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La insignia
5 de marzo del 2003


Las bayas


Varlam Shálamov
De Relatos de Kolymá

Ed. Mondadori (España). Barcelona, 1997.
Traducción de Ricard San Vicente.


Varlam Shálamov nació en Vólogda (Rusia) en 1907. En 1929 fue detenido por difundir el testamento de Lenin y condenado a tres años de trabajos forzados. Un año después de la publicación en 1936 de su primer relato, sufrió una nueva condena a cinco años de cárcel por supuestas «actividades contrarrevolucionarias». Cuando estaba a punto de cumplir la condena, fue juzgado otra vez y condenado a diez años más. En 1953, tras la muerte de Stalin, fue liberado.

En 1954 comenzó a escribir su obra cumbre, Relatos de Kolymá. No se publicó hasta 1978, cuando ya se encontraba en el exilio.


Fadéyev dijo:
-Espera, déjamelo a mí -se acercó y me colocó la culata del fusil junto a la cabeza.
Yo yacía en la nieve abrazado a un tronco que se me había caído del hombro, sin poder levantarlo ni ocupar mi lugar en la hilera de hombres que bajaban del monte. Cada uno llevaba «un palo de leña», algunos más grande, otros más pequeño. Todos tenían prisa por llegar al campo; tanto los guardianes como los reclusos, todos querían comer, dormir, y ya estaban más que hartos de aquel inacabable día de invierno. Y yo yacía sobre la nieve.
Fadéyev siempre hablaba con los reclusos «de usted».
-Escúcheme, viejo -dijo-, no es posible que un pedazo de hombre como usted no pueda llevar un leño como éste, este palito, se podría decir. No es usted más que un simulador. Un fascista. Mientras nuestra patria lucha contra el enemigo, usted se dedica a entorpecer su marcha.
-No soy un fascista -repliqué-, soy un hombre enfermo y tengo hambre. Tú eres el fascista. ¿No lees en los periódicos cómo los fascistas matan a los viejos? Piensa en cómo le contarás a tu novia lo que hacías en Kolymá.
Me daba todo igual. No podía soportar a los hombres de cara sonrosada, sanos, bien alimentados y vestidos; no tenía miedo. Me doblé en dos protegiendo mi vientre, pero incluso éste era un movimiento atávico, instintivo; no temía los golpes en el estómago. Fadéyev me golpeó con la bota en la espalda. De pronto sentí calor, pero no me hizo ningún daño. Si me muero, tanto mejor.
-Escúcheme -dijo Fadéyev cuando me dio la vuelta cara al cielo con las puntas de sus botas-. No es usted el primero con quien me las tengo, no he visto pocos como usted.
Se acercó otro de la escolta, Seroshapka.
-A ver, que te vea, para recordarte. Qué cara de fiera, y qué feo. Mañana mismo te pego un tiro personalmente, ¿entendido?
-Entendido -respondí, y me levanté escupiendo saliva, salada por la sangre.
Llevé a rastras el leño bajo los silbidos, los gritos y las blasfemias de los compañeros; se habían quedado congelados mientras me pegaban.
Al día siguiente Seroshapka nos condujo a trabajar a un bosque talado el invierno anterior para que recogiéramos todo lo que se pudiera quemar en las estufas. Habían talado el bosque en invierno, los tocones eran altos. Los arrancábamos del suelo con palancas, los serrábamos para amontonarlos en las pilas.
En los escasos árboles que habían quedado en pie en torno a donde trabajábamos, Seroshapka colgó unas señales hechas de manojos de hierba amarilla y seca, marcando así la zona prohibida.
Nuestro jefe de brigada prendió sobre un altozano una hogera para Seroshapka -durante el trabajo sólo podía haber fuego para el convoy- y llevó leña de reserva.
Hacía tiempo que los vendavales habían dispersado la nieve caída. La fría y escarchada hierba resbalaba entre las palmas y cambiaba de color al contacto de la mano humana. Sobre algunos oteros se alzaban helados arbustos bajos, de uva espina; las bayas congeladas, de un color liláceo oscuro, despedían un aroma fantástico. Más rica aún era la airela, tocada ya por la helada, más madura, de un intenso azul... De unas breves ramas rectas colgaban bayas de vaccinio -con un brillante color azulado-, arrugadas como un monedero de cuero vacío, pero que guardaban un jugo azul casi negro, gustoso hasta lo indecible.
Las bayas en aquella época del año, tocadas ya por el relente, no se parecían en nada a las bayas maduras, jugosas, en sazón. Su sabor era mucho más delicado.
Rybakov, mi pareja, recogía bayas en una lata durante los descansos e incluso en los momentos en que Seroshapka miraba en otra dirección. Si Rybakov lograba llenar toda la lata, el cocinero del batallón de la escolta le daría pan. La empresa de Rybakov se había convertido de pronto en un asunto importante.
Yo no tenía clientes como él y me comía las bayas aplastando cada grano con voraz esmero, la lengua contra el paladar; el jugo oloroso y dulce de la baya reventada me dejaba atontado por un segundo.
No pensaba ayudar a Rybakov en su tarea; tampoco él habría aceptado mi ayuda: se habría visto obligado a compartir el pan.
La lata de Rybakov se llenaba con demasiada lentitud, las bayas eran cada vez más escasas y, sin darnos cuenta, sin dejar de trabajar ni de recoger bayas, nos fuimos acercando al límite de la zona. Las señales colgaban sobre nuestras cabezas.
-Vigila -le dije a Rybakov-. Volvamos.
Pero frente a nosotros se alzaban unos mogotes con arbustos de uva espina, airela y vaccinio...hacía rato que los veíamos. El árbol sobre el que colgaban las señales debería haberse encontrado dos metros más allá.
Rybakov me mostró la lata, aún medio vacía, miró hacia el sol que descendía hacia el horizonte y levemente empezó a acercarse a las bayas encantadas.
Sonó un disparo seco y Rybakov cayó boca abajo entre los mogotes.
Seroshapka, agitando el fusil, gritaba:
-¡Dejadlo donde está, que nadie se acerque!
Seroshapka cargó la recámara y disparó de nuevo. Nosotros sabíamos lo que significaba el segundo disparo. También lo sabía Seroshapka. Se debía disparar dos veces; la primera era de aviso.
Rybakov yacía entre los mogotes, inesperadamente pequeño. El cielo, las montañas, el río, eran enormes; y Dios sabe cuántos hombres se podían abatir en estas montañas, en los senderos que corrían entre los oteros.
La lata de Rybakov rodó lejos; tuve tiempo de recogerla y esconderla en el bolsillo. A lo mejor me daban pan por las bayas, porque sabía para quién las recogía Rybakov.
Seroshapka mandó formar con calma nuestra pequeña columna. Nos contó, dio la orden de marcha y nos condujo de vuelta.
Con la punta del fusil me golpeó en el hombro. Yo me volví.
-¡A por ti iba -dijo Seroshapka-, pero no te metiste, maldito!


Transcripción para La Insignia: J.G.



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