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La insignia
25 de enero del 2004


Días sin televisión: la salud del hombre


Nelson González Leal
La Insignia. Venezuela, enero del 2004.


Hoy hace una tarde tranquila. Por la ventana lateral del apartamento se cuela un zumbido espasmódico y ligero, lo producen los escasos automóviles que cruzan la avenida de cuando en cuando. El edificio que habito parece un Titán dormido, trasmite una molicie áspera y duradera, pero eso no quiebra la armonía del ambiente, por el contrario, le otorga sentido al clima, que es casi tibio. Son las cinco pasado el meridiano y los árboles juguetean con una brisa ligera y torpe, que de cuando en cuando choca con los cristales de las ventanas y se dispersa en fuga. Yo me acerco al balcón y observo las construcciones vecinas. Son moles grises, aunque su color sea blanco, verde o azul, parecen grises y dormitan igual que la antigua estructura desde donde fisgoneo. Vivo en una zona residencial de clase media, construida al interés de personas dispuestas a la caminata diurna y la larga y serena conversación vespertina. A doscientos metros de donde estoy hay una plaza, muchos árboles, una estación del Metro, varios locales comerciales y una gran avenida principal. Vivo en Altamira, baluarte de la reacción sociopolítica al gobierno del ex teniente coronel del ejército Hugo Chávez Frías.

Tal como lo veo desde mi puesto, todo se mueve bajo el efluvio de la consolación. Las personas allá abajo, en la calle, transitan con pasos serenos, medianos, dados al privilegio de la tranquilidad. Tal como lo registro, el año ha comenzado suave, en completo relajamiento. La plaza, incluso, está abierta a cualquier paseante, al parecer ajena ya al alarde político, al ardor reaccionario, al desvarío y la panoia. Es justo, sin duda. Luego del desafecto del diciembre antepasado, del escamoteo de la tradición y la vergüenza, ideado y puesto en práctica mediante un irreflexivo paro nacional y el sabotaje a Petróleos de Venezuela, principal empresa básica del Estado.

Tanto aire beato da ganas de romper la rutina para entregarse a contemplar la tarde sin prestar cuidado a los relojes y así olvidar la necesaria marcha hacia las horas de la tarea, del esfuerzo laboral, de la batalla por el socorro de los días de pago. Provoca, en verdad, quedarse en el balcón por siempre, hacerse allí un refugio, una trinchera contra el estallido del mayor vicio urbano: la prisa, el apremio, la constante cortedad del tiempo. Desde acá, desde este privilegiado punto y en este excepcional momento, distingo el falso andamio sobre el que se sostiene toda demanda de prontitud. Desde acá aprendo que cada cosa tiene su proceso, sus determinadas etapas, y que cualquier propósito de sobrepasarlas obedece a una ambición simple: llegar primero para obtener más. Al notar esto pienso en esa perversión del periodismo que nos ha hecho creer en esta estúpida fórmula como regla de éxito. Llegar primero es "dar el tubazo", es decir, obtener información de primera mano para correr a publicarla antes de que el tiempo u otro reportero nos corten el aliento.

Agradezco a la tarde esta bienaventuranza, esta sintonía con la paz, este extraordinario instante de lucidez, o quizás de extravío, pero ciertamente libre de histeria, de ansiedad, de angustia y desesperación. A despecho del periodismo que hacemos y de sus razones políticas, soy feliz, y quizás se deba también a mis casi treinta días sin ver TV ni leer prensa.


Sólo hay que saber llegar

Si alguien me pregunta por la temperatura política y social del país, lo invitaré a mi balcón una tarde, o a una cafetería de Altamira cualquier domingo por la mañana, o mejor a un recorrido por los cuatro puntos cardinales de la ciudad un sábado por la noche. Le recomendaré que obvie la prensa y los noticieros televisivos, para que se convierta él en su propio informante. Lo incitaré a asumir el rol de comunicador social, que además le corresponde por naturaleza del concepto y de su práctica. Le pediré que observe con detenimiento, que se demore lo indispensable en cada asunto, cada gesto, cada palabra, que aguarde lo necesario para obtener los mejores detalles, y ojalá descubra que "para ser el rey" no hay que llegar primero sino saber llegar, como con tanta certeza dice aquella vieja canción mexicana.

Lo invitaré también a que considere cada cosa que vea y que escuche, cada dato que le otorguen, como lo que es: una información destinada a la indagatoria, a la comprobación, sin darla como fehaciente hasta tanto se desentrañe su significado exacto y, por supuesto, sus probables consecuencias. Porque, contrario a lo que asume la tradición periodística, la verdad no es lo que nos informan y ni siquiera lo que podemos comprobar, sino aquello que alimenta lo comprobado, aquello que le da sentido y razón al suceso y a cada uno de sus efectos. La verdad es el personaje que nos otorga el dato y no el dato mismo, por ejemplo. El dato es solo eso, información, y como bien dijo Claude Elwood Shannon, la verdadera información es aquello que no sabemos, que casi siempre nos ocultan.

