, se duerme como una piedra. Desilusionada y también bastante molesta, la joven se despierta al alba, sale de la casa y pasea sin rumbo por el barrio. Se topa con un mercado sorprendente, donde se vende de todo: simios amaestrados, collares de oro, serpientes, pájaros que cantan y hablan. Pero su curiosidad es capturada por un puesto donde se exhiben, dentro de jaulas de diferentes tamaños, órganos humanos vivos y saltarines. En una jaulita hay nada menos que un falo rollizo que baila sobre sus propios testículos. "Perdone -pregunta la joven trastornada al mercader-¿me equivoco o ese extraño animal tiene toda la apariencia de ser un genital masculino viviente?". "Señora -responde el mercader, con una sonrisa cautivante -le garantizo que ese animal del genital en cuestión no sólo tiene la apariencia ¡sino también la sustancia!". "¿Ah sí? ¿Y está a la venta?". "Seguro, y a buen precio, aunque es completamente nuevo". "Pero ¿para qué sirve?". "Se puede aplicar al amante o al marido previo corte del falo usado". La esposa se queda sin aliento. El vendedor le señala otras mercancías: "Aquí tenemos una colección de cabezas verdaderamente excepcionales, observe ésta, señora. Parece la cabeza de un marajá, y vea como la está mirando..., con que expresión apasionada". "¿Pero cómo se sustituyen?". "Los genitales y el cráneo se amputan con esta espada de cristal especial. El sujeto del intercambio no sentirá ningún dolor: fuera la cabeza, fuera el falo, se aplica la nueva mercancía. La cabeza y el falo se arraigan al instante... Cuidado señora de no confundirse en el injerto". "¡Los compro!", grita la joven en el colmo del entusiasmo. Regatea el precio, paga y regresa a casa con las jaulas. Las dos adquisiciones se agitan, bailan y cantan para hacerle fiesta a la nueva dueña.

Una vez que llega a la recámara, la joven encuentra al marido durmiendo todavía. Blande la espada: la cabeza vuela y a toda velocidad sobre el cuello mutilado aplica la cara de marajá. Luego... ¡zas! Fuera los genitales... en su lugar pega el falo que brincotea sobre sus esferas. El marido redimensionado se despierta al instante, sonríe festivo, abraza a la joven y la posee con voluptuosidad exagerada... ¡digamos al estilo turco-yemenita! Pero al día siguiente el marido, refrescado, sale de la casa y regresa con dos espléndidas jóvenes: "Mira querida, estas son mis nuevas mujeres, tú vete a la cocina y prepáranos la comida". La joven se indigna, hace sus justas protestas. El marido toma un bastón y la golpea con violencia... como si fuera un animal. La insulta y la humilla frente a las nuevas esposas. La avienta a la cocina y cierra la puerta.

La joven estalla en llanto, regresa con el mercader, le cuenta su desgracia. El mercader la consuela: "Nada se ha perdido, fue sólo un error, el cual se puede remediar con facilidad. Al injertarlos, señora, tiene que invertir la posición de los elementos mutilados". La joven regresa a casa. Entra blandiendo la espada de cristal. El marido está durmiendo, acurrucado entre sus jóvenes mujeres ¡Zas, zas! ¡Fuera la cabeza! !Fuera el falo! ¡Cambio! El marido aparece al instante con el falo y los testículos plantados sobre la espalda. La cara, completa con nariz, ojos, boca y orejas, pegada en el lugar del falo. "¡Oh, falaz locura!" Pero todo funciona de maravilla. El marido de inmediato se muestra gentil y condescendiente: respetuoso de las reglas de la sociedad, del sentido de la familia, de las costumbres, de las autoridades. Tuvieron muchos hijos y vivieron felices, contentos y reverenciados para siempre.

Seguro han adivinado al vuelo la moraleja sarcástica de este relato. El burlarse de la lógica de lo normal con el aplauso casi obsceno del giro anormal. Pero aquello que más impresiona en esta fábula es la increíble actualidad del tema que desarrolla, su modernidad. Aquí se debate ya sobre lo hiperfantástico de las manipulaciones genéticas, sobre la moral y la ética del intercambio de órganos. Y se rebasa directamente la primera fase, es decir, por ejemplo, el proyecto de criar cerdos inoculados con células humanas para preparar sus órganos de forma en que puedan ser transplantados sin peligro de rechazo en cuerpos de personas.

En este cuento medieval se llega al transplante directo, casi se señala la posibilidad de poder disponer de nuestro doble. Y, digamos la verdad, ¿quién no se estremece de felicidad ante la idea de poder disponer de un clon personal propio que se pueda guardar en el refrigerador para eventuales transplantes de órganos sin peligro de rechazo? No es ni una paradoja cómica ni un gesto satírico, aunque hacer sátiras sea mi oficio: de frente a estas hipótesis, ya oficiales y apoyadas por ilustres investigadores, los grandes pensadores no tienen dudas. Escuchen lo que escribe el jurista (americano ¿para qué decirlo?) John Robertson: "La idea misma de poner en el mundo un gemelo idéntico al que se debe criar como un hijo es un reto terrible en el plano psicológico y social". Pero después nos tranquiliza de inmediato, a nosotros y a las grandes transnacionales que han hecho inmensas inversiones en este gemelo biotecnológico: es suficiente, sugiere el bioético americano, "que haya una reglametación que proteja los intereses del clon, garantizándole un decoroso ambiente familiar y protegiéndolo de cualquier abuso", sobretodo abusos sexuales, diríamos nosotros, alejando rápidamente al clon del paidófilo de la familia.

¿Se lo imaginan? Un hermanito sin cabeza, mantenido en el refrigerador, quizá en el congelador, protegido de quid pro quo y de errores técnicos entre los cuales está el riesgo de terminar en la sartén, pero disponible para ofrecer, bajo petición, riñones, hígado, pulmones, corazón y atributos esféricos para la reproducción (pido perdón a las señoras). Pues este ser semiviviente, como asegura el rey de las clonaciones, el profesor Lee Silver, un Frankenstein de la Universidad de Princeton, estos clones acéfalos, son "seres privados de cualquier aspecto de conciencia", por lo tanto no son "personas", así que sería perfectamente legal tenerlos vivos como fuentes de órganos. En vez de en el refrigerador, los preciosos órganos gemelos podrían ser guardados en una maleta térmica para llevarla de viaje, como refacciones de las cuales se pueda disponer de inmediato en caso de infarto, bloqueo renal u otros incidentes al acecho. Te da un infarto en el desierto mauritano ¿Qué haces? ¡Rápido! Abres tu maletita térmica y ¡ándale! ¡Cambio! Basta acordarse de llevar siempre consigo el manual del buen manipulador genético.

En suma, terminemos con tantos escrúpulos: la ciencia avanza, las biotecnologías abren al hombre "magníficas oportunidades de progreso". Y si para hacerlo es necesario tener al hermanito en el refrigerador, esto no es más que un mal menor: la civilización y el progreso necesitan alguna víctima ¿Queremos estar contra el progreso? ¿Queremos arriesgarnos a ser tachados de obtusos oscurantistas genéticos? ¡No! Aquí lo declaramos oficialmente: ¡Somos fanáticos del clon, de la libre manipulación genética, del libre intercambio de órganos y de las refacciones múltiples para la vida eterna... amén!



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