La Insignia no nace hoy. Nació en la palabra de un poeta imprescindible, León Felipe, en plena guerra civil española. Suyos son -aunque lo nieguen banderas y diccionarios- el nombre y el símbolo, la estrella roja.
A lo largo de los años me encontré muchas veces con la edición mexicana de aquel poema. Algo hasta cierto punto extraño, si se tiene en cuenta que el mundo en general, y España en concreto, juega al olvido para no ver, para no hablar, para no pensar, objetivo que exige la negación de párpados, bocas e ideas. O de nombres enteros, como el de León Felipe, demasiado incómodo para ser citado con intenciones asépticas; inadmisible en la farsa de bufones y mercaderes que llamamos cultura y política.
Uno de los 3.050 ejemplares de aquella edición terminó en mis manos tras otro encuentro casual, hace unos meses. Sobre su historia, cabe recordar que los fondos obtenidos por la venta se destinaron íntegramente a la edición de las obras del escritor y periodista cubano Pablo de la Torriente-Brau, miembro de las Brigadas Internacionales, «caído en Majadahonda, el 19 de diciembre de 1936, en defensa de la democracia española». Miguel Hernández escribió sobre él:
No temáis que se extinga su sangre sin objeto,
porque éste es de los muertos que crecen y se agrandan
aunque el tiempo devaste su gigante esqueleto.
En realidad, a la edición mencionada habría que restarle -o sumarle, según se entienda- quinientos ejemplares. El propio autor explicaba su suerte en el prólogo a «La insignia»: ...para tirarlos al aire de Valencia y que los multiplique el viento.
Me consta que aquel viento dejó huella y memoria en muchas voces. Una de ellas me puso en contacto por primera vez con la obra de León Felipe, en otra época y casi en otro mundo, y la penúltima me animó a iniciar el pequeño proyecto que arranca aquí, con una estrella roja en la frente. Para la creación. Para la crítica. Para ayudar a levantar «la Primera Casa del Hombre».
