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16 de julio del 2001 |
A fuego lento Un fado para Amália Rodrigues (II)
Mario Roberto Morales
Me abrí paso como pude y llegé a la taquilla. Allì, una muchacha me informó que quedaban tres entradas para una luneta. Le dije que quería una. Saqué la cartera y ví que no tenía suficiente moneda portuguesa. Le pregunté que si podía pagar con pesetas y me dijo que no. Me faltaban quinientos escudos para completar los cinco mil de la entrada. Entonces corrí desesperado hacia la Rúa Augusta, en donde había visto una casa de cambio, atravesé la Plaza Rossio, cambié las pesetas por escudos y volví jadeando. Cuando me vió regresar, la muchacha de la taquilla sonrió y sin decirme nada me largó el boleto. Sudoroso y feliz, hice la larga fila para entrar y esperar a que una acomodadora me mostrara mi asiento. Desde allí observé al público conversando con intensa animación, y pensé en que mi país no tenía gente amada por el pueblo.
Mirando el espectáculo y escuchando espléndidos fados como "Una casa portuguesa" y "Extraña forma de vida" (que tengo en unos discos de Amália), imaginaba el cortejo fúnebre pasando por las calles de Lisboa y deteniéndose en la casa de la diva. Me consolé pensando en que no se puede hacer todo al mismo tiempo, y disfruté de la obra. Nunca podré olvidar el sentimiento y los aplausos de los lisboetas, emocionados hasta las lágrimas, escuchando los fados y viendo la representación de la vida de su amada fadista. Hacía muchos años que no presenciaba un acto de cohesión nacional, de sentimiento y emotividad compartidos, de catarsis estética, todo junto en una interacción mágica entre actores y público. Pensé en la tragedia griega. En los entierros de Pedro Infante y Cantinflas, en México. Y de nuevo en mi país, huérfano de seres amados por su pueblo. Me entristecí tranquilamente por su destino, por su fado de muchacha violada en los años en que aprendía a vivir. Y me puse de pie con todos los lisboetas para palmear, porque a mi manera yo también amo a Amália Rodrigues, el fado y Lisboa desde que era niño, gracias a los discos que oía mi madre. Salí eufórico del teatro. Además del placentero sabor de la catarsis afectiva, mi admiración ante el fervor de un pueblo por una artista que considera suya y que la hace suya cantando su música, me conmovían. Caminé de nuevo hacia la Rúa Augusta, lamentando no haber asistido al cortejo fúnebre. Intenté todavía conseguir un taxi que me llevara al Panteón Nacional, pero no pude hallar ninguno en la Plaza Rossio. Eran las siete de la noche. A las ocho debía estar cenando en el hotel porque a las nueve y media teníamos reservacioes en una Casa de Fado. Y así, sin saber por qué, empecé a caminar hacia la Plaza del Comercio. Alcé la mirada y de pronto ví, bajo el gran arco triunfal que corona la plaza y enmarca la estatua ecuestre que mira hacia el mar, a varias personas corriendo. Detrás de ellas, como un suspiro, iba un carro de grandes cristales a través de los que se veía el féretro de Amália, cubierto con la bandera de Portugal. No pude fotografiarlo, su paso fue demasiado veloz y yo estaba muy lejos de la plaza. Pero lo puede ver desde la distancia y eso me tranquilizó por fin. El ritual estaba cumplido. Mientras escuchaba a las fadistas, por la noche, pensaba en algunas escenas de la obra musical. Al día siguiente dejamos Lisboa con rumbo a España. Y todavía el martes 10 de julio, mientras fotografiaba el huerto de Calixto y Melibea en una Salamanca que esplendía bajo un sol radiante y un cielo azul profundo, las notas de "Una casa portuguesa" me perseguían junto a las imágenes de Lisboa brillando frente al mar, y de Amália cantando para siempre un fado lisboeta en un triste corazón guatemalteco. |
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