Para entender la aplicación de la sentencia de Shannon a nuestra realidad, basta observar con detenimiento la manera en que gusta titular el diario El Nacional. Veamos, por ejemplo, este: "Ejército provoca enfrentamiento con la PM". Un título surgido en medio del clima de tirantez política por la intervención de la Policía Metropolitana (PM). Un encabezado que comete dos de los mayores yerros del periodismo y que por ello funciona como el mejor ejemplo de lo que en esta profesión no debe hacerse: primero, establece un juicio de entrada al indicar que el suceso fue inducido por una de las partes, y segundo, generaliza al indicar que es el "Ejército" y no una comisión del mismo quien participa del hecho. Qué diferente, profesional y ético hubiese resultado titular la noticia de esta otra manera: "Enfrentamiento entre comisiones del ejército y de la PM se produjo ayer en la noche". Y si se le quiere agregar color, un color que no perjudique a alguien, sino que haga más llamativa la noticia, pues empléese un adjetivo: "Duro enfrentamiento entre comisiones del ejército y de la PM se produjo ayer en la noche".

No le falta razón ni sentido al periodista español Vicente Verdú cuando escribe en Días sin fumar que las fronteras entre la salud y la enfermedad son muy ambiguas. Esto es apreciable en el periodismo y en casi todo el sector mediático donde -como también escribe Verdú- cualquier clase de bienestar es asociable a la presencia de alguna droga, exógena o endógena. Lo que da sentido a la noticia mediática es casi siempre la inyección de un estimulante y esto se logra mediante la manipulación sociopolítica del hecho, de su realidad y contexto, y lo que hace el Medio es simplemente empaquetarlo como verdad. De allí que casi todo nuestro periodismo sea histérico.


La violencia mediática

La violencia y toda su parafernalia (armas de alto poder, explosiones impresionantes, muertes, mutilaciones, sangre, paranoia, traiciones, heroísmos de pacotilla y sexo para aliviar tanta quincalla, etc), nutren la salud de la televisión, porque el Medio carece de sensaciones y estremecimientos, a no ser que se le inyecte la adrenalina del alto rating, y esto al parecer sólo se consigue haciendo que la biología humana se embote en altos decibeles de excitación.

Y más allá de esto existe otra realidad, o mejor otra intención y efecto en el manejo de la violencia en los Medios: produce una avasallante fragilidad conceptual y una escasa capacidad para establecer diáfanas categorías en quienes se someten al bombardeo de este tipo de programación. El constante manejo arquetípico del héroe caucásico, que para acabar con la violencia se vale de ella con mayor ímpetu (tipo Chuck Norris, Steven Seagal o Vin Diesel) es una muestra del intento de establecer que la justicia y la verdad están siempre de parte de la raza blanca, aria, perfecta en su intención y contenido, quien por ello mismo no tendrá problema alguno en emplear la fuerza para reordenar el mundo, tal como lo han demostrado todos los muy caucásicos presidentes estadounidenses, desde Harry S. Truman al dictaminar el lanzamiento de Little Boy sobre Hiroshima, hasta George W. Bush en su afán de retomar el poderío mundial del gran sueño americano.

Y si ya esto es condenable, mucho más el hecho de que el periodismo haga uso de los contenidos de violencia con propósitos políticos, tal como sucede en Venezuela, donde para nadie es un secreto que los medios emplean técnicas propias de guerra psicológica con el propósito de colocar a la población en contra del actual presidente de la República.

Una de estas técnicas es la hipnopedia, que consiste en el aprovechamiento de los estados crepusculares de la conciencia (el despertar y el dormir) para introducir en ella contenidos violentos que procuren un estado de angustia y paranoia elemental. Tanto al despertar como al inicio del sueño el ser humano tiende a experimentar cierta confusión, cierto desplazamiento momentáneo de la realidad inmediata, durante el cual resulta posible alojar en el inconsciente cualquier contenido o dato sin que el recipiente se percate de ello. Estos contenidos, simbólicos o arquetipales, quedan en proceso latente durante el día o durante la noche, para producir modificaciones de conducta en el individuo. Es por esta razón que los noticieros venezolanos abren sus emisiones matutina y nocturna con informaciones de crónica roja, seguidas de los peores comentarios sobre el estado económico del país. Y es por eso que sistemáticamente los medios venezolanos han suprimido de su programación los espacios de buenas noticias y los culturales. Es simple: ni siquiera el reposo cultural y creativo del domingo le está permitido ya al ciudadano venezolano, y claro, según los medios todo es culpa del gobierno, ¡como si la gente que hace cultura dependiera exclusivamente de éste para producir!

Ésa es la orientación exclusiva de la violencia mediática en Venezuela: crear la idea de un estado de zozobra constante, de ingobernabilidad, de desastre, de guerra. Todo muy distinto al aire beato y silencioso, más bien calmo, de esta tarde, de la calle que ahora observo, por donde ahora, por cierto, han comenzado a transitar algunos ciudadanos que enarbolan la bandera nacional. Van a una concentración en la plaza Altamira, observan y saludan, sonríen, conversan, van como de fiesta y en el rostro llevan el efluvio de la consolación.



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