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La insignia
3 de junio del 2004


Malos tratos: Hechos y generalizaciones (I)


Hechos y generalizaciones (II)
Natalia Cervera de la Torre (*)
La Insignia. España, 3 de junio.


Siempre que la arriba firmante comenta a alguien que tuvo que quitarse de encima a base de denuncias a un individuo que le pegaba, ese alguien la mira con extrañeza y dice que jamás se lo habría imaginado.

Sería muy bonito que a mi interlocutor no le cupiera en la cabeza que haya tipos así, pero la realidad es distinta. Lo que no concibe es que una mujer a la que considera inteligente, con arrestos y perteneciente a un nivel sociocultural idéntico al suyo o superior se haya «dejado» maltratar. Y es que la inmensa mayoría de la población, lo que incluye a las maltratadas con estudios, considera a las víctimas una especie aparte, tan digna de lástima como lejana, que sólo habita en la sección de sucesos de los periódicos.

Es relativamente frecuente que las mujeres a quienes se pregunta si sufren malos tratos -sea acertada o no la suposición- reaccionen no defendiendo al presunto agresor (X nunca me pegaría), sino defendiéndose ellas: por quién me has tomado, soy una persona fuerte y segura, no soy como esas tontas sin dignidad.

En esta situación, una mujer maltratada tiende a pensar que reconocerlo la convierte automáticamente, a ojos de los demás, en un ser desvalido sin personalidad que se quedó en el siglo pasado en lo que a emancipación se refiere. La realidad es mucho más sencilla: no existe la vacuna. Puede afectar a cualquiera. Los estudios universitarios no inmunizan. La militancia en el Movimiento Feminista no inmuniza. La independencia económica no inmuniza. Ni siquiera son inmunes los hombres, aunque por diversos motivos son menos propensos.

En la práctica, el miedo al rechazo social no está justificado; la gente suele dejar de lado las ideas preconcebidas en cuanto se enfrenta a un caso real. Para superar la situación suelen ser imprescindibles el apoyo y la comprensión -no confundir con compasión- de los seres cercanos. Esa comprensión no se puede alcanzar si no se destruye una serie de mitos muy arraigados entre quienes, a pesar de que condenan los malos tratos, se creen inmunes. Existe la opinión generalizada de que las mujeres maltratadas se sienten culpables porque creen, erróneamente, que ellas son las que provocan la situación con su comportamiento. Es posible que ocurra en algunos casos, pero en general, todas se sienten avergonzadas por haberse dejado someter; saben perfectamente que la culpa es del energúmeno de turno, pero eso sirve de poco

El sentimiento de culpa más arraigado es el de haber elegido mal, de haberse metido en determinada situación por no ver venir al individuo o por haberse dejado arrastrar en un momento en que, sin sospechar que la agresión física fuera posible, se dejaron engañar. Hay quien cree que destrozará la vida del tipo en cuestión si lo abandona; hay quien se sentía sola y admitió la compañía de quien se encontraba más a mano; hay quien, simplemente, se enamoró de quien no debía; y, por supuesto, hay casos de personas encerradas en situaciones económicas o incluso familiares de difícil solución.

Sin embargo, tengamos cuidado con las generalizaciones: continuamente nos recuerdan que los agresores no son enfermos mentales. No suelen serlo, pero algunos lo son. Nos recuerdan también que son hombres con una percepción «desfasada» de las relaciones, que buscan en la pareja una reafirmación social o tienen una educación patriarcal y conservadora; de nuevo, puede que sea así en la mayoría de los casos -o en esa tramposa «minoría mayoritaria»-, pero no siempre se dan estas condiciones. Se podría afirmar que hay una nueva generación de agresores poco estudiada, tal vez porque las agredidas no se consideran pertenecientes al grupo estándar de las mujeres maltratadas y niegan lo evidente más que las que encajan en los parámetros. Esta nueva generación está compuesta y se nutre de universitarios supuestamente progresistas que, como no se han educado en la violencia, consideran un hecho aislado cada una de las agresiones que sufren o infligen.

Sean cuales sean las premisas, una característica común entre las personas que maltratan a su pareja es la de confundir la posesión con el amor, pensar que la relación es inamovible e intentar imponerla por cualquier medio. El primer paso es la reiteración continua de declaraciones de amor eterno, que en muchas ocasiones basta para acelerar el noviazgo formal o el matrimonio; los agresores en potencia no llevan su condición escrita en la cara. La segunda fase llega con la inseguridad. Entonces aparecen el chantaje psicológico, las amenazas de suicidio, el acoso, el espionaje, la insistencia en que un hijo lo arreglaría todo, la convicción de que cualquiera es un rival, el afán por demostrar públicamente que hay una relación, etcétera.

Si la pareja no se amolda, se puede pasar a la agresión física. Y para no amoldarse basta con mirar al perro y no al gato; con mirar al gato y no al perro. A ojos de un agresor o un agresor en potencia, cualquier detalle puede ser el desencadenante. Después de la primera vez se suele dar un periodo de apaciguamiento y arrepentimiento que lleva a muchas víctimas a pensar que sólo ha sido un hecho aislado y, por tanto, a no dejar la relación en ese momento; no olvidemos además que si hay enamoramiento o algún tipo de dependencia psicológica se tiende a idealizar al otro y a no ver los defectos, aunque sean evidentes. Cuando las agresiones se repiten, surgen el miedo y la inseguridad.


(*) Cofundadora de La Insignia y miembro de su Consejo de Redacción.



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