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3 de enero del 2008

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Iberoamérica
Reflexiones peruanas

En tiempos de Morales Bermúdez


Wilfredo Ardito Vega
La Insignia. Perú, enero del 2008.

 

-Signora, ¿podemos ofrecer la jornada por los profesores en huelga? -preguntó Carmen Maurial, una de mis compañeras de clase, en demostración de su precoz sensibilidad social.

Yo no estudiaba en un colegio religioso, sino en el Raimondi, pero la señora Fankhauser, nuestra profesora italiana, nos había acostumbrado a rezar en las mañanas y a ofrecer el día de clase por alguna necesidad determinada, como un compañero enfermo o un problema social.

-Por supuesto que sí -respondió la profesora-. Pidamos especialmente por aquellos maestros que han sido asesinados.

Y luego comenzamos la clase, sin que nadie volviera a mencionar el tema. Pero las muertes de maestros se comentaban en muchos lugares a sottovoce. Era el tercer año del gobierno de Francisco Morales Bermúdez y la huelga del SUTEP duraba ya varios meses. Mientras el autoritarismo del régimen de Velasco había sido defendido por múltiples sectores intelectuales, religiosos y populares porque se impulsaba reformas sociales cuya necesidad parecía entonces indiscutible, el gobierno de Morales Bermúdez era totalmente impopular.

Las reformas se habían detenido y los actos represivos se afianzaban: el toque de queda era rutinario y se habían producido nuevas deportaciones. Los diarios y canales de televisión seguían confiscados, con permanentes mensajes de "denuncia a los agitadores", donde se mostraba a patrióticos transeúntes enfrentarse a quienes encontraban razones para expresar su descontento.

El 19 de julio de 1977 las clases no terminaron, porque muchos papás vinieron preocupados a recoger a sus hijos: se estaba llevando a cabo el contundente paro nacional marcó el aislamiento del régimen, en marcado contraste con el respaldo popular que había tenido Velasco. Sólo en Lima, el ejército mató a siete manifestantes. Miles de dirigentes sindicales fueron despedidos, pero 10 días después, Morales Bermúdez no tuvo más remedio que disponer la convocatoria a una Asamblea Constituyente y el retiro de las Fuerzas Armadas a sus cuarteles.

Sin embargo, los abusos continuaron: la violenta represión a los maestros se produjo después de los mencionados anuncios. Un buen día, nos avisaron que los profesores peruanos del Raimondi habían decidido solidarizarse con la huelga, con un paro simbólico de dos días. Seguían a otros colegios particulares, laicos y religiosos, pero el impacto era significativo, porque Rosa Pedraglio, la esposa de Morales Bermúdez, era raimondina. Los profesores italianos no pudieron sumarse, por su condición de extranjeros, pero donaron su estipendio para la olla común de los maestros del SUTEP y durante los dos días se ocuparon de cuidarnos en las horas de clase de los peruanos.

En junio de 1980 se produjo la detención y desaparición de los cuatro ciudadanos argentinos, un hecho que difícilmente pudo haber ocurrido sin que lo supieran Morales Bermúdez o Pedro Richter Prada, el Jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas.

Aunque al mes siguiente, tan pronto los medios de comunicación regresaron a sus propietarios, hubo una amplia cobertura periodística sobre lo sucedido, el gobierno de Belaúnde no hizo nada al respecto. En realidad, a diferencia de Argentina, Chile u otros lugares, en el Perú el retorno a la democracia en 1980 no implicó ni comisiones de la verdad ni investigaciones sobre violaciones a los derechos humanos. Estos temas no parecían tan prioritarios para el nuevo gobierno, que pronto sería responsable de sus propios crímenes en Ayacucho, Huancavelica y Apurímac.

Gracias a la benevolencia de sus sucesores, Morales Bermúdez parecía destinado a vivir sus últimos días con bastante tranquilidad, pasando las tardes en una cafetería cercana al Ovalo Gutiérrez, que también le gusta a Isaac Humala y Fernando Tuesta. Allí acude con su segunda esposa, pues la primera falleció hace algunos años.

La inesperada orden de detención dispuesta por la juez italiana Luisiana Figliola contra ambos ex generales refleja una tendencia muy positiva en la lucha por sancionar las violaciones de los derechos humanos, aquello que las ONG llaman "judicialización". Ya no se juzga sólo a quienes han perdido guerras, como ocurrió en los casos de Núremberg o del TPI para la antigua Yugoslavia. En los últimos años hemos visto procesos contra Pinochet, contra Fujimori y quizás también contra Belaúnde si estuviera vivo. Digo quizás porque las víctimas de Belaúnde eran mayoritariamente campesinos ayacuchanos hacia los cuales la justicia del Perú era bastante indiferente.

A mediados del año pasado, terminada la misa en una iglesia de San Isidro, vi a Morales Bermúdez. Me acometieron sentimientos contradictorios: de un lado, el recuerdo de sus abusos y de otro, cierta compasión por una persona de edad avanzada que estaba rezando de rodillas. Yo pensé que no podía saber si Dios lo había perdonado, pero que nunca había rendido cuentas a la justicia de este mundo por sus numerosos delitos. Quizás, en este año que recién comienza, exista la posibilidad de que sea procesado por algunos de ellos.

 

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