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La insignia
25 de enero del 2004


Sobrevivir entre la crueldad y la solidaridad


Virginia Giussani
La Insignia. Argentina, enero del 2004.


El hombre para un taxi y sube. Le dice la dirección al chofer y comienza el viaje. Un minuto de silencio y el pasajero empieza a hablar lentamente como si se le escaparan las palabras sin querer. Cuenta que se dirige a la casa de un amigo que está muy mal. Hace poco se quedó sin trabajo y tiene cuatro hijos, una de ellas discapacitada. Su amigo lo llamó frente a ese instante de lucidez final que presagia una tragedia. Dijo que se iba a pegar un tiro.

Hacia allí se dirigían este taxista con su pasajero, conversando, casi como viejos amigos sobre las vicisitudes de la vida, esta vida arisca, cruel y miserable. Seguramente, y en otras circunstancias, habrían podido compartir otras bondades que también ofrece esta dama misteriosa, pero en ese instante sólo les mostraba su peor rostro.

El pasajero le pregunta al chofer su nombre. Éste responde: Alberto. Cuando llegan a la dirección indicada el taxi se detiene, el conductor mira hacia atrás y se tropieza con unos ojos resignados y tristes.

- Alberto, ¿sabes una cosa? Te iba a robar -dice el pasajero mientras saca de su bolsillo un revolver. Su intención al subir al taxi fue robarlo. El amigo a quien se refería era él mismo. Sin embargo, al iniciar la conversación y descubrir su comprensión frente a lo que estaba relatando, no tuvo el coraje. Le explico que la niña discapacitada era su hija y estaban parados frente a su casa. Tenía que comprar un remedio porque su hija sufría ahogos y carecía de los doce pesos necesarios para adquirirlo, por eso pensó en robar. El taxista no se inmutó ante la revelación, ni mucho menos ante el revolver que lo miraba fijo desde la mano temblorosa de aquel hombre desesperado.

- Si tu problema son los doce pesos, tomá, comprá el remedio de tu hija. Si tenés que robar por tus hijos, robá, pero no mates -dijo el chofer mientras extendía su mano con el dinero.

El pasajero lo recibió con sus ojos llenos de lágrimas. Quiso dejarle su revolver a cambio del dinero, pero el taxista no lo aceptó. Si aceptó un papel, escrito a las apuradas, con su número de teléfono y su dirección pidiéndole que pasara en unos días para devolverle el importe del remedio y del viaje. Alberto tomó el papel y lo guardó en su bolsillo. En ningún momento pensó en volver a reclamar lo que le correspondía, sólo pensó en no humillarlo aún más.

Recién acabo de bajar de ese mismo taxi y conservo aún en mi retina los ojos cristalinos, húmedos y consternados de ese chofer que no pudo evitar contarme su pequeña y gran historia. Contuve mis ganas de abrazarlo, o quizás lo hicimos con la mirada, con esa tibieza del alma que cuando es noble siempre se encuentra, como la encontró este hombre en un momento de desesperación. Bajé del taxi con la agradable sensación de que, aún dentro de la brutal decadencia, la solidaridad humana existe y más de una vez salva vidas.



